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APUNTES PARA EL PROLOGO, O UN BORRADOR PARA EL EPILOGO Tenía la intención de escribir algunos apuntes para el prólogo. Pero la tarde es hostil, llueve y hace frío. Y además, hay una señal preocupante: las perras se me han arremolinado, pegoteándose, como sucede cuando advierten que algo no está bien, o que una enfermedad me aguarda, sin que aún lo sepa. Suelen ser proféticas, las muy cretinas, así que las espanto: - ¡Juira! ¡Juira, pájaras de mal agüero! No se van. La otra señal que me advierte malestares futuros es que cesen las ganas de fumar, que siempre me acompañan. Por las dudas, prendo un cigarrillo. Pero sigue lloviendo. Y parece que el clima es más auspicioso para un epílogo que para un prólogo. Igual voy a escribir el borrador de las dos historias que había pensado, creo que me pueden servir, tanto para la inauguración como para la despedida. La dos crónicas se refieren a la edad. Una, a que ya no tengo once años. La otra, es que voy a cumplir los cien. Vamos en orden, aunque me cueste tanto. Cuando tenía once, doce años, me deleitaba una fantasía. Todavía no sabía qué era el masoquismo, pero no creo que se trate de eso, sino de un placer relacionado con la venganza. Soñaba que me moría. Que estaba en el ataúd, rodeado de padres, parientes y amigos. Y que todos lamentaban mi pérdida. Se acusaban a sí mismos de no haberme comprendido, tenían el definitivo castigo de la culpa y la pérdida de algo tan valioso. Soñaba que revivía, como si me despertara, y los perdonaba a todos, porque al final habían reconocido mis méritos. Pero cuando de verdad me despertaba, lo único que me aguardaba era el café con leche y la penosa obligación de ir a la escuela. Dije también que voy a cumplir cien años. No es algo inmediato, no se trata de una profecía, tampoco de una amenaza. Simplemente es una decisión que he tomado y que voy a cumplir. Y la he tomado con toda seriedad. Me cuido de todas las cosas que hacen mal. Por de pronto, de la vida sana, que es muy insalubre. Ni se me ocurre el vandalismo de salir a correr, algo que además de infartos posibles, produce inevitables gorduras y calvicies, como puede fácilmente comprobarse si se observa a los gorditos pelados que trotan por Palermo. Me niego firmemente a hacerme Los Análisis que me piden los médicos, ya que exaltan las enfermedades que pronostican. Ni se me pasa por la cabeza ingerir esas porquerías que carecen de grasa, aceites o frituras. Lo que hace mal es comer lo que a uno no le gusta. Puedo sacrificar, eso sí, los cigarrillos de chocolate, que tanto me gustaban cuando era chico. Son los únicos que hacen mal, y además ya no los fabrican. No es que no tome en cuenta las advertencias contra el tabaco. Leí que cada cigarrillo acorta una hora la vida. No soy bueno con las matemáticas, pero el cálculo de que ya he fumado, a razón de un promedio de treinta diarios durante medio siglo, me indicó que debería haber muerto diecisiete años antes de haber nacido. Igual, no soy tan obtuso. Tomo en cuenta las estadísticas que conozco. Tres de mis amigos murieron de enfisema. El 100%, es decir, los tres, habían dejado de fumar veinte años antes de su fallecimiento. Y está probado que fumar fue la causa. Por lo tanto, y nadie podrá decir que es arbitraria una decisión basada en las estadísticas, al día siguiente a cumplir mis ochenta años, dejaré de fumar, para asegurarme de llegar a los cien. Dejé, para el final, lo más trascendente. Estoy absolutamente convencido que lo peor para la salud es tomarse en serio. Espero que me perdonen la solemnidad de lo que sigue. Hace un tiempo logré, no del todo, pero me acerco, ser más tolerante. Empecé por lo más fácil, que es tratar de entender y no juzgar a los demás. Y después me animé a afrontar lo más complejo: tratar de tolerarme, de no juzgarme con tanta severidad, comenzando por los defectos y siguiendo por los pecados que pueden perdonarse, que no son