5.- LOS DIARIOS DE TÍA VIVIAN - CHELO VILLEGAS La historia de - TopicsExpress



          

5.- LOS DIARIOS DE TÍA VIVIAN - CHELO VILLEGAS La historia de mi tía abuela es muy interesante, una auténtica novela. No te voy a adelantar ahora nada; ya la irás leyendo en cuanto tenga traducido el más antiguo de sus diarios. Te lo bajaré. Y así sucedió. Tuve trabajo para mucho tiempo. La historia empezaba en 1.952. Los diarios que escribiera antes de marcharse a Australia los dejaría o los quemaría en Irlanda. -La tía Vivian vivía en Irlanda con su madre y con una hija de su hermana, que murió junto con su esposo en una travesía volviendo de Francia, -así me cuenta Catalina-. Esta huérfana era mi madre, que se llama Mary, y que ya le he contado que se vino a trabajar a España, y que se casó con Gonzalo Valdivia, marino mercante, con el que tuvo siete hijos. Todos nosotros vivimos hoy en las Islas Baleares. Mi tía abuela Vivian será la protagonista de esta historia. . . . Y yo, Eugenio Rodríguez, me convierto ahora en narrador de la historia, que espero interese mucho a quien la quiera leer. Intentaré hacerlo de la forma más amena. Acabo de leer el primer diario, y me dispongo a comenzar mi obra. ¡Dios quiera que me salga bien! Copio lo que Vivian escribe: . . . Norfolk, Irlanda, 16 de Julio de 1952. ¡Qué año tan triste! ¡La muerte de mi madre me ha dejado tan sola…! He pensado en irme con mi sobrina Mary, pero ella no se ha quedado a vivir en España, sino que sigue a su marido de puerto en puerto, a juzgar por las tarjetas que me envía. En la última dice que ya espera su primer hijo, y que dará a luz en Chile. ¡Qué sola me siento! Soy la típica solterona. Ya tengo más de treinta años... ¿Soy tan fea que nadie me quiere? Qué tarde tan oscura, tan gris como mi corazón... Mañana voy a ir a encontrarme con Lewis como por casualidad. Pasaré por Correos a la hora en que sale de trabajar, y le hablaré de este anuncio de Australia. Si le digo que me voy, y él me quiere, dirá “¡no te vayas!”; y si me anima a que emigre es porque no puedo contar con él. Llevo años esperando una palabra suya. No estoy enamorada, pero podríamos ser felices. Los dos lo pasamos bien cada vez que nos encontramos. Somos vecinos, pero como los dos estamos solos, no nos visitamos; estaría mal visto. El caso es que lo he encontrado últimamente con un hombre más joven que él, y van muy animados. El otro día me lo presentó en el portal, y me dijo que era hermano de un amigo suyo de Escocia. No sabía que tuviera allí ningún amigo… . . . Norfolk, Irlanda, 17 de Julio de 1952. Hoy he ido, como dije ayer, a esperarle a Correos. Le he dicho que había ido a echar una carta. -¿Vas para casa?-, me ha preguntado. -Te acompaño-, y no se ha subido a la bicicleta. Yo, deseando salir de dudas, le he sacado enseguida el tema de la emigración. -¿Has visto el anuncio del periódico referente a la emigración? Ofrecen trabajo y marido a las mujeres que se vayan allí. -Sí, pero yo no me iría. ¡A saber qué vida será aquélla! Estará todo muy atrasado. Me dijo un amigo, que tuvo que volverse, que hay muchos sitios sin luz eléctrica. -Pues yo he pensado en marcharme. -¿Qué te quieres marchar tú? ¿Sí? ¡Me asombras! -Necesito cambiar de vida. Aquí me invaden la tristeza y los recuerdos constantes. No soporto más. -Mira, si estás decidida, yo te puedo dar una carta para un primo mío que vive allí desde hace años. Él se puede ocupar de orientarte en aquella tierra. Se fue muy joven, se casó y tiene hijos. Aquí era mecánico, pero allí se ha hecho granjero y, por lo que me escribe, no le va mal. Yo ya ni escuchaba lo que me decía; ya había oído bastante. Mi decisión estaba tomada. Parecía que se alegrara. No pude hablar en todo el camino. -Te has quedado muy callada. -Sí. Es que eso de que tengas allí un pariente me ha hecho decidirme, - ¿qué le iba a decir?