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AUTOR: CELLYTA G. (La historia no me pertenece es propiedad de Sarah J. Maas y los personajes de Candy Candy le pertenecen a Mizuki e Igarashi) Capitulo 1 Tras un año de esclavitud en las minas de sal en Endovier, Candy White había acabado por acostumbrarse a andar de acá para allá encadenada y a punta de espada. Había miles de esclavos en Endovier y casi todos recibían un tratamiento parecido, aunque Candy solía ir y volver de las minas acompañada por media docena de guardias más que el resto. Era de esperar, siendo como era la asesina más famosa de Adarlan. Aquel día, sin embargo, la aparición de un hombre de negro encapuchado la cogió por sorpresa. Aquello era nuevo. Su acompañante la sujetaba del brazo con fuerza mientras la conducía por el suntuoso edificio donde se alojaban casi todos los funcionarios y capataces de Endovier. Recorrieron pasillos, subieron escaleras y dieron vueltas y más vueltas para que Candy no tuviese la menor posibilidad de encontrar la salida. Cuando menos, eso pretendía el desconocido, pues ella se dio cuenta enseguida que habían subido y bajado la misma escalera en cuestión de minutos. También se percato de que la obligaba a avanzar en zigzag por distintos niveles aunque el edificio tenia una estructura de lo más corriente, una cuadricula de pasillos y escaleras. Pero Candy no era de las que se desorientan fácilmente. De hecho, se habría sentido insultada si su escolta hubiese escatimado esfuerzos. Enfilaron por un pasillo particularmente largo donde no se oía el menor sonido salvo el eco de sus pasos. Advirtió que el hombre que la agarraba del brazo era alto y estaba en forma pero Candy no podía ver los rasgos ocultos bajo la capucha. Otra táctica pensaba para confundirla e intimidarla. La ropa negra seguramente formaba parte de esa misma estratagema. El hombre la miro y Candy esbozo una sonrisa. El devolvió la vista al frente y la agarro del brazo aun con más fuerza. Candy tomo el gesto como un cumplido, aunque no sabia a que venia tanto misterio, ni por que aquel hombre había ido a buscarla a la salida de la mina. Tras una jornada entera arrancando rocas de sal de las entrañas d la montaña, verlo allí plantado junto a los seis guardias de rigor no la había puesto de buen humor precisamente. No obstante, había aguzado bien el oído cuando el escolta se presento ante el capataz como Albert Andley, capitán de la guardia real. De pronto, el cielo se había puesto más amenazador, las montañas habían crecido a sus espaldas y hasta la misma tierra había temblado bajo sus rodillas. Hacia tiempo que no se permitía a si misma probar el sabor del miedo. Todas las mañanas, al despertar, se repetía para si: "No tengo miedo". Durante un año, esas mismas palabras habían marcado la diferencia entre romperse y doblarse; habían impedido que se hiciera pedazos en la oscuridad de las minas. Pero no dejaría que el capitán averiguase nada de eso. Candy observo la mano aguantada que la agarraba del brazo. El cuero del guante hacia juego con la porquería de su propia piel. La muchacha era muy consiente de que, aunque solo tenia dieciocho años, las minas ya habían dejado huella en su cuerpo. Reprimiendo un suspiro, se ajusto la túnica, sucia y raída, con la mano libre. Como se internaba en las minas antes del amanecer y las abandonaba después del anochecer, rara vez veía la luz del sol. Por debajo de la mugre se asomaba una pial mortalemente palida. En el pasado había sido guapa, hermosa incluso, pero… En fin, aquello ya carecia de importancia. Doblaron por otro pasillo y Candy se entretuvo mirando el delicado forjado de la espada que portaba el desconocido. El reluciente pomo tenia forma de águila a medio vuelo. Al percatarse de que la chica observaba el arma, el escolta poso su mano enguantada sobre la dorada cabeza del pájaro. La muchacha volvió a sonreír. - Estasis muy lejos de Rifthold, capitán – le dijo. Luego carraspeo - ¿Os acompaña el ejército que he oído marchar hace un rato? Escudriño las sombras que escondían el rostro del hombre, pero no vio nada. Aun así, noto que el desconocido posaba los ojos en ella para juzgarla, medirla, ponerla a prueba. Candy le devolvió la mirada. El capitán en la guardia real parecía un adversario interesante. Quizás incluso mereciese algún esfuerzo de su parte. Por fin el hombre separo la mano de la espada y los pliegues de la capa cayeron sobre el arma. Al desplazarse la tela, Candy vio el dragón herádicode oro bordado en su túnica. El sello real. - ¿Qué te importan ti los ejércitos de Adarlan? – replico el. A Candy le encanto advertir que el capitán tenia una voz muy parecida a la suya, ría y bien modulada aunque fuese un bruto repugnante. - nada – contesto Candy encogiéndose de hombros. Su acompañante lanzo un gruñido de irritación. Cuanto le habría gustado ver la sangre de aquel capitán derramada sobre