Aquí uno de los mejores Relatos!! Escritos Por Juan de Mata - TopicsExpress



          

Aquí uno de los mejores Relatos!! Escritos Por Juan de Mata Hernández DOMINGO DE RESURRECCIÓN Es Domingo de Resurrección. Los fieles conversan a rezos y saben porqué lloran. La Semana Santa termina caliente, agoniza entre coronas de espinas, palmas benditas y velones indecisos, saturada de recuerdos antiguos. La ciudad está sola, disfruta en bostezos el tranquilo beso del alba. Mucha gente ya rindió tributos al Nazareno de Achaguas. Otros regresan polvorientos de los caminos del monte. Duele los pies al pensar en los que caminaron noventa kilómetros a pie para pagar sus promesas, fueron a decir a Dios que el corazón sangra y no se ve. Duelen las manos al imaginar los gruesos clavos de la crucifixión atravesando con crujido húmedo la vertebrada línea de la vida, trae lágrimas que tuestan las mejillas. Hoy queman a Judas. Trabuco está en la plaza Bolívar, observa con desdén de loco la banda de pajaritos cabeza amarilla que ha regresado a comer brocitas secas de las flores de los samanes y los josefinos descarnados. Nadie lo acompaña, los transeúntes que buscan un banco para descansar rebotan en fuga cuando lo ven, les impresiona tanto su apariencia de pordiosero monumental como el extenuante tufo que exhala. Un Heladero extraviado del tiempo pasa tocando la campanita por no dejar, sin poder fracturar la misteriosa quietud. Trabuco regresa por un meandro de su memoria a la Semana Santa en que acompañó a Gorgonio Lupe a llevar la enorme cruz de madera, a pie, desde San Fernando hasta Achaguas, para no estar sin hacer nada y agradar al Nazareno. Ya a media mañana de marcha, Gorgonio Lupe huye de los rayos del catire, como le dicen los llaneros al sol, cerca de las once deja la carretera de fuego y va al florero gigante de una mata donde hay sombras y pájaros. Como buen cirineo lo sigue, y después acepta cuando Lupe le invita a quemar mafafa. ―Vamos a meternos un tabaquito para coger fuerza‖. Trabuco sonríe la reminiscencia, piensa en marihuana de la amarilla, en un pulmón que no se acaba. Una muchacha se exhibe lenta entre cayenas resecas, sueña con un paraíso que no está en la memoria, tararea una canción de la Billos Caracas Boys que la ayudará a casarse: “…Pedile a San Antonio que te mande un novio, todos los domingos, todos los domingos…” Cuando todo está en rígida calma baja completa la banda de pajaritos, unos cien negritos con sus capuchas araguaney y uno que otro tordito infiltrado. Si aparece alguna amenaza, el jefe de la banda emite un silbido trifoliado y toda se eleva ruidosamente hacia las copas de los árboles, como una falda de estrellas. Las campanas de la catedral dan las tres de la tarde. Los pájaros no se 8 alborotan sino cuando Trabuco, como estatua que de pronto despierta, se pone de pie enérgicamente, hace señas de avance a su perro y va a la Casa Parroquial, de donde vio salir hace rato al padre Francisco Daniel. Camina apartando un testículo periódicamente, mediante una sacudida breve de la pierna derecha, pateando cuadritos de luz, como asustando la sombra del pie. Cuando se propone ser grave, Trabuco es más alto, puede medir hasta dos metros, montado en las bototas con punta de hierro que le dieron en el depósito de Obras Públicas. Empuja suavemente la puerta y entra al patio encementado como Pedro por su casa. La trama del ambiente le hace suspirar. El aire es dulce y pestilente. Se pregunta en voz alta cuál es la relación entre el clero y el granito, mientras oye que sus pasos cloquean y cuentan las baldosas. El edificio tiene una crujía abierta en arcos escarzanos hacia el patio del mango, cuyo faralá da contra los aleros cuando el viento lo hace bailar. Recto al final está la habitación del Padre Francisco Daniel. A lo largo va observando del lado de la pared el ornato horizontal de relieves romanos, follajes y roleos, apoyados en capiteles de columnas con floreros vacíos incrustados. Un azulejo revolotea en lo alto del corredor y las arañas culonas entran en crisis, estremecen las telas tratando