-. No saqué pasaje para el primer barco porque salía al día siguiente. Tenía que esperar una semana más; así tendría tiempo para preparar todas mis cosas… A última hora de la tarde bajó Lewis a preguntarme qué pensaba hacer con mi casa; que él había pensado quedársela, cambiando el contrato. Estaba viviendo con el escocés, y su casa se le quedaba pequeña. -Me parece bien. Quédate con los muebles; yo no me los puedo llevar. Sólo me llevaré la ropa, y otros objetos de los que no me quiero desprender. -Nosotros te podemos ayudar en tus preparativos. No dejes de llamarnos. Yo veía cómo él disfrutaba mirando mi casa, y haciendo planes, pero yo me sentía desgarrar por dentro. Me bajó una carta para su primo Douglas, y me dijo: -He echado otra al correo. Si no llega a tiempo, esta te servirá como presentación. Leí la carta. Se deshacía en elogios hacia mí. -“Querido Douglas: …En esta carta te digo que Vivian es la mejor persona que puedas conocer en tu vida, etcétera, etcétera, etcétera…”. Esto me tranquilizaba, porque según se iba acercando la fecha de mi marcha iba sintiendo más miedo. ¿Qué sería de mí en una tierra desconocida? Llegó el día. Lewis y su amigo llevaron mi equipaje al puerto, y estuvieron al pie del barco hasta que zarpó. Yo vi cómo se perdía de vista mi tierra, mi querida Irlanda. ¿La volvería a ver? La travesía fue muy dura. No me pude levantar de la cama; el mareo era continuo. Oía decir que teníamos muy mala mar, pero yo ni me enteraba. Perdí por completo la noción del tiempo. Un día me dijeron que ya habíamos llegado, y desembarqué tan mareada como si aún me meciera el océano, pero… ¡estábamos en Sydney! Me encontraba totalmente desorientada. Me senté a llorar sobre mi maleta. La gente había desaparecido ya del puerto, pero yo seguía allí sin saber qué hacer. Un guardia se me acercó para preguntar qué me ocurría. No le podía contestar; mis sollozos me lo impedían. Y le enseñé la carta. -¿Dónde está esto? -Muy lejos-, me contestó. –Tiene que tomar un tren, que la dejará en un pueblo cerca de esta granja. Allí, pregunte, y ya le indicarán la manera de llegar, porque el tren no pasa por allí. -¿Y cómo llego a la estación? -No se preocupe. Yo le ayudaré. Se fue, y volvió con un carro de mano que me había alquilado. Un hombre lo llevaba; me dijo que le siguiera. La estación de tren estaba cerca. Allí tuve que esperar tres horas hasta que pasó el tren. Esta espera se me hizo angustiosa. Cuando llegué al pueblo que me habían indicado, pregunté por la granja. Nadie sabía nada. Mi angustia subía de tono. Maldije la hora en que se me ocurrió hacer este viaje. Me adentré en el pueblo, y vi un gran establecimiento que ponía “Almacén”, como en las películas del Oeste. Allí enseñé mi carta. La cara que puso el hombre me hizo concebir esperanzas. -¡Sí! Esta es la granja del amigo Douglas. Les conozco, son amigos. Mire, aquí tiene su teléfono. Llame, y vendrán a buscarla. Di muchas veces gracias a Dios, pero ahí no iba a terminar mi mala suerte. Una voz de mujer se puso al teléfono, y le pregunté: -¿Han recibido la carta de Lewis? -¿De qué Lewis? Aquí no ha llegado ninguna carta, ni conocemos a ese Lewis-. Quería