8º. Las cajas vacías: formas de producción del liberalismo Si - TopicsExpress



          

8º. Las cajas vacías: formas de producción del liberalismo Si en las palabras que siguen voy a citar autores o doctrinas de muy poco valor intelectual, ello se debe a mi práctica de valerme de los más mediocres, por considerar que en ellos –al igual que en los anónimos estereotipos o frases hechas‑ se expresan las representaciones más comunes y vigentes de un modo mucho más diáfano y candorosamente ingenuo que en las elaboraciones de autores más astutos y avisados. No me importa lo que, en un principio, pueda haber en ello de tomarme facilidades abusivas, siempre que el tratamiento sepa tenerlo en cuenta y el resultado final esté a una altura satisfactoria, pero aquí se va a citar hasta una novela policíaca. En un artículo, titulado El nuevo liberalismo y firmado por Fernando Vallespín, se leía: «Común a todo el credo liberal ha sido la firme convicción de que el individuo es un fin en sí mismo». Voy a poner tal aserto en relación con la vieja y sorprendente concepción frankliniana del beneficio como fin en sí mismo, tal como resulta del texto de Benjamín Franklin El libro del hombre de bien. Empecemos por decir que habría que corregir la expresión ya consagrada de ‘individualismo posesivo’ asociada generalmente a la ética del liberalismo, ética que es, como veremos, más bien una estética. La corrección que me parece pertinente sería la de sustituir ‘individualismo posesivo’ por ‘individualismo adquisitivo’. En efecto, la posesión sugiere, en primer lugar, quietud; o sea imperturbado disfrute de lo que se posee, uso de las cosas, que de esto modo tendrían la condición de bienes. Sin embargo, ha surgido una ética ‑que, igualmente, me parece que es más bien una estética‑, y según pienso, originariamente en Francia, que se ha tomado en serio la expresión ‘individualismo posesivo’ y que, con la pretensión de oponerse a él ha creado la contraposición entre ser y tener. De esta manera, repudiando el tener como medida de valor del individuo, ha alzado frente a éste la etérea y hasta incolora, de puro espiritual que se pretende, bandera del ser. En un principio, habría que proponer un premio para quien logre decir, con algún fundamento en este mundo, qué demonios puede ser ‘el ser’ como contenido moral; pero si rebajamos un poco la perversidad de esta exigencia, sí que con cierta malicia nunca definitiva pero frecuentemente aproximada, podemos presuponer lo que bajo la palabra ‘ser’ quiere entenderse. Digámoslo del modo más banal y más pedestre, pues pedestre y banal es, intelectualmente, la enfática contraposición entre ‘ser’ y ‘tener’. La ética del ser pretende desviar la mirada y la intención del alma del entorno de la persona, donde supone que reside el ‘tener’, para volverlas a la persona misma ‑dando entretanto por sentado que puede haber persona sin entorno‑, donde supone que reside el ser. Sigue siendo la vieja y fatigosa historia del rechazo a rodearse de riquezas, que no son más que vanidades exteriores, para volverse a uno mismo, al cultivo y enriquecimiento de la propia intimidad, sea ésta, si es que es algo, lo que fuere (primera cosa, entre paréntesis, que habría que esclarecer), a un acervo de ‘valores’ que no se compran con dinero, porque son recibidos en la sensibilidad y en la experiencia anímica y están conmensurados solamente a la estatura y calidad humana de la reacción y el temperamento, etcétera, etcétera y así seguidamente. Pero no me he detenido en esta ética del ser contra el tener porque merezca la pena por su alcance, su difusión o su poder proselitista, sino porque, aun siendo, como es, una de tantas banalidades de andar por casa, me permite, no obstante, inducir de ella una equivocidad fundamental en la noción ‘individualismo posesivo’. En la portada de la primera parte del libro de un capitalista español, don Rafael Termes, titulado El poder creador del riesgo, se inscribe la siguiente cita de un tal Raymond De