todos, claro, pero son la mayoría. Ayudado por los años, creo que aprendí a sacudirme los fanatismos, a mitigar las pasiones que no valen la pena, y a cuidar solo aquellas las que hacen que la vida merezca ser vivida. Releo lo que acabo de escribir, y admito que más que solemne parece un manual de autoayuda. Pero sigo. Nunca deseé, con la tenacidad imprescindible para conseguirlo, tener éxito. Viví, de cerca, las molestias que ocasiona. Pero tardé en darme cuenta de que los fracasos, además de una desgracia, pueden ser una oportunidad. Sé que no es fácil ni cómodo abandonar el orgullo herido, o pensar que la culpa, si es que hay alguna, la tienen los demás. Que no es imposible, pero que se trata de algo improbable, que nos haya derrotado una conspiración de mediocres y resentidos. Por suerte eso ya lo había comprendido hace unos diez años, cuando se estrenó “India Pravile” que filmé creyendo que iba a ser mi última película. Que lo fue, pero no por las dramáticas razones que yo creía. Su título, hermético y difícil de recordar, respondía al propósito deliberado de hacer una película sin ninguna concesión comercial. La historia permitía la imprudencia. Se trataba de un viejo resentido que quería suicidarse, pero que era tan inepto que su nieto tenía que ayudarlo. Como dice el tango, “fue a conciencia pura”. No se trataba de una insolencia juvenil. Había realizado una docena de películas, siempre buscando qué es lo que podía gustarle a los demás, y tenía el derecho de filmar una que le interesase a ese crítico feroz que me había perseguido desde mis comienzos, que era yo mismo. Pretendía, entonces, filmar una película que a mí me gustara ver. Y lo logré. Fue, lo sigue siendo, la única que me gusta sin tantas vacilaciones. Pocas de las anteriores me conforman parcialmente, otras logré olvidarlas. Este prólogo es necesario para que se entienda lo que sigue. Que fuera una película, por su título, por su tema, por el elenco sin estrellas, destinada a una minoría, era algo tenía previsto. Lo que me sorprendió fue lo acentuado de la minoría. Al día siguiente del estreno, pasé por una de las pocas salas en la que se había estrenado, para ver la reacción del público. Fue en la primera función, que ya se sabe que es poco concurrida. Pero no tan poco como con mi película: había un solo espectador. Cuando me fui, conmigo se retiró de la sala el cincuenta por ciento de los espectadores. Lo llamé al productor ejecutivo de la película, para ponerlo al tanto: - Guillermo, estamos batiendo todos los récords de inasistencia de público. Pude reírme de lo que en otro momento me hubiera hundido en la tristeza. Hacía un buen rato que sabía que no tenía once, doce años, y que no podía castigar a los demás con mi dolor. Recordé la historia aleccionadora que me había contado Josesito Martínez Suárez: Fue a despedirse de un gran amigo, que agonizaba en su casa. Para espantar la tristeza, le hizo un jocoso comentario al moribundo, que siempre se había esmerado por su apariencia. Le reprochó que la desprolijidad de no haberse afeitado. Cuando llegó otro amigo se fue, para no molestar, y prometió volver al rato. Cuando retornó, su amigo acababa de morirse. Su mujer le preguntó de qué habían hablado. - Nada, de pavadas. ¿Por qué? - El sabía que le faltaba muy poco, y no sé de dónde juntó la fuerza. Pero pidió su brocha, su navaja y el jabón, Y se afeitó… ¿Te das cuenta? - Por supuesto. El sabía que hay que mantener la elegancia, y sobre todo, en los momentos importantes. Aquel día, para mí, con ese único espectador de mi película, fue uno de esos momentos importantes. No podía permitirme la desprolijidad de buscar excusas. Podía encontrar muchas, es cierto, pero sabía que todas eran irrelevantes. Tampoco podía cometer la falta de elegancia de echarle la culpa a los críticos o a la ignorancia del público. Había hecho la película que quería hacer, la que me gustaba y aún me gusta. Lo verdaderamente grave, lo que no