morirme, pero seguí hablando. -Sí, Lewis, de Irlanda, que es primo de ustedes-. Se hizo el silencio. -Bueno, espere. Voy a buscar a mi padre, a ver si él sabe algo. Después de una espera que se me hizo muy larga, una voz de hombre me dijo: -¿Con quién hablo? -Con Vivian Leicester, de Norfolk. -¿De mi pueblo? ¿De Irlanda? -Soy una vecina de su primo Lewis. -¿Qué le pasa al bueno de Lewis? -Nada. Es que yo he venido a Australia. Él le ha escrito a usted una carta avisándole de que venía, que me atendieran en todo lo posible. ¿No han recibido esa carta? -No. Aquí, el correo funciona mal. ¿Desde dónde llama? -Desde el almacén del señor Deans. -Ya está usted muy cerca. Antes de una hora estoy ahí para recogerla. -¡Muchísimas gracias! Dios se había apiadado de mí, y yo le recé. ¿Era posible que se hubiera acabado ya mi calvario? El señor Deans acababa de pesar un saco de harina para un cliente, y se sentó a mi lado. En ese almacén había muchas sillas; debía ser un lugar de tertulias. Me hizo una ficha muy completa: me preguntó sobre mí, sobre Lewis, sobre Irlanda. Menos mal que entraron unas mujeres a comprar telas. Querían crespón para hacerse unos vestidos para una boda, de la que hablaron largamente. Debía ser muy importante. El señor Deans les sacó unas piezas francamente bonitas, y les dijo que acababa de recibirlas de París. -Ya saben ustedes que París está a la cabeza de la moda del mundo… Él mismo les calculó lo que necesitaban, -mucho, por supuesto, porque estaban gordísimas-. En Australia se debía comer bien. Un vehículo había frenado en la puerta. Entró un hombre de gran tamaño, pelirrojo, y con una voz muy potente saludó: -Buenas noches, señor Deans. -Bienvenido por aquí, querido Douglas. Yo me puse en pie, y fui hacia él. Con una sonrisa que me inspiró confianza me apretó la mano: -Señorita Vivian. Así es como se llama, ¿verdad? -Sí, señor. Vivian Leicester. -Vámonos para casa. Tiene usted aspecto de cansada. …Tan cansada, que me dormí por el camino. Empezó a preguntarme por Lewis, por Norfolk, por Irlanda… Yo me daba cuenta de que no tenía fuerzas para contestar. Se me caía la cabeza sobre su hombro. Muerta de vergüenza, me enderezaba, y él me decía: “¡siga, siga!”. Cuando me desperté, me di cuenta de que estábamos parados delante de un edificio que no podía distinguir bien cómo era, porque se había hecho de noche. Una mujer nos abrió la puerta. Era alta y, una vez dentro, me di cuenta de que también era muy guapa, y me sonreía. Tras ella, apareció una jovencita con aspecto de muñeca pelirroja. Douglas dijo: -Mi esposa Victoria…, mi hija Helen… -¡Pase, pase!-, me dijeron. –Le hemos guardado algo de cena. Suponemos que traerá apetito, después de tan largo viaje… La verdad era que me moría de hambre. No había comido en todo el día. El pastel de verduras me supo riquísimo, y las chuletas de cordero… -Todo es de casa-, dijo Victoria. -Tenemos un huerto. Mañana se lo enseñaremos, y también el resto de la granja. Nos da mucho trabajo, pero somos felices en medio de nuestra soledad-. Victoria no quería que faltara conversación mientras yo cenaba. -Aquí todo está muy lejos-, apostilló Douglas. En medio de esta conversación, se abrió la puerta y entró un hombre joven, que se quedó muy asombrado al verme. Victoria dijo: -Es mi hijo Clark, nuestro único hijo varón-, y señalándome a mí, que se me había atragantado la macedonia de frutas que estaba tomando de postre, siguió hablando. -Esta señorita acaba de llegar de Irlanda. Es amiga del primo