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"12. ARREGLOS FÚNEBRES NORFOLK, VIRGINIA. Toland pudo ver que la Casa de los Sindicatos estaba repleta de gente como nunca. Por lo general efectuaban esa ceremonia cada vez que inhumaban a un héroe. En cierta ocasión los muertos habían sido tres cosmonautas; pero ahora se trataba de once héroes. Ocho Jóvenes Octubristas de Pskov, tres niños y cinco niñas cuyas edades iban desde los ocho a los diez años, y tres empleados de oficinas, todos hombres que trabajan directamente para el Politburó, se hallaban alineados en sus brillantes ataúdes de abedul, rodeados por un mar de flores. Toland examinó detenidamente la escena. Los féretros estaban elevados para que las víctimas quedaran visibles, pero dos de las caras se hallaban cubiertas con seda negra y encima de los ataúdes habían puesto fotografías enmarcadas para que se viera cómo habían sido los niños en vida. Fue un toque horrible y lastimoso para que las cámaras de televisión prolongaran la toma. El Vestíbulo de las Columnas tenía colgaduras en rojo y negro, y hasta las adornadas arañas estaban cubiertas en esta ocasión solemne. Las familias de las víctimas se hallaban de pie en una fila. Padres sin sus hijos, esposas e hijos sin sus maridos y padres. Todos iban vestidos con esa ropa como bolsas, mal cortadas y tan características de la Unión Soviética. Sus rostros no mostraban emociones pero se veían conmocionados, como si estuviesen tratando de adaptarse al daño causado a sus vidas, esperando todavía despertar de esa espantosa pesadilla para encontrar a sus seres queridos seguros en sus propias camas. Y sabiendo que no sería así. El secretario general del Partido caminó junto a la fila con gesto sombrío, abrazando a cada uno de los afligidos; llevaba un brazalete de luto, que contrastaba con la chillona Orden de Lenin que lucía en la solapa. Toland miró detenidamente su rostro. Había verdadera emoción en él. Casi habría podido pensarse que estaba velando a miembros de su propia familia. Una de las madres recibió el abrazo, luego el beso, y estuvo a punto de desmayarse, cayendo de rodillas y ocultando la cara entre sus manos. El secretario general se agachó de inmediato a su lado, antes incluso que su propio marido, y le hizo apoyar la cabeza en su hombro. Después de un momento la ayudó a ponerse de nuevo de pie, acompañándola suavemente hacia el brazo protector del esposo, un capitán del Ejército Soviético, cuyo rostro era una enfurecida máscara de piedra. Dios Todopoderoso, pensó Toland, aunque el mismo Eisenstein la hubiera dirigido, no podrían haber representado mejor esa escena. MOSCÚ, U.R.S.S. Bastardo insensible, dijo Sergetov para sus adentros. Él y el resto del Politburó estaban en otra fila a la izquierda de los ataúdes. Mantenía su cara dirigida al frente, hacia la línea de féretros, pero desvió la vista y se encontró con cuatro cámaras de televisión que registraban la ceremonia. Todo el mundo los estaba mirando; así lo había asegurado la gente de TV. Tan exquisitamente organizado se hallaba todo. Ése era el penúltimo acto de la maskirova. La guardia de honor de los soldados del Ejército Rojo, mezclada con muchachos y chicas de los Jóvenes Pioneros de Moscú, custodiaba a los niños asesinados. Los compases de los violines. ¡Qué farsa!, se dijo Sergetov. ¡Miren que piadosos somos con las familias de los que hemos asesinado! Había visto muchas mentiras en sus treinta y cinco años de Partido. Él mismo las había dicho…, pero nunca nada que se acercara siquiera a esto. Sin proponérselo, sus ojos volvieron a la cara de aspecto cerúleo de uno de los niños. Recordó las caras dormidas de sus propios hijos, ya mayores. Tantas veces, cuando volvía tarde a su casa después de trabajar para el Partido, había echado una mirada al interior de su dormitorio para ver sus tranquilos rostros, deteniéndose siempre un poco para ver si respiraban normalmente, para escuchar los ruiditos de un posible resfriado o los murmullos de un sueño. ¿Cuántas veces se había repetido a sí mismo que él y el Partido estaban trabajando por el futuro de ellos? No más resfriados, pequeño, dijo con los ojos al niño más cercano. No más sueños. Mira lo que ha hecho el Partido por tu futuro. Se le llenaron los ojos de lágrimas…, y se odió a si mismo por eso. Sus camaradas podían suponer que lo hacía como parte de la representación. Quería mirar a su alrededor para ver qué pensaban de su obra sus colegas del Politburó. Se preguntó qué pensarían ahora de su misión los hombres de la KGB que habían realizado la hazaña. Si es que están todavía vivos, reflexionó. Era tan fácil ponerlos en un avión y hacerlo estrellar contra el suelo de manera que ni siquiera los verdugos sabrían de ellos. Estaba seguro de que ya habrían destruido todos los rastros de la confabulación de la bomba; y de los treinta hombres que la conocían, más de la mitad estaban en ese momento allí mismo, de pie en una fila junto con él. Sergetov casi deseó haber entrado en el edificio cinco minutos antes. Mejor estar muerto que ser beneficiario de esa infamia, aunque…, lo pensó mejor. En ese caso, él habría jugado un papel aún más importante en esa farsa brutal. NORFOLK, VIRGINIA. —Camaradas. Estamos viendo frente a nosotros a