tenía solución, era que lo que a mí me gustaba no atraía a los demás. Carecía de ese don que pocos poseen, esa comunión de gustos que tienen con las multitudes. Cuando lo supe, tanto por convicción como por prudencia, no refugié en el resentimiento, la envidia ni la autocompasión. Los tres defectos suelen ser muy molestos para los demás. Y para el que los practica, son devastadores. Me afeité, me peiné y empecé a salir de cuadro. Con la elegancia que me enseñaron, sin melancolías ni remordimientos. De la hoguera quedaron algunas brasas, que sigo soplando, de vez en cuando, para que no se apaguen. Enseño lo que puedo enseñar, me alegro de cuando veo películas que me gustan. Porque el cine, del todo, no se va. Poco después de aquel tropiezo, pudimos venir a vivir al lugar que habíamos elegido cuando nos casamos. Lejos de la ciudad prepotente, con árboles, pájaros y lejanos vecinos, muy amables. Si antes caí en la solemnidad, y luego imité a un manual de autoayuda, ahora me animo a la siguiente cursilería: Quise que ese alejamiento no fuera un atardecer. Era posible, y lo fue, tomarlo como un amanecer. Haber dejado de filmar era triste, pero también me ofrecía una oportunidad. Intentar otras aventuras, imaginar otras metas. Decidí ser feliz y lo soy. Lo comparto con mi mujer, con mis hijos, con mis nietos y mis cinco perras. Pude emprender aventuras que me parecían imposibles, como aprender a trabajar la madera. Y puedo decir, ya que somos pocos, algo que callo cuando hay micrófonos. Las desilusiones políticas las remendamos volviendo a los orígenes, aunque se hayan atenuado las pretensiones de cambiar el mundo. Colaboramos con los que tienen la energía de embarrarse los zapatos en las villas, sin hacer alardes que publiciten su solidaridad. Mis primeros y rudimentarios trabajos de carpintero aficionado fueron unas mesas y varios bancos que hice para un merendero. Se lo he dicho solo a mis amigos, que saben que es cierto. Siento que son más útiles, y me dan mucho más orgullo, que cualquiera de mis películas. Desde hace unas semanas me animó la idea de soplar esas brasitas que me quedaban. escribiendo mis recuerdos. Tuve que reducir eso de “pinta tu aldea, y serás universal”. Si aldea es la metáfora de algo pequeño, conmigo se quedaron cortos. La mía es minúscula. Mi aldea soy yo, es mi historia, lo que me agrada recordar. Mi capacidad de escritor, si es que tengo alguna, es meramente decorativa. Se limita a adornar lo que he vivido. Me cuesta imaginar mundos ajenos. Pero sé que la autorreferencia suele ser tomada como la vanidad de creerse importante para lo demás. Y es razonable que las memorias se admitan cuando las escriban aquellos que fueron trascendentes. Lo sé, lo comparto, y trato de que se me perdone la petulancia de ser mi personaje. Me tomo en broma, hago malabares para que suprimir los “yo” que inevitablemente inundan mis relatos. Aún así, entiendo que sean irritantes. Tal vez eso es lo que esté lastimando a este libro abierto que estoy publicando. O por ahí, sucede algo más grave. Que me hace recordar a India Pravile. Porque el último relato, el que más me gustó, fue el que menos lectores tuvo. Mis perras siguen sin alejarse. Una me aplasta los pies, otra me saca, con el hocico, las manos del teclado. Puede ser que requiera mimos, y que me pida que deje de escribir. La otra no me quita los ojos de encima. Y las dos que quedan simulan dormir, esperando su turno para acercarse. Como ya les conté, ellas advierten los malestares antes que se presente. Y sospecho que se trata de la enfermedad que ya tuve, la que he convocado con estos textos. Ya se hizo de noche, y tendré que esperar hasta mañana para ir a comprar la maquinita de afeitar. Por si la necesito. Si es así, y estos borradores no sirven para el prólogo, y anticipan el epílogo, que se lean con sonrisas, por favor. Mario Sabato
Posted on: Mon, 16 Sep 2013 05:49:11 +0000

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