4 Fúmese un purito Volví a estudiar el papel donde tenía - TopicsExpress



          

4 Fúmese un purito Volví a estudiar el papel donde tenía anotadas mis visitas. «Deán, Thompsons Yard, 3. Perro viejo enfermo.» En Darrowby había muchos de esos «yards», o cercados. En realidad, se trataba de unas callejuelas muy parecidas a las que aparecen en las ilustraciones de una novela de Dickens. Algunas de ellas desembocaban en la plaza del mercado, y otras se hallaban diseminadas detrás de las calles principales, en la parte vieja de la ciudad. Desde fuera, sólo se podía ver una arcada y siempre constituía para mí una agradable sorpresa bajar por un estrecho pasadizo y encontrarme de repente ante las irregulares hileras de casitas, todas distintas, las unas de cara a la otras a ambos lados de una calzada adoquinada de dos metros y medio de anchura. Delante de algunas casas, había una franja de jardín en la que florecían las caléndulas y los berros por entre los ásperos adoquines. Sin embargo, las casas del fondo eran muy destartaladas y algunas de ellas tenían las ventanas cubiertas con tablas de madera. El número 3 era una de ellas y parecía a punto de derrumbarse. Las escamas de pintura temblaban sobre la madera podrida de la puerta cuando llamé al timbre; en la parte de arriba, la pared exterior aparecía peligrosamente abombada a ambos lados de una profunda grieta. Me abrió la puerta un hombrecillo de cabello canoso y rostro arrugado en el que brillaban unos ojillos alegres. Llevaba un raído jersey de lana, unos pantalones remendados y unas zapatillas. —He venido a ver a su perro —dije mientras el anciano me miraba sonriendo. —Oh, le agradezco que lo haya hecho, señor. Perdí a mi señora hace un año. Quería mucho a nuestro viejo perro. La sombra de la pobreza se observaba en todas partes: en el gastado pavimento de linóleo, en la chimenea apagada y en el olor a humedad y moho que lo invadía todo. El papel de la pared se había desprendido de las zonas manchadas por la humedad y, sobre la mesa, se podía ver, la solitaria cena del anciano: un trozo de jamón ahumado, unas patatas fritas y una taza de té. Así era la vida de los pensionistas de aquel entonces. En un rincón, sobre una manta, yacía mi paciente, un Labrador cruzado. Debió de ser un perro impresionante en sus tiempos, pero los signos de la vejez se evidenciaban en los pelos blancos del hocico y la pálida opacidad de los ojos. Yacía inmóvil y me miraba sin hostilidad. —Es bastante mayor, ¿verdad, señor Deán? —Desde luego. Tiene casi catorce años, pero, hasta hace unas semanas, brincaba por ahí como un cachorrillo. El viejo Bob es un perro maravilloso para su edad, y jamás ha mordido a nadie. Los niños le hacen lo que quieren. Es mi único amigo, ahora. Espero que me lo ponga usted bien. —¿Ha perdido el apetito, señor Deán? —Sí, por completo, cosa muy rara porque siempre ha comido como una fiera. A la hora de comer, se sentaba a mi lado y apoyaba la cabeza sobre mi rodilla, pero últimamente ya no lo hacía. Examiné al perro con creciente inquietud. El vientre estaba muy dilatado y pude observar los inequívocos síntomas del dolor: respiración entrecortada, comisuras retraídas de los labios, expresión ansiosa de los ojos. Al oír hablar a su amo, movió un par de veces la cola sobre las mantas, y los viejos ojos se iluminaron momentáneamente; pero recuperó en seguida su expresión reconcentrada. Pasé cuidadosamente una mano por el vientre del perro. La ascitis era muy pronunciada y se había acumulado tanto líquido que la presión era muy intensa. —Vamos a ver si puedo darte la vuelta, amiguete —dije. El perro no opuso la menor resistencia y, poco a poco, le coloqué sobre el otro lado; pero entonces empezó a gemir, mirando a su alrededor. Comprendía rápidamente el motivo. Le palpé el abdomen con cuidado. A través del fino músculo del costado, noté una dura masa arrugada, sin duda un carcinoma de páncreas o de hígado Enorme e imposible de