Lewis. Me tendió una mano muy fuerte, y yo le di la mía un poco temblorosa. Estaba asustada: asustada de tanta belleza. Nunca había visto un hombre tan guapo, ni en las películas. Se parecía mucho a su madre, tan moreno como ella. Tenía los ojos azules muy claros que le hacían un tremendo contraste con su pelo negro. -¿Ha venido por mucho tiempo? -No sé todavía. He venido a quedarme, pero si me va mal, tendré que volverme. -Aquí viven muchos irlandeses, y dicen que se encuentran bien. Mientras esté con nosotros, la cuidaremos-, dijo con una risa muy simpática, mostrando una dentadura perfecta. -¿Cómo vienes tan tarde?-, le preguntó su padre. -Se nos había perdido Norman, y ha habido que buscarlo-. Y dirigiéndose hacia mí, me aclaró: -Norman es uno de nuestros carneros, y aquí las ovejas mandan. Ya lo comprobará. Entró Victoria, interrumpiendo nuestra conversación: -Le hemos preparado una habitación. Espero que se encuentre bien en ella. Sus baúles pesan demasiado. Mañana vendrán dos de nuestros pastores y se los subirán a la habitación. La maleta y la bolsa ya las tiene arriba. -Muchísimas gracias. Son ustedes muy amables. Helen me acompañó por una empinada escalera, abrió una puerta y dijo: -Esta será su habitación. Hemos encendido la chimenea para que tenga buena temperatura-. Se acercó a ella y añadió dos troncos. -Desayunamos a las ocho. Vendré a llamarla antes, para que tenga tiempo de arreglarse-. Cerró la puerta tras ella. Me quedé parada un buen rato. Montones de recuerdos se agolpaban en mi pensamiento: mi madre, Lewis, la terrible travesía, el señor Deans; hasta me acordé del escocés… -¡Ya he llegado! ¡Ya estoy en Australia! ¿Será esto lo que busco? ¿Me habré equivocado? Creí que todas estas dudas me iban a atormentar, pero pasé la noche de un tirón. Estaba demasiado cansada. Desperté temprano, y me entretuve recordando la historia que Lewis me contó días antes de que yo embarcara. . . . …Mi primo Douglas trabajaba aquí en un garaje, y mantenía a su madre. Vivían estrechamente. Cuando ella murió, decidió emigrar en busca de mejor fortuna. La gente se iba a Australia. Había buenas ofertas de trabajo, y se fue con muy pocas monedas en el bolsillo. Pero no encontraba un trabajo en el que ganara lo suficiente como para mantenerse. En el garaje donde estaba, le mandaron a una granja para arreglar la bomba de un pozo, y el propietario le dijo: -Como esta maquinaria se avería con frecuencia, hace falta alguien fijo para no tener que ir a buscarlo cada vez que se estropee. El sueldo no es grande, pero podría vivir aquí con los peones. No tendría que pagar comida ni alojamiento. A él le pareció que eso era lo que buscaba: no tener que gastar en vivir. Todo estaba muy caro. -Acepto-, dijo con su natural simpatía, y el propietario añadió: -Como esta bomba no se avería todos los días, también puede trabajar en las cuadras. ¿Sabe algo de caballos? -No, pero puedo aprender. Al señor Cooper le gustaron las maneras del muchacho, y le dijo: -Vaya al capataz, para que apunte su nombre y apellidos. Y allí se quedó casi por toda su vida. Llegó a ser su hombre de confianza, y a dirigir la granja. Ahora tiene la suya propia. Nada más empezar, conoció a una chica. Trabajaba en la cocina que había para los trabajadores. Era tan guapa que todos la querían, pero ella sólo le quiso a él. Era australiana y se llamaba Victoria. Se casaron, y pronto nació su hijo Clark.
Posted on: Fri, 22 Nov 2013 20:15:38 +0000

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