Carbonnieres, extraída de su libro Viaje en los Pirineos: «Quien no haya escalado montañas de primer orden difícilmente se formará una idea justa de lo que compensa la fatiga experimentada y los peligros corridos en ellas. Menos todavía podrá imaginar que esas fatigas no carecen de placeres y que esos peligros poseen también sus propios encantos; y no logrará explicarse la situación que conduce a ellos continuamente a quien los ha experimentado, si no recuerda que el hombre, por su índole misma, gusta de vencer los obstáculos, que su carácter le induce a buscar lo peligroso y sobre todo aventuras y que es peculiar de las montañas alimentar generosamente esa avidez de sentir y conocer, pasión primitiva e inextinguible del hombre, que nace de su perfectibilidad y la desarrolla a su vez, pasión más grande que él mismo…». Sería harto extraño que un adicto a la ética del ser no hallase en el contenido de estas palabras justamente la atmósfera, si no concreta por lo menos alegórica, de la categoría de valores que propugna, pues, evidentemente, nada hallarán en lo alto de las cimas las manos del tener más que una nieve blanca como el propio ser, que se fundiría en agua entre sus dedos y se evaporaría al sol y al viento; mientras que el ser, ese ídolo hacia el que ha vuelto su espíritu y su culto, podría hallarse, en cambio, enteramente lleno de sí mismo en el autocumplimiento del esfuerzo coronado. Y, fuese en sentido propio o figurado, encontraría cargadas de sentido, según su propia ética, sobre todo las últimas palabras: «es peculiar de las montañas alimentar generosamente esa avidez de sentir y conocer, pasión primitiva e inextinguible del hombre, que nace de su perfectibilidad y la desarrolla a su vez». He aquí, por tanto, que un alpinista pirenaico nos sirve en bandeja la fórmula secreta para que ya no haya pirineos, esta vez no entre Francia y España, sino entre la ética del ser y del tener. No hay, en efecto, Pirineos entre ambas éticas desde el momento mismo en que un capitalista español, que los beatos del ser clasificarían sin duda como un arquetípico representante de la presunta ética del tener, o sea del mal llamado ‘individualismo posesivo’, pone tal párrafo del alpinista pirenaico como lema simbólico de su espíritu y como alegoría del impulso motor de sus propios afanes lucrativos, pues, a la vez, el temple anímico del alpinista físico para no desfallecer, la bella fortaleza de quien se sobrepone al sufrimiento, la generosidad ‑como dice De Carbonnieres‑, supongo que de espíritu y de cuerpo, en no escatimar esfuerzos, el hondo y prolongado aliento ante la dificultad, etcétera, etcétera, serían sin duda virtudes que no podría por menos de elogiar incondicionalmente la ética del ser, dado que en ellas no hay ningún contenido atribuible al tener, sino que todo su valor consiste en la manifestación de la estatura y calidad de la persona misma. Mas lo que ocurre es que aquí ni la ética del ser ni la del tener son tales éticas, sino tan sólo dos variantes pretendidamente opuestas pero en el fondo perfectamente conciliables, a través del alpinismo pirenaico, de la misma detestable estética. Hubo sin duda, antaño, como mostró Max Weber, una auténtica, aunque tenebrosa, ética del capitalismo o liberalismo, o sea del mal llamado ‘individualismo posesivo’, pero que mientras fue, por siniestra que fuere, verdaderamente una ética en el sentido más grave y operante, se guardó bien de incurrir en cualquier clase de autocomplacencia estética. El liberalismo militante del primer capitalismo que nos presenta Weber se habría indignado contra la blasfemia de quien osase proponerle algún motivo de comparación entre la terrible seriedad que ponía en sus negocios y los extravagantes e improductivos ocios de un alpinista pirenaico, que Benjamin Franklin (y tanto más si conociese el precio escandaloso del sofisticadísimo aparejo que requiere el más mediano rampamontañas de hoy en día) habría arrojado, sin contemplaciones, entre las «disipaciones