operar. Acaricié la cabeza del viejo perro y me puse a pensar. La cosa no iba a ser fácil. —¿Estará enfermo mucho tiempo? —Preguntó el anciano, e inmediatamente el perro empezó a menear despacio la cola al oír la querida voz—. Es triste que Bob no me siga por todas partes cuando voy trajinando por la casa. —Lo lamento, señor Deán, pero me temo que eso es muy grave. Ojalá pudiera hacer algo por ayudarle, pero no hay nada. —Entonces, ¿se va a morir? —preguntó el anciano con labios temblorosos y mirándome perplejo. —No podemos dejar que se muera así, ¿no cree? —Contesté, tragando saliva—. Ahora sufre mucho, pero pronto será peor ¿No cree que sería mejor que le durmiéramos para siempre? Al fin y al cabo, ha tenido una vida muy larga y provechosa. A mí me gusta abordar los problemas en plan desenfadado, pero los viejos tópicos sonaban a falso. El anciano permaneció un instante en silencio, y después dijo: —Un momento. Despacio y haciendo un gran esfuerzo, se arrodilló al lado del perro. No habló, se limitó a acariciar una y otra vez el gris hocico y las orejas del animal, mientras la cola de éste golpeaba repetidamente contra el suelo. El anciano permaneció arrodillado largo rato mientras yo contemplaba los descoloridos retratos de la pared, las sucias y arrugadas cortinas y el desvencijado sillón. Al final, el viejo se levantó y tragó saliva una o dos veces. —Muy bien —dijo con voz ronca y sin mirarme—, ¿lo va usted a hacer ahora? Llené la jeringa y dije lo que siempre decía en semejantes casos. No se preocupe, es completamente indoloro. Una sobredosis de anestesia es un medio muy cómodo de dormirse. El perro no se movió mientras yo introducía la aguja. Cuando el barbitúrico le penetró en la vena, desapareció la ansiosa expresión de sus ojos y sus músculos empezaron a relajarse. Cuando terminé de dar la inyección, la respiración ya había cesado. —¿Eso es todo? —musitó el anciano. —Sí, eso es todo —contesté—. Ahora ya no sufre. El anciano permaneció inmóvil, retorciendo incesantemente las manos. Cuando se volvió a mirarme, tenía los ojos brillantes. —Está bien, no podíamos dejarle sufrir, ¿verdad?, y yo le agradezco lo que ha hecho. ¿Cuánto le debo por sus servicios, señor? —No se preocupe, señor Deán —contesté rápidamente—. No es nada, nada en absoluto. Pasaba simplemente por aquí. No me ha producido ninguna molestia. —Pero usted no puede hacer eso por nada —dijo el anciano, mirándome con asombro. —No diga más, señor Deán, se lo ruego. Tal como le he dicho pasaba simplemente por aquí. Me despedí de él y abandoné la casa, cruzando el pasadizo para salir a la calle. Bajo la brillante luz del sol y en medio del bullicio de la gente, yo sólo podía ver la pequeña estancia desnuda, el anciano y el perro muerto. Mientras me encaminaba hacia mi automóvil, oí un grito a mis espaldas. El anciano se acercaba a toda prisa, calzado con zapatillas. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, pero me miraba sonriendo. En su mano sostenía un pequeño objeto marrón, —Ha sido usted muy amable, señor. Tengo algo para usted. Sostuvo en alto el objeto y yo lo miré. Era una antigua, pero preciosa reliquia de alguna fiesta pasada. —Vamos, es para usted —dijo el anciano—. Fúmese un purito. Aquel incidente, que me ocurrió al principio de mí carrera de veterinario, me angustió durante muchas semanas y sigue siendo uno de mis recuerdos más vivos y emocionantes. Sacrificar a los queridos animales domésticos de los ancianos es, por desgracia, una tarea muy frecuente en la práctica veterinaria, tan sólo aceptable porque se puede llevar a cabo humanamente y sin producir dolor mediante el uso de barbitúricos. Sin embargo, el episodio del señor Deán tuvo algo especial y yo lo recuerdo como la primera vez en que me dije: «Si algún día escribo un libro, lo incluiré. Quizá fue por el purito. AUTOR JAMES HERRIOT VETERINARIO
Posted on: Wed, 04 Dec 2013 20:38:39 +0000

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