DECIMONOVENO La casa de Eloísa estaba situada en una calle que - TopicsExpress



          

DECIMONOVENO La casa de Eloísa estaba situada en una calle que bordea un arroyo seco. Era de una sola planta, con una obra negra inconclusa en la parte alta. Los ladrillos ahí desnudos se veían secos y quemados por el sol, lo que indicaba que hacía mucho se había interrumpido ese trabajo. Tocamos en la puerta de metal que tenía una mirilla abierta a poco más de un metro del suelo. No tardó en atender, sin abrir la puerta, una mujer que asomó parte de su rostro por la mirilla y nos preguntó quiénes éramos. Le dije mi nombre, le presenté a Ana y le anuncié que queríamos hablar con ella, que nos había referido Juan Carlos. Nos observó con curiosidad y nos indicó que nos recibiría por la parte trasera de la casa; cerró entonces la mirilla. Ana y yo caminamos hacia donde nos indicara la mujer. Tuvimos que pasar a través de un estrecho callejón que se formaba entre la casa de Eloísa y la casa vecina. Ana me manifestó su temor y me tomó de la mano como buscando refugio. El contacto me pareció cálido, provocándome un placer que hacía mucho tiempo no sentía. Respondí al gesto y me sentí protector y cómplice. Al salir del callejón llegamos a un patio grande rodeado de una cerca de vigas incrustadas en pilares de adobe. En el patio había una disposición casi uniforme de macetas de barro con plantas de varias especies, bien cuidadas y mejor nutridas. Al fondo había un cobertizo de madera con techo de tejas y piso de barro. Dos bancas de jardín franqueaban una puerta ancha de mezquite. Estaba abierta. Entramos a una sala amplia, fresca, acogedora, limpia y ordenada, en perfecto equilibrio, tal y como lo pudiera sugerir algún experto en feng shui. Eloísa nos esperaba de pie, en medio de la sala. Era una mujer de unos cincuenta años, casi de mi estatura, morena, esbelta y visiblemente ágil y musculosa. Sus ojos negros proyectaban una paz contagiosa y una alegría perpetua. Resultó ser extremadamente atractiva para mí, a pesar de la edad. Su pelo, bien peinado y recortado, era sostenido por una diadema con flores, dejando su cara completamente al descubierto. Vestía pantalón de mezclilla azul y camisa blanca, zapatillas sin tacón y pulseras y un discreto amuleto colgado de su cuello, descansando en su pecho. Con una sonrisa nos saludó y nos invitó a sentarnos. Ocupamos un sofá suave, pero fresco, en tanto ella, aún de pie, acercó tres tazas y sirvió, sin preguntarnos, una infusión cuyo aroma no alcancé a reconocer, mas resultaba gratificante e invitaba a paladearlo. Nos informó que se trataba de una mezcla de hierbas seleccionadas especialmente para hacer más fluidas las palabras, predisponer el alma y abrir los sentidos para apreciar la charla y su contenido, de manera que sólo se retenga lo que tiene corazón. -Todas las hierbas son de mi jardín- presumió orgullosa. Acercó un tazón con azúcar, un tarro con miel, limón cortado en rodajas en un plato y otro con galletas. Nos indicó que dispusiéramos de ello a nuestro gusto. Ella misma vertió dos cucharadas de azúcar en su taza de té, una rodaja de limón y, de entre las galletas, tomó dos de canela. La imitamos mientras ella iba a sentarse en el sillón frente a nosotros, dio un sorbo al líquido caliente, colocó la taza en la mesa de centro, sujetó su rodilla izquierda con sus manos entrelazadas y preguntó: -¿Qué puedo hacer por ustedes? Sospeché que su pregunta sólo tenía el propósito de iniciar la charla, porque ella ya sabía cuál era el motivo que nos tenía allí ese día; así que sin preámbulos le dije que habíamos ido para saber acerca del convenio. No pareció molesta, lo que confirmó mi sospecha. Se dirigió a mí: -Veo que ni tus padres ni tus abuelos te contaron nada. Es natural, aunque imperdonable, tu abuelo era un niño cuando sus padres se lo llevaron de aquí, y creyeron que era suficiente con que alguien más de la familia se hiciera cargo de la custodia del convenio. -¿Por qué habría de haberme dicho algo? ¿Qué tenían que decirme? -Tu familia adquirió la obligación de mantener la custodia de una parte del convenio, para mantenerlo activo y vigente. -¿El pacto era entre católicos españoles y yorubas africanos?