Cuando era niño mis padres me llevaron al cine a ver la película - TopicsExpress



          

Cuando era niño mis padres me llevaron al cine a ver la película Fantasís de Disney la cual, por una razón u otra, no fue de mi agrado. Creo que aun no tenía edad para disfrutarla. Esa misma noche pudiera jurar que a la media noche durmiendo en mi habitación desperté para presenciar una epecie de bruja muy hermosa pero aterradora caminando por mi habitación de manera desafiante. Fue tan real lo que viví que hoy día me cuesta creer que fue una jugada de mi inmaginación y de los poderes ocultos de la mente. Sea cual sea el caso, me trajo el recuerdo de la anecdota que nos contara mi amigo y maestro Carlos Galán en nuestra visita a la cueva de Los Gonzales con el plan original de explorar la Cueva del Jobo, si más recuerdo. Al igual que la anecdota que a continuación el nos narró se nos adelantó el invierno y la travesía se convirtió en toda una pesadilla pero con el premio mayor de haber conocido dicha Cueva de Los Gonzalez y la selva que la protege. Debido a la crecida de la quebrada que entraba a la Cueva del Jobo nos fué imposible explorarla. Me quedé con las ganas porque nunca más regresé a este mágico lugar. Aquí los dejo con la anécdota que Carlos nos narró a nosotros, en aquel entonces, y años después a Cota Cero de donde la tomé prestada. ¨La época de lluvias se había adelantado y tras 14 horas de marcha, cargados de equipos, llegamos empapados y cansados al punto de vivac en Los González, en la Fila de las Cuevas del karst de Mata de Mango. Se hacía de noche y había que montar el campamento. Éramos cuatro espeleólogos (uno novato) y el baquiano chaima Domingo Maita, y pensábamos explorar durante varios días las cercanas simas del Danto y del Cacao. Mientras deshacíamos los morrales y separábamos las cuerdas, comida y equipos, Maita fue a cortar unas hojas de platanillo para techar el improvisado refugio que levantamos. Se desató una lluvia torrencial, un auténtico diluvio que impedía ver a más de dos metros. Nos cobijamos bajo la rama de un gran árbol y esperamos a Maita, pero este no aparecía. Fui con una linterna a buscarlo pero se perdía su huella en el barro. Lo llamé y no contestaba, así que regresé. Luego sabríamos que pasó la noche metido en el hueco de un árbol, junto a una lechuza. Medio tapados con algunos plásticos que protegían las bolsas de dormir deliberábamos qué hacer. La lluvia arreciaba, con ráfagas de viento que sacudían las copas de los árboles. Decidimos ir a dormir a la sima de Los González, que estaba al lado, y que tras una vertical de 46 m tenía una amplia galería seca, techada, donde podríamos hacer fuego, comer y dormir cómodamente. Llevaríamos sólo lo indispensable: los jumars, iluminación, algo de comida y las bolsas de dormir. A todos les pareció bien. Nos equipamos con los arneses, jumars y cascos, metimos lo que íbamos a usar en los morrales, y caminamos hasta la amplia boca. Pasamos la cornisa de acceso, resbaladiza por la lluvia, agarrándonos de salientes y bejucos. Atornillamos un clavo de expansión y colocamos una cuerda de 50. Cada uno bajaba con su morral, bajo el fragor del vendaval y la copiosa lluvia, que chorreaba formando pequeñas cascadas en las paredes de la vertical. El novato venía de último. Un par de minutos de descenso, con los últimos 20 m en aéreo, sin tocar pared. Uno tras otro bajamos los tres primeros, y a la luz del carburo nos quitamos el equipo mojado, hicimos una fogata y sentados en las bolsas de dormir sacamos una olla para cocinar arroz con unas latas de atún. El novato se demoraba más de la cuenta pero veíamos la luz de su frontal llegando al techo del tramo aéreo. Al superarlo basculó hacia atrás por el peso del morral, que llevaba a la espalda y no colgado del arnés, perdió el control del descendedor al trabarle el brazo una correa del morral, y deslizó veloz en caída libre, con un sonoro plof al llegar al piso. Todos enmudecimos. No se veía su luz ni lo veíamos a él. Nos acercamos corriendo a ver qué pasaba, pero había desaparecido. Revisando entre la hojarasca del suelo asomaban las puntas de sus botas, luego una mano, y por fin la cara y el casco cubiertos de barro. Estaba literalmente empotrado en el suelo y no podía salir. Jalando entre los tres, fuimos izándolo con grandes esfuerzos hasta despegarlo del barro al cual estaba asido como una ventosa. A medida que el cuerpo salía la lluvia lo iba lavando. Estaba perfectamente bien, sin contusiones ni herida alguna. Sólo aturdido por la caída de espaldas, el susto y su inmersión en el suelo de barro y hojarasca. Terminamos de cocinar y comimos entre risas preguntándole repetidamente pero cómo había pasado, y haciéndole bromas, por supuesto. El torrencial aguacero (en realidad, la cola de un huracán) duró toda la noche, pero dormimos secos sobre un suelo acolchado, protegidos por nuestras cálidas bolsas de dormir. A media noche sentí un aroma afrutado y una leve musicalidad en el ambiente. Encendí un cigarrito e incorporándome a medias, me quedé mirando hacia el interior de la gran caverna. Notaba una especie de halo o suave resplandor. Y me levanté a indagar qué podía ser. Mis compañeros dormían. Al doblar un pequeño recodo me encontré de golpe con una entidad maravillosa, que podría ser llamada un hada o un genio guardián de la cueva. Era una especie de mujer-niña, algo menor que yo, que poseía unos grandes ojos verdes y una carita de una belleza increíble. Su cuerpo semidesnudo, salvo por unos sutiles adornos, irradiaba amor y gran fuerza a la vez. Pero de su rostro sonriente se desprendían dulzura y bondad. Era una criatura maravillosa, que me contemplaba frente a frente. Sin palabras, mentalmente, me dijo: “No han pedido permiso para entrar, pero me caen bien, son muy graciosos. Los seguiré protegiendo, pero ya sabes, tienen que portarse bien y respetar a la naturaleza y a los seres que aquí habitan”. Y tras decir esto desapareció como por encanto. Quedaron flotando en el aire unos puntitos de luz y un aroma dulzón, de frutas maduras, de savia fresca. El silencio y la oscuridad dieron paso otra vez al distante rumor de la lluvia. Conversé con Maita al día siguiente y me describió exactamente a la entidad de la cueva. Me dijo que muchas de estas cuevas eran sitios de poder, de gran energía, donde era factible encontrarse con los espíritus de animales y plantas, y con otras entidades maravillosas, que proceden de otros mundos, los cuales existen en planos paralelos al nuestro. Maita era un hombre sabio, un shamán, además de excelente baquiano, y era muy respetado entre los cazadores de guácharos habitantes de esas selvas. De él pude aprender algunas cosas. Entre ellas que el mundo real es mucho más amplio de lo que imaginamos y no podemos reducirlo todo al estrecho marco de la razón cartesiana. La naturaleza nos puede hablar de mil formas, si nos encariñamos con ella e indagamos con interés y respeto, prestando atención a lo desacostumbrado¨.
Posted on: Fri, 08 Nov 2013 21:58:50 +0000

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