Al aire de la calle Conforme avanza el verano, la vida se instala en la calle, desplazándose el corazón de la ciudad de modo imprevisible del sol a la sombra, de la tarde a la noche, de las peatonales a las plazas de siempre, renovándose el cotarro callejero con salero e imaginación. Apretaba el sol del mediodía, cuando al cruzar el Boulevard, llamó mi atención una variopinta multitud absorta, disparando sus cámaras con avidez frente a un número de magia inverosímil: un hombre de aspecto hindú, en cuclillas, inmóvil, sostenía en la mano izquierda un palo de un metro sobre el que otro, sentado en la misma posición que el primero, reposaba en el vacío, como quien descansa sobre un diván, moviéndose ligeramente, para demostrar que estaba vivo. El espectáculo, sin altavoces ni palabras, se prolongaba más de lo que los músculos pueden soportar. No pude esperar el final. Viandantes y turistas de toda laya (se asombrarían, supongo, sin mostrarlo), disparaban sus chismes y desaparecían sin aplaudir, comentar ni abrir el monedero a tan insólitos funambulistas, malabaristas, lo que fueran, artistas en suma, condenados al ostracismo por un público distraído e ingrato, ignorante y engreído, como si los magos actuaran sin necesidad de sustento. Sólo unos niños y un señor mayor se acercaron al platillo, cuando la turba podría haberles dedicado una ovación. Al contemplar el entorno, pensé en Van Gogh, que no murió de hambre porque su hermano le pasaba una modesta asignación, que apenas consiguió vender un cuadro en toda su vida, y casi un siglo después, Los girasoles se subastaban en Londres por 25 millones de libras. Pensé en Einstein, quien después de resolver misterios profundos del universo, solicitó un puesto como profesor universitario y ue rechazado, luego otro como profesor de secundaria, y le rechazaron, de que se volvió a su trabajo de inspector de tercera clase.
Posted on: Thu, 08 Aug 2013 06:30:48 +0000
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