- intervino Ana. -Era entre españoles, que eran católicos; africanos que eran yorubas e indígenas wirrárika. -No entiendo la diferencia- admití. -Eran españoles, pero no formaron parte del convenio por ser católicos, sino por ser españoles; eran africanos y no por ser yorubas signaron el pacto; y eran huicholes, que convinieron por su amplia influencia espiritual en este territorio. Participaron así un Babalawo africano y sus seguidores, una familia española, numerosa e interesada en el bienestar de la región; y un grupo de wirrárikas guiados por un mara-akame. -Pero sí son practicantes de tres religiones, ¿no es así?- insistió Ana. -Sí, claro, pero no por elección, sino por falta de opción. Mira, en esa época todos los españoles, tanto en la península como en la Nueva España, eran católicos, incluso por decreto. Los africanos eran de Nigeria y fueron traídos aquí por la fuerza y con dolor, no por ser yorubas, sino por ser negros, pero eran yorubas porque esa era la religión que se practicaba en su país. Y los huicholes, como ya te dije, mantenían una fuerte influencia espiritual aquí y, a diferencia de otros grupos indígenas, ellos no se encontraban esclavizados, aunque no eran libres, ya que sufrían constantes acechos de los conquistadores. Por esa razón, la magnitud del convenio rebasa la comprensión particular de cada una de las cosmovisiones, pero hay más aún: los españoles, siendo católicos, recurrieron a conductas y artes que en esa época eran perseguidas, condenadas y castigadas con la muerte. -¿Brujería? -Es una forma de llamarla, y ellos estaban seguros de que sí era. En el fondo se trata de un conocimiento metafísico que explica lo que es cierto, pero incluso a la luz de la ciencia más avanzada es inexplicable. De manera que participaron, pero no como católicos ni como españoles, y tampoco como brujos, sino como personas interesadas que profesaban esa religión, eran de ese país y conocían de esas artes. -Entonces, el convenio no fue entre sociedades, ni entre grupos humanos grandes, ni siquiera fue abierto y conocido, ¿es cierto?- propuse. -En efecto. El convenio debía ser secreto y mantenerse así. Imagínense a europeos, africanos e indígenas reunidos, ya no digamos en un ritual, pero sí en un mismo sitio, sin sumisión ni supremacía entre unos y otros; la Santa Inquisición habría tenido un festín que todavía celebrarían los libros de Historia. -¿En qué año fue eso? -Luego de la rebelión de Nostic, que ocurrió en 1702. El convenio se demoró unos pocos años más, pero para nosotros ese hecho es un referente, porque quizás fue un suceso que aceleró los acontecimientos. -¿El convenio era para liberar a los esclavos y a los indígenas?- quise saber. -¡Vamos, muchacho! No buscas un gran acuerdo espiritual para obtener sólo beneficios materiales y transitorios. Si así fuera, y como el convenio funcionó, y muy bien, los afromexicanos serían hoy reconocidos plenamente, y los indígenas no serían una minoría excluida. En cierto modo esta comunión espiritual tripartita desencadenó una serie de sucesos que lograron la liberación de los esclavos, pero no era el objetivo. Este sitio, Zacatecas, en particular el Cerro de La Bufa como centro, y todo el territorio incluido en el convenio, son una zona importante de poder. Lo que ha logrado el convenio es unir de alguna forma todos estos sitios, dispersos en todo el territorio, con el poder de La Bufa, así se ha alcanzado un potencial maravilloso que puede otorgar beneficios a personas, o grupos grandes de ellas. Digamos que el convenio rebasa las expectativas de cualquier acuerdo humano y está más bien orientado a beneficiar la forma en que las personas se relacionan entre sí y con el Planeta. Pero ustedes y sus congéneres tienen una curiosidad mezquina y morbosa y no lo entenderán con claridad… por ahora. Sin embargo, tú –me señaló- eres parte de un linaje que está vinculado con este prodigioso convenio, y obligado a su