que nada producen» de su Libro del hombre de bien. Sólo con el liberalismo triunfante del capitalismo post‑revolucionario, del liberalismo actual, e irónicamente conforme iba cerrando las puertas a los últimos alpinistas del furor del lucro, a los llamados self‑madelman, empezó el liberalismo a permitirse adornar su propio impulso y el espíritu que alienta sus acciones con esa literatura narcisista del amor al riesgo y a su belleza deportiva. Pero la movilización de esta estética deportiva, alpinística o de cualquier deporte, a favor de la emulación capitalista, del puro furor del lucro, por ideológica que pueda ser en su intención apologética, también nos dice una verdad fundamental. En efecto, la actuación del alpinista, como la ética del ser, y como el propio verbo ‘ser’ que la define, se caracterizan por ser intransitivos. Y es muy probable que sea precisamente esta intransitividad, este no tener objeto, lo que alimenta la secreta autocomplacencia estética que impulsa a la devoción del ser a pretenderse y despacharse como ética. Sin embargo, al corregir la expresión ‘individualismo posesivo’ por la a mi entender más propia de ‘individuo adquisitivo’, no sólo no he eliminado la indiscutible transitividad del verbo ‘poseer’ ‑equivalente a la de ‘tener’‑, sino que he reemplazado el discutible verbo por otro, si es que cabe hablar así, todavía más fuertemente transitivo, como es el de ‘adquirir’. Por otra parte, al capitalista empresarial le cuadra aún otro verbo inapelablemente transitivo: ‘producir’. Siendo esto así, ¿qué clase de verdad es la que pretendo que nos está diciendo Termes al proclamar como ética o como estética del capitalismo o liberalismo la alegoría del alpinista pirenaico, una actuación eminentemente intransitiva? ¿Cómo pretendo que se encierre una verdad en proclamar la intransitividad del impulso adquisitivo o productor? Y, sin embargo, pienso que es precisamente la afirmación contradictoria de semejante intransitividad la verdad que, queriendo o no queriendo, nos está diciendo Termes. Veámoslo: nadie puede negar que los verbos ‘adquirir’ y ‘producir’ son dos verbos irreductiblemente transitivos. No hay ‘adquirir’ sin que se adquiera ‘algo’, no hay ‘producir’ sin que se produzca ‘algo’. Es en la relación del sujeto que se hace agente de esos verbos con ese ‘algo’ exigido por su transitividad donde hay que buscar la actitud capaz de convertir en intransitivo el impulso que los mueve. Pues bien, es la total indiferencia de la naturaleza específica del ‘algo’ que se proponga como objeto del ‘adquirir’ o del ‘producir’, indiferencia por la que se define la relación y la actitud del sujeto capitalista con su papel de agente productor y con el ‘algo’ producido, lo que convierte en intransitivo el impulso adquisitivo o productor. El estímulo del beneficio, en cuanto por definición es indiferente a la especificidad del objeto producido, es un estímulo autoreferente y, por tanto, intransitivo. No otra cosa significa la concepción del beneficio como fin en sí mismo. Si recordamos ahora la cita inicial, que declaraba como «común a todo credo liberal» «la convicción moral de que el individuo es un fin en sí mismo» y la completamos con otra del mismo autor y el mismo texto, que dice como sigue: «autores como M. Rothbarth, D. Friedman o E. Mack […] elaborarán los fundamentos de un nuevo egoísmo moral: la visión del individuo como único beneficiario de sus acciones y dotes naturales», vemos muy bien en qué punto se concilia la moral del «individuo como fin en sí mismo» con la ética frankliniana del «beneficio como fin en sí mismo»: en la actitud autoreferente, reflexiva, autoredundante que rige los impulsos del sujeto capitalista en cuanto agente productor, lo que, como pienso haber mostrado, se manifestaba en la indiferencia de la índole específica del objeto producido, lo que traía consigo ese rasgo que, metaforizando no pienso que abusivamente su valor gramatical, he designado como ‘intransitividad’. Pero