el mármol. En una ocasión, Candy había perdido los estribos; una sola vez, cuando su capataz eligió un mal día para empujarla con fuerza. Aun recordaba lo bien que se había sentido al hundirle el pico en la barriga, y también la pegajosa sangre del hombre al empaparle la cara y las manos. Era capaz de desarmar a dos guardias en un abrir y cerrar los ojos. ¿Correría el capitán mejor suerte que el difunto capataz? Volvió a sonreír mientras sopesaba las distintas posibilidades. - No me mires así – la advirtió el, y de nuevo posó la mano en la espada. Candy escondió su sonrisilla de suficiencia. Pasaron ante una serie de puertas de madera que habían dejado atrás hacia pocos minutos. Si hubiese querido escapar, le habría bastado con girar a la izquierda en el siguiente pasillo t bajar tres tramos de escaleras. El intento de desorientarla solo había servido para ayudarla a familiarizarse con el edificio. Idiotas. - ¿Cuánto va a durar este juego? – preguntó con dulzura mientas se apartaba de la cara un mechón de pelo enmarañado. Al ver que el capitán no respondía, Candy apretó los dientes. Enfilaron por un corredor de cuyo techo pendían varias lámparas de araña. Al mirar por las ventanas que se alineaban en la pared, descubrió que había anochecido; los fanales brillaban con tanta intensidad que apenas quedaban sombras entre las que esconderse. Desde el patio oyó el avance de los otros esclavos, que caminaban arrastrando los pies hacia el barrancón de madera donde pasaban la noche. Los gemidos de dolor y el tintineo metálico de las cadenas componían un coro tan familiar como las monótonas canciones de trabajo que los presos entonaban durante todo el día. El solo esporádico del látigo se sumaba a la sinfonía de brutalidad que Adarlan había creado para sus peores criminales, sus ciudadanos más pobres y los rehenes de sus últimas conquistas. Si bien algunos de aquellos presos habían sido encarcelados por supuestas prácticas de hechicería – cosa harto improbable, teniendo en cuenta que la magia había desaparecido de la faz del reino - , últimamente llegaban muchos rebeldes a Endovier, cada día más. Casi todos procedían de Eyllwe, uno de los pocos reinos que aun se resistían al dominio de Adarlan. Cuando Candy les pedía información del exterior, muchos se quedaban embobados, con la mirada perdida. Había renunciado. Candy se estremecía de solo pensar en los sufrimientos que debían de haber soportado a manos de los soldados de Adarlan. A veces se preguntaba si no habría sido mejor para ellos que la mataran… y si no le habrían convenido a ella también perder la vida en la noche que la traicionaron y la capturaron. No obstante, mientras proseguía su marcha, tenía cosas más importantes en las que pensar. ¿Finalmente se proponían ahorcarla? Se le revolvió el estomago. Candy era lo bastante importante como para ser ejecutada por el capitán de la guardia real en persona. Ahora bien, si pensaban matarla, ¿Por qué molestarse en conducirla antes a aquel edificio? Por fin se detuvieron ante unas puertas acristaladas en rojo y dorado, tan gruesas que Candy no alcanzaba a atisbar el oro lado. El capitán Andley hizo un gesto con la cabeza a los guardias que flaqueaban la entrada y estos golpearon el suelo con las lanzas a modo de saludo. El capitán volvió a aferrarla con tanta fuerza que le hizo daño. Tiro de Candy hacia si, pero los pies de la muchacha se negaron a moverse. - ¿Prefieres quedarte en las minas? – le pregunto el en tono de burla. - Quizá si me dijeseis a que viene todo esto, no me sentiría tan inclinada a poner resistencia. - No tardaras en descubrirlo por ti misma – contesto el capitán. A Candy comenzaron a sudarle las palmas de las manos. Si, iba a morir. Finalmente le había llegado la hora. Las puertas se abrieron con un crujido ante sus ojos apareció un salón del trono. Una araña de cristal en forma de parra ocupaba gran parte del techo y proyectaba semillas de diamante en las ventanas que se alineaban al otro extremo de la sala. - Aquí – gruño el capitán de la guardia, y la empujo con la mano que tenia libre. Por fin liberada, Candy tropezó, y sus pies encallecidos resbalaron en el suelo cando intento incorporarse. Miro hacia atrás y vio entrar a seis guardias. Catorce en total más con el capitán. Todos llevaban el dorado emblema real bordado en la pechera de los uniformes negros. Formaban parte de la guardia personal de la familia real: soldados despiadados y rapidísimos entrenados desde niños para proteger al rey con su propia vida. Candy trago saliva. Aturdida y acongojada, volvió a mirar al frente. Sentado en un recargado trono de madera de secuoya aguardaba un atractivo joven. Se quedo de una pieza al ver que todos le hacían una reverencia. Se encontraba antes el mismísimo príncipe heredero de Adarlan. Lilah_
Posted on: Sun, 04 Aug 2013 23:57:54 +0000

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