custodia; ayer tuviste un atisbo de la urgencia del convenio y pronto tendrás, junto con ella- señaló a Ana-, una mirada breve a los alcances del mismo y quizás entiendan de lo que les estoy hablando. Después de su explicación, guardamos silencio. Ana miraba a Eloísa con una extraña expresión de curiosidad e inquisición, como tratando de ver algo más en las palabras de la mujer, o –lo pensé de súbito, como si alguien me dictara ese pensamiento- tratando de encontrarse ella misma justo detrás de los ojos negros de la Iyanifá. Permanecimos en silencio por algunos minutos, después de los cuales Eloísa reaccionó festiva: -¡Caray! Se acabó el té y no la plática. Prepararé más. No esperó ninguna respuesta de nuestra parte. Se levantó para ir rápido a la cocina. Ana y yo nos quedamos solos, todavía tratando de digerir las últimas palabras que habíamos escuchado. Me costaba trabajo hilar cualquier idea coherente en ese momento y sólo estaba rumiando las que alcanzaron a apretarse en mi cerebro, sobre todo la sensación de haber percibido a las dos mujeres como una sola durante un instante tan prolongado como un parpadeo. ¡Imposible! Eloísa le doblaba la edad a Ana y era tan distinta que no había punto de comparación. Me sentí mareado enseguida, cuando cruzó por mi cabeza el pensamiento de que no eran iguales, sino la misma. Me incorporé del sofá, casi al mismo tiempo que Ana. Caminamos hasta una mesa de comedor de seis puestos. Desde ahí observamos un resplandor vibrante que provenía desde un cuarto contiguo. Curiosos fuimos ahí. Había un altar (o todo la habitación era un altar) a ras del suelo que pronto se elevaba en terrazas blancas y parecía dispersarse hacia las paredes pintadas de azul con fotografías de personas e imágenes de santos. Las imágenes, en algunos casos, tenían insertados en los marcos objetos tales como papeles, monedas, billetes, alhajas, listones, hierbas y muchos otros más. La disposición aleatoria y sin aparente orden, me recordó la exhibición de exvotos en Plateros. Lo mismo que en las paredes, en la estructura piramidal los objetos parecían no tener orden lógico. No me resultó difícil distinguir en la parte alta la efigie de Elegua dentro de un plato de barro negro relleno con arena roja; tenía dulces y monedas; le iluminaban tres velas rojas y negras casi nuevas. Conté en torno de la figura veintiuna semillas de cacao, otras tantas de maíz y el mismo número de dátiles. Vi a Yemayá de azul y blanco, su entorno estaba delimitado por siete vasos con agua. Babalú Ayé, con su aspecto de inválido, vestido con manto andrajoso color violeta, custodiaba collares de cuentas negras, maíz asado, pan quemado, cocos verdes, ajos, cebollas y agua de coco en un cuenco de madera. Changó era un niño negro ataviado con pantalón rojo, camisa blanca y bonete rojinegro, con una pulsera de cuentas rojas y negras en la mano izquierda, yacían a su costado, como si hubieran caído de su diestra, una hacha de dos cabezas, una copa y una espada; recibía la ofrenda de granos de maíz, leche, harina, vino tinto (en una copa), plátanos y caña de azúcar. Había otros muchos Orishas, aunque no logré identificar a la mayoría, cada uno con su ofrenda bien delimitada. Se mezclaban, sin aparente orden y equivalencia, con imágenes de San Cristóbal, San Antonio de Padua, San Rafael, Nuestra Señora de la Merced, San Pedro, San Francisco, San José, la Virgen de Regla, Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, Nuestra Señora de la Candelaria y varios Cristos de muy diversos materiales y tamaños. El piso era un microcosmos de veladoras en vasos y en platos, cuencos con agua, frijol disperso, chiles secos, maíz blanco y amarillo, cáscaras de coco, listones de colores, cascarones de huevos, arena de mar, conchas, caracoles, una red de pesca, un banco de madera, una soga, pañoletas, pañuelos, hierbas secas, hierbas frescas en macetas pequeñas, trozos de ramas de árboles, un cuchillo de cachas negras sin funda, cobijas, copas de cristal, botellas de vino, un libro de cuentos, fotografías, ceniceros con colillas de cigarros, restos