veamos ahora cómo esta misma intransitividad es predicada al otro partenaire de la producción liberal‑capitalista, o sea el obrero. El otrora reverendo señor párroco de esta modesta parroquia en que él mismo se empeñó en convertir la antigua Cristiandad, con ocasión de uno de sus primeros viajes a ultramar, ante un multitudinario y fervoroso público de obreros apretujados en las gradas del inmenso estadio futbolístico de la ciudad de Puebla, tercera población de la república de México, y aprovechándose indecentemente de un auditorio para el que el trabajo no se oponía precisamente al ocio, sino al paro, no tuvo empacho en derogar ‑tal vez fundándose en la autoridad de las atribuciones evangélicas conferidas a su predecesor: «lo que desatares en la tierra, será desatado en el cielo»‑, en derogar, decía, la maldición divina, proclamando literalmente en castellano: «¡El trabajo no es una maldición! ¡Es una bendición!». Con lo que al mismo tiempo ‑dicho sea de paso‑ invertía también diametralmente un pasaje evangélico, incitando a los obreros a que en adelante se afanasen por qué comer y con qué vestirse, que ahora serían el reino de Dios y su justicia lo que se les daría por añadidura. Ciertamente hay muy poco contenido en la diferencia de que el trabajo sea una maldición o una bendición. Apenas si puede ser una consigna, pero una consigna que induce una actitud. Y nunca ha sido tan necesaria como hoy precisamente esa actitud inducida en la concepción judeo‑cristiana del trabajo como una maldición. Quien la deroga lo que hace es tratar de sofocar las últimas reservas de sospecha y de desconfianza frente al trabajo en sí mismo y por sí mismo; quien la proclama como una bendición lo hace bueno en sí mismo y por sí mismo, esto es, al margen de su necesidad y su sentido; lo hace bueno con total independencia de la índole específica del objeto producido, indiferentemente bueno respecto de la concreta especificidad de ese objeto mismo, o sea, finalmente, bueno como pura actividad intransitiva, precisamente tal como resulta siempre bueno para el empresario. Pero si nada hay más dudoso y más necesitado de revisión que el contenido del trabajo, que la diversa naturaleza de los distintos objetos producidos bajo el triunfante imperio universal del liberal‑capitalismo, nadie es más sospechoso que el que incondicionalmente lo proclama como una bendición. Si en el mundo del despilfarro, de la constantemente renovada producción de armamentos, de formas de riqueza cada más aterradoramente redundantes, en cuanto cada vez más incapaces de un auténtico socorro a la necesidad, se ensalza el trabajo en sí mismo y por sí mismo, o sea bajo su forma intransitiva, se acalla precisamente la pregunta más importante que habría que hacer una vez y otra vez sobre el trabajo: ¿para qué? Es cierto que esta pregunta ya está cotidianamente amordazada por la perentoriedad inaplazable del afán de cada día, y millones de humanos tienen que aceptar sin más preguntas indistintamente el puesto, tanto si es para hacer unos zapatos, una ametralladora, una manta, una guitarra o un sofisticadísimo aparejo de alpinista para que alguien se ‘autorealice’ en una cima pirenaica o precipite de la granítica pared para esparcir sus sesos al fondo del abismo. Y, dicho sea de paso, esta misma constricción ‑violencia‑ del mecanismo, que impone aceptar cualquier puesto de trabajo al margen de toda posible discusión de su objeto y contenido, convierte aún más en ofensivo y sangriento sarcasmo exaltar el trabajo como una bendición. Es cierto que es así; que no se puede preguntar condicionalmente por el contenido del objeto a producir, pero al menos la concepción del trabajo como una maldición era el lugarteniente, el vigilante que mantenía siempre en el aire, no respondido pero por eso mismo no cerrado, ese cada día más justificado y necesario para qué. Pero no es sólo esta intransitividad particular tal como se manifiesta en el terreno concreto de la producción liberal‑capitalista, y