de escapar de su pico hambriento. Apesta a libros viejos en este lugar. Trabuco busca la llave en el porrón de empatados trocitos de obsidiana, sabe que el cura la esconde allí, entre las raíces de una ―corazón de hombre‖, la encuentra y abre la puerta. El perro ladra suave, diciéndole que no debe hacer eso. Trabuco lo ignora, entra a la habitación y va directamente al baúl de utilería, donde el cura guarda cuanto objeto cree que debe preservarse. Entre las vestiduras talares que consigue elige una de Nazareno, toda morado deslumbrante, casi negro, tiene un cordón blanco de borlas de pabilo escarchado en los extremos, maniobra y se la pone. Huele a naftalina agotada. Un algarrabo se escabulle pared arriba. Trabuco ensaya un arabesque de danza, se queda mirando su figura en el espejo del escaparate y de pronto revienta una composición híbrida, con movimientos clásicos de ballet, pasos cruzados de joropo y fin de claqué en trabajo de puntas con las bototas de obrero, hiriendo la alfombra, mientras alza los brazos tapándose las orejas y moviendo nerviosamente los dedos. El perro emite un ladrido que remata en fino mugido de flauta, haciendo enojar a Trabuco. — ¡Marica serás tú, perro coño! —exclama. Luego busca más en el baúl, sabe que meses atrás un artesano construyó para el cura una corona metálica de espinas con luces que funcionaban con un sistema disimulado de pilas chiquitas. Busca hasta encontrarla. Consiste en una especie de diadema con espinas tornadas que nacen de ella hacia arriba. Por detrás tiene una especie de pedúnculo prolongado que se levanta sobre la cabeza, terminando en un nenúfar 9 cuyos pétalos son bombillas planas que emiten una luz blanca, crean una aureola salpicada de polvo enérgico. Trabuco activa el mecanismo de encender y funciona, lo vuelve ángel. Por último dobla la sábana del cura y se la echa al hombro, como un manto, y sale de la habitación, erecto, grave, resplandecido. Cruza el patio, pasa por la sacristía y baja al sótano, donde los domingos se reúnen las mujeres de la Legión de María. Es un amplio salón con una iluminación pobre en lo alto, se ve los pies de los transeúntes de la calle de atrás de la catedral, dispone de ventiladores enormes en las paredes para aliviar el calor. Cuando Trabuco entra y sacude con estruendo la puerta tras de sí, nadie duda que es Jesucristo, aparecido en aquel Domingo de Resurrección. Lo parece. Es enorme, grave, barbudo, con el pelo acomodado en cascada, aquella aureola de mágico esplendor y aquel traje morado de santo. Es impactante el efecto luminotécnico y la marcha solemne que lo lleva frente al grupo, dejando ver una tristeza interplanetaria en sus pequeños ojos de víctima. Se escucha un inmenso ahogo contenido, el mundo se detiene, puede captarse la trova funeral de las chicharras, la conspiración secreta de los grillos. Algunas mujeres caen de hinojos automáticamente, empiezan a rezar en susurros, cada una por su lado, otras se desmayan, derribadas por la viva inspiración de la fe, y otras empiezan a llorar, suplican que les besen el alma. Montan un alboroto de fe exacerbada, sumándose finalmente a una prosternación colectiva. Una viejecilla, arqueada como un garabato, descubre de pronto que el gozo no es para otra gente, se acerca temblorosa a Trabuco, que le pone una mano en el chichón de la espalda y otra en la cabeza y la endereza. — Estas libre de pecados, mujer—. Expresa, Trabuco, en voz alta, clara y detergente. Las otras mujeres empiezan a gritar ¡milagro!, emocionadas, cuando el padre Francisco Daniel entra corriendo, desesperado por el abuso del loco. Le arrebata la sábana, le arranca la diadema de luces, trata de quitarle a jalones el traje de nazareno y lo saca agarrado por el caracol de la oreja hasta la casa parroquial. Voltea a ver que nadie le esté observando, le patea el trasero y, viéndole los ojos sin mirada, como un bicho asustado, le ordena arrodillarse a pagar la penitencia, rezando cien Padrenuestros y cien Avemarías.
Posted on: Mon, 01 Jul 2013 23:23:47 +0000

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