de varas de incienso, piedras, cuarzos, guantes, relojes, rosarios y todo el conjunto era acompañado por una figura de Tatehuari, un venado, un águila, un ojo de dios y un peyote. En cierto modo ese altar era el signo tangible del convenio. El conjunto parecía caótico a la vista, pero agradable al olfato, y el cuarto, todo, daba la sensación de bienestar, equilibrio, pureza y paz; cada palmo era en sí mismo un universo y a la vez elemento de todo un sistema en el que el amor era el eje rector, el origen y el fin de todo. El sabor del té se magnificó en mi boca, traté de hablar, pero un delicioso sopor me invitó a permanecer en silencio. A mi lado, Ana parecía disfrutar la estadía en la habitación-altar. Supuse que ella había identificado a más Orishas y más santos que yo, y gozaba de la disposición en que alegremente se encontraban colocados en el altar de Eloísa, como en una fiesta, envueltos en el humo que se desprendía de tres incensarios colocados de manera que, desde la base de la pirámide, inundaban con su aliento todo el altar, incluidas las paredes, para que luego el humo escapara hacia el cielo, tras haber dejado su aroma en cada uno de los elementos del sistema e impregnado de la esencia de éstos, por una ventanita abierta cercana al techo. Eloísa estaba de pie junto a nosotros. No habíamos notado su presencia, hasta que habló: -Ah, el ardor providencial del alma de las plantas. Me estremecí. Ella veía el fuego en el altar y el humo del incienso. Su rostro estaba iluminado por la luz de las velas y por el sol que se filtraba por la ventanita. Su comentario parecía a propósito, como una cita, pero al mismo tiempo daba la impresión de ser nuevo, recién acuñado. Llevaba en las manos una charola con tres tazas más pequeñas que las anteriores que habíamos usado, con una infusión más oscura. Me dio una a mí, mientras me decía: -Bébela con calma, que reforzará la paz de tu corazón y avivará tu mente. Le extendió otra a Ana y le indicó: -No dejes ni una gota, que le hace falta a tu luz. Volvimos a la sala. En el breve trayecto bebimos el té y colocamos las tazas sobre la mesa de centro. Yo me senté en el sofá; cuando Ana intentó hacer lo mismo, fue detenida con cortesía pero con firmeza por Eloísa. La Iyanifá la tomó de las manos, mirándola de frente, luego la hizo cruzar los brazos sobre su propio pecho y la obligó, con fuerza pero con una ternura que se me antojó maternal, a arrodillarse. Ana no opuso resistencia. Parecía que ambas mujeres efectuaban un ritual que ya conocían de sobra. Eloísa pronunció entonces oraciones en un idioma para mí desconocido. Su mano derecha sostenía la cabeza de Ana, mientras su izquierda volteaba al cielo, hacia donde también se dirigía su cara con los ojos cerrados. De cuando en cuando se agachaba, se tocaba el pecho y decía algo al oído de Ana, según escuché, en la misma lengua. Finalmente pronunció en voz alta, casi en un grito: -¡A wa wato, Ori Odara, a la be o so dide!* Ayudó a Ana a levantarse, la miró, le acarició el pelo, la abrazó y la besó en ambas mejillas. Hasta ese momento vi que Ana lloraba, y que debía haber estado haciéndolo desde el inicio del ritual, porque sus lágrimas bañaban todo su rostro, se resguardaban en la comisura de sus labios, antes de caer por el cuello hasta su pecho. Me levanté del sofá y me uní a las mujeres. No dijimos nada más. Eloísa nos abrazó a ambos y nos dejó salir por donde habíamos entrado. Tomé la mano de Ana y así caminamos hasta el auto, sin decir palabra. Igual, en silencio, recorrimos las calles irregulares de Vetagrande, a través de casas que parecen estar suspendidas de las paredes a lo largo de la barranca. Tomamos la carretera y enfilamos hacia Zacatecas. Cuando pasamos cerca del basurero municipal, Ana rompió el silencio: -Tengo sed. ¡Cómprame una botella de agua! * ¡Que tu conciencia te levante a un estado superior! De la tradición yoruba. Oración que se pronuncia en las ceremonias para iniciados de esta religión.
Posted on: Tue, 02 Jul 2013 15:45:13 +0000

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