que, por lo demás, ha sido ya señalada muchas veces con las formulaciones más diversas, lo único que yo quería poner de manifiesto aquí –y aunque esto tampoco quiera decir que considere ocioso volver una y hasta cien veces más sobre la pregunta del para qué del trabajo, de su concreto contenido, de la naturaleza de sus producciones en cada caso singular, y suscitar sin tregua la apremiante necesidad de la pregunta: ¿para qué? Lo que yo más especialmente quería señalar era cómo el reflejo de la intransitividad nacida en tal terreno se proyecta y se expande sobre la generalidad de toda actividad humana y aun sobre las propias representaciones, éticas o estéticas, que los sujetos mismos hacen de su acción, acción que la intransitividad misma va convirtiendo en pura, cruda y desnuda agitación. Hasta las detestables novelas policíacas que yo suelo leer, como únicas capaces de propiciarme el sueño, aportan algunas veces sin quererlo momentos ideológicos que otras literaturas más alerta y consciente de sí mismas no dejarían pasar con la misma transparente ingenuidad. Pues bien, en una de estas novelas, titulada Otoño temprano y escrita por un tal B. Parker, un bondadoso detective privado sentía de pronto un impulso de piadosa simpatía hacia un arisco muchacho marginado a punto de perderse y, no recuerdo si a través del pago de una multa o la deposición de una fianza, lo obligaba a un agradecimiento, que el muchacho, aunque de mala gana, concedía; aprovechándose de esta casi forzada situación, el detective, en sus afanes salvadores, adoptaba enseguida una actitud pedagógica con el joven. En dos palabras, siendo él mismo adicto al ejercicio de pesas y viendo que el muchacho estaba muscularmente bien conformado, lo invitaba a tomar las pesas y a aplicarse a los mismos ejercicios; pero, como el muchacho seguía mostrándose renuente y displicente ante los afanes pedagógicos de su protector, he aquí, literalmente transcrito, el diálogo que surgía entre uno y otro: Detective: Tienes edad suficiente para empezar a ser una persona. Y también para asumir algún tipo de responsabilidad con respecto a tu propia vida, y yo te voy a ayudar. Muchacho: ¿Qué tiene que ver el levantamiento de pesas con todo lo que acaba de decir? Detective: No importa en qué seas bueno; lo que importa es el hecho de que seas bueno en algo. Si, tal como yo pienso, es la literatura más barata la que mejor y más transparentemente refleja la ideología vigente en el común de una sociedad, he aquí ilustrado del modo más paradigmático hasta qué punto el signo de la intransitividad ha penetrado en la propia moral particular de las personas. En efecto, ese «tienes que ser bueno en algo; en qué lo seas no importa» no podría expresar más rotundamente de qué modo la propia ética particular del individuo participa de la total indiferencia del contenido específico del objeto de su acción que, como he dicho más arriba, caracteriza al sujeto productor capitalista en relación con el objeto producido. Siempre habría, pues, en general un ‘algo’ que precede al ‘qué’, y que pretende ser más sustantivo, si se me admite la expresión, que cualquier ‘qué’ por el cual se determine, como si le hubiese robado anticipadamente la sustantividad que sería propia de su determinación. La mejor representación de ese vacío capaz de justificar el objeto que lo llene, cualquiera que pueda ser su concreción en su naturaleza de implemento, es la de una caja. Para aislar esta figura de la caja con la mayor precisión, comparemos la idea de ‘caja’ con la de ‘estuche’. ‘Caja’ es el término no marcado y por tanto comprende también a ‘estuche’; pero la marca distintiva del estuche frente a la caja en general consiste precisamente en ser necesariamente posterior y para el caso respecto del objeto concreto que está destinado a contener; el estuche reproduce incluso, con frecuencia, en negativo, o sea en vaciado, la forma de ese objeto, tal como el guante reproduce en vaciado la forma de la mano. Quedémonos, así pues, con