los inocentes niños de nuestra nación —comenzó el secretario general, hablando lentamente y con una clara dicción que facilitó el trabajo de Toland para traducirla; el jefe de Inteligencia del Comando del Atlántico estaba a su lado—. Asesinados por la maquinaria infernal del terrorismo de Estado. Asesinados por una nación que ha profanado dos veces a nuestra Madre Patria con perversos sueños de crímenes y conquistas. Vemos frente a nosotros a los dedicados y humildes servidores de nuestro Partido, que no piden otra cosa que ser útiles al Estado. Vemos mártires de la seguridad de la Unión Soviética. Vemos mártires de la agresión de los fascistas. »Camaradas, a las familias de estos inocentes niños y a las de estos tres meritorios hombres, les aseguro que habrá un ajuste de cuentas. Les aseguro que sus muertes no serán olvidadas. Les aseguro que haremos justicia por este crimen atroz… —Cristo. Toland dejó de traducir y miró a su superior. —Sí. Habrá guerra. En el edificio de enfrente hay un grupo lingüístico que está haciendo una traducción completa, Bob. Vamos a ver al jefe. —¿Estás seguro? —preguntó el comandante en jefe del Atlántico. —Es posible que se conformen con algo menos, señor —replicó Toland—. Pero no lo creo. Han ido cumpliendo todo lo relativo a este ejercicio en tal forma que inflame al pueblo ruso en un grado que yo no había visto nunca. —Vamos a poner todo esto sobre la mesa. Usted está diciendo que ellos asesinaron deliberadamente a esta gente para fomentar una crisis —el comandante en jefe bajó la vista hacia su escritorio—. Es difícil de creer…, incluso de ellos. —Almirante, o creemos eso o creemos que el gobierno de Alemania occidental ha decidido precipitar una guerra contra la Unión Soviética por su propia cuenta. En el segundo caso, los alemanes tendrían que haber perdido por completo sus malditas cabezas, señor —exclamó bruscamente Toland, olvidando que sólo los almirantes pueden perder la paciencia frente a otros almirantes. —Pero ¿por qué? —No conocemos el porqué. Ése es un problema con Inteligencia, señor. Es mucho más fácil decir el qué, que el porqué. El comandante en jefe del Atlántico se puso de pie y caminó hasta el rincón de su despacho. Habría una guerra y él no sabía por qué. Quería el porqué. El porqué podía ser importante. —Estamos empezando a convocar reservas. Toland, en los dos últimos meses usted ha cumplido un magnífico trabajo. Voy a solicitar que lo asciendan a capitán de fragata. Está fuera de la zona normal, pero creo que eso puede arreglarse. Hay un puesto de inteligencia libre con el Estado Mayor del comandante en jefe de la Segunda Flota. Él le ha pedido a usted si las cosas se ponen feas, y parece que ya lo están. Usted va a ser el número tres en su equipo de Inteligencia, y estará embarcado en un portaaviones. Yo lo quiero a usted allá afuera. —Me gustaría pasar uno o dos días con mi familia, señor. El almirante asintió. —Se lo debemos, Toland. De cualquier manera, el Nimitz se encuentra en tránsito. Usted se embarcará frente a la costa de España. Preséntese otra vez aquí con sus maletas el miércoles por la mañana —se acercó para estrecharle la mano—. Ha hecho un buen trabajo, capitán. A poco más de tres kilómetros, el Pharris estaba amarrado al costado de su buque auxiliar. Mientras Ed Morris observaba desde el puente, una grúa cargaba torpedos ASROC[17] impulsados por cohetes, que depositaban en la proa del buque para ser luego acomodados en el pañol. Otra grúa bajaba abastecimientos en el hangar del helicóptero, a popa, y un tercio de los hombres de su dotación trabajaba duramente para mover cada cosa hasta su sitio apropiado de almacenamiento en todos los rincones de la nave. Hacía dos años casi que Ed Morris tenía el Pharris, y ésta era la primera vez que cargaba armas al completo. Algunos técnicos de tierra estaban atareados con el «pimentero», el lanzador de ocho celdas de ASROC, para corregir un desajuste mecánico menor. Otro grupo, del buque auxiliar, estaba revisando una falla de un radar con sus propios operadores. Era el final de su lista de problemas que debían ser arreglados. La planta de potencia del buque estaba funcionando perfectamente, mejor de lo que él había esperado de un barco que tenía casi veinte años. En pocas horas más, el Pharris estaría completamente listo…, ¿para qué? —¿Todavía no hay órdenes de partida, jefe? —preguntó su oficial ejecutivo. —No. Me imagino que todo el mundo se está preguntando qué vamos a hacer, pero puedo apostar que ni siquiera los almirantes lo saben. Mañana por la mañana habrá una reunión de comandantes con el comandante en jefe de la Flota del Atlántico. Supongo que entonces podré saber algo. Tal vez —dijo dudando. —¿Qué opina de ese asunto alemán? —Yo he trabajado en el mar con alemanes y son buena gente. Tratar de hacer volar a toda la estructura del comando ruso…, nadie es tan loco —Morris se encogió de hombros y su cara morena arrugó el entrecejo—. No existe ninguna regla que diga que el mundo tiene que tener sano juicio. —Diablos, si no es cierto eso. Creo que esos ASROC nos van a venir muy bien, jefe. —Me temo que tiene razón..." TORMENTA ROJA, TOM CLANCY
Posted on: Thu, 19 Sep 2013 15:15:01 +0000

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