lo que la caja no tiene estuche; esto es, con la caja que se anticipa a la naturaleza concreta de cualquier objeto que acabe por llenarla. Esta es la caja que representa bien la idea de ese ‘algo’ que es ya por sí mismo anticipadamente sustantivo al margen de cualquier ‘qué’ determinado. Esta caja no está motivada porque haya o figure un objeto concreto que la llene, sino que es ella misma el punto de partida; el impulso activo que promueve la producción de un objeto cualquiera destinado a llenarla justificando a ésta tan sólo por la mera función de satisfacer la demanda de llenar la caja. Ahora, en fin, parece que vivimos en un mundo en que no son las cosas las que necesitan cajas, sino las cajas las que se anticipan a urgir la producción de cosas que las llenen. Pero esta dramática situación de las cajas vacías que hay que llenar ya la conocíamos en varías cosas de origen, en principio, bastante más inocente. Pongamos, por ejemplo, el compromiso diario de un periódico que cada día, ocurra lo que ocurra, está obligado a llenar 16, 32, 64 o mayor número de páginas, siempre que sea un múltiplo de 16 o, en el mejor de los casos, por lo menos de 8. Ya conocemos los argumentos de los periodistas sobre la gran elasticidad tipográfica de un periódico y sobre la aún mayor libertad de juego que le permite la inclusión de la publicidad. Pero, con todo, nos queda siempre la convicción de que un periódico verdaderamente transitivo, realmente determinado por su objeto, por las cosas de las que pretende ser función, o sea, las noticias, tendría que tener un día 11 páginas y cinco octavos de página, otro, treinta y una páginas y un tercio, y, en fin, un día excepcionalmente feliz, aparecer en los quioscos y ser puesto a la venta bajo el mismo título y con el mismo precio, con todas sus páginas en blanco y sólo este mensaje en la portada: «¡No hay novedad, buena noticia!». Un mensaje, por cierto, que también notificaría, de modo implícito, el renacimiento de la transitividad. En fin, como ejemplo de inmensa caja vacía, tan inmensa como del orden de los cientos de miles de millones de pesetas, fue la Exposición Universal de Sevilla en su autoproclamado aspecto cultural. Pabellones, auditorios, sofisticadísimos sistemas de proyección audio‑visuales se programaron y se proyectaron con entera independencia y con indiferente e incalculada anticipación respecto de cualesquiera contenidos culturales capaces de justificarlos. Aforada a priori su capacidad total en número de espectadores y establecido a priori el número de días que el festejo tendría que durar, fueron fijados en cincuenta mil los actos culturales que había que organizar. Dejando al margen la cuestión de que la noción misma de ‘acto cultural’ es, culturalmente, bastante repelente y casi lleva en sus entrañas el germen del relleno y por lo tanto, el correlato de un vacío que ya estaba ahí ‑de una caja vacía‑ que estaría destinado a rellenar, aparte de esto, digo, jamás hubo en el mundo, que yo sepa, cincuenta mil actos culturales ya prefigurados que se hallasen en vigente demanda de una sala‑auditorio que les diese cabida y cumplimiento. Y así fue necesario inventárselos para el caso y con arreglo a las gigantescas proporciones espacio‑temporales de la caja vacía que era preciso rellenar. Después, por colofón, terminado el festejo y vacante la gran caja sevillana, surge la necesidad de seguir justificando las infraestructuras no perecederas, y las autoridades se devanaron la cabeza con el posible destino que en adelante se les podría dar. En efecto, el anteproyecto denominado Cartuja noventa y tres no es sino la segunda parte, ‑que aún dura, 2013‑, del imponente efecto de succión que el horror al vacío de la gran caja vacía sevillana ejerce sobre las imaginaciones oficiales: ¡Había que llenarla nuevamente sea como sea, con cualquier cosa que sea y a costa del despilfarro que haga falta!
Posted on: Sun, 21 Jul 2013 16:12:01 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015