Bernocop, mi querido personaje Bernoco, inspirado en mí. >Brenoco - TopicsExpress



          

Bernocop, mi querido personaje Bernoco, inspirado en mí. >Brenoco es Jorge Bericat bueno, les pondré un tach: Bernoco (imperdible) y La Señorita Lina es Teresina, la mujer que amo, que está casada con otro... como siempre pasa en el amor :) obviamente :( va, copiar y pegar: """...porque si doña Maruca la escuchaba nuevamente en la habitación de su hijo, la enfrentaría cara a cara y tenía miedo de perder la compostura, según sus propias palabras. Seguramente, le daría una palizota que la seño no olvidaría en toda su vida y, según le dijo a su amado esposo, Bernoco; ella no deseaba escándalos y no quería hacer escenas en el pueblo, como para que luego su nombre corretee de boca en boca de todas sus amigas durante años, y que no la iba a buscar ahora mismo a la señorita Lina, por respeto a Carmen, que era su amiga; porque sabía que la señorita Lina era muy querida y respetada en la casona de Miroslav y sabía que Carmen no se lo perdonaría. Aunque en realidad, Carmen estaba en otro plano, enamorada de Juan, llevándole su botella de pernod y cantando feliz por las mañanas, de modo que muy poco le importarían las preocupaciones de la señora Bernoco. El hachero no tenía salida ante la sugerencia de su esposa, por lo que debía actuar en consecuencia y por ello, ante la imposibilidad de rehusarse, se decidió, sobrepasado por los hechos, a enfrentar la situación. Hablaría con la señorita Lina del asunto. Resolvió que la abordaría en la entrada de la iglesia, cuando ella llegara para dar su cátedra, ilustración y sabiduría en el recinto sagrado del aula de catequesis, que eran los tres primeros bancos de la Iglesia de Desmontadores; lugar, por cierto, al que Bernoco jamás había entrado. Tal vez lo hubieran llevado en su bautismo pero no había fotos de ningún sacramento ni ceremonia religiosa referente a Bernoco ni a su niñez. La clase comenzaba a las cinco pero, dada la impaciencia y la presión de su esposa, Bernoco llegó al templo a las tres de la tarde y al ver que no había nadie, decidió esperar a la señorita Lina en la vereda de enfrente. Divisó un banco, que se encontraba bajo la sombra de una araucaria de tronco bordó y frondosa copa, dentro de todo lo frondosa que puede ser la copa de una araucaria, e inmediatamente tomó posesión del cómodo y fresco lugar. A los cinco minutos, se sacó el sombrero, lo puso a un costado, cargó su pipa con sustancias del monte y comenzó a fumar tranquilamente mientras esperaba a la dama en cuestión. Su mente quedó más blanca, la parte interior, vacía, luego de aquellas primeras inhalaciones, ¿qué planta sería aquella?, le preguntaría a Frank, pero no ahora, en cuanto terminara el asunto de la señorita Lina iría a la chacra de Frank y le mostraría las hojas, que seguramente él sabría decirle el nombre de tal exquisita y fresca planta, por lo cual, al cargar su segunda pipa, guardó media hoja para mostrarle al botánico su descubrimiento de aquella mata color esmeralda que había encontrado en las laderas del monte San Marcelo. Mientras disfrutaba de la espera, pasaron dos o tres personas, de las cuales todas y cada una de ellas conversaron con él durante unos minutos y dijeron más o menos las mismas cosas: el tiempo, el calor, el frío, la lluvia, la nieve, el viento y también todas ellas lo saludaron amablemente antes de retirarse, pero ninguna de las personas le preguntó qué estaba haciendo allí, a la sombra de la araucaria, fumando sustancias del monte a esa hora insólita de finales de la siesta. Se estaba sintiendo incómodo porque seguramente ya se habría corrido la voz y en el pueblo se preguntarían qué estaba haciendo, qué trámite lo traía al hachero, qué tenía que hacer a la sombra de la araucaria, enfrente de la iglesia, fumando en su pipa sustancias del monte de un vegetal que ni siquiera el nombre conocía. Sintió deseos de fumarse también la hoja muestra, la introdujo en su vieja pipa de algarroba y la muestra se transformó en humo. Ya se imaginaba en boca de todos y le atacó un ataque de risa imaginándose a la gente que chusmeaba a sus espaldas y en ese entretanto se terminó la sustancia, y la pipa dejó de echar humo. Por suerte, a media cuadra y por la vereda de enfrente, divisó la figura de la señorita Lina que se aproximaba, cargada de libros y carpetas. Estaba vestida con un atuendo amarillo con algunas florcitas rojas bordadas en el cuello y llevaba puestos zapatos marrones de taco bajo. Él se puso el sombrero, cruzó presuroso la calle y se apersonó en la puerta de la iglesia, como cerrándole el paso. Pero, cuando ella se acercó con esos ojos grises de gata que tenía, él comenzó a tartamudear, como embrujado, un embrujo de ojos y no pudo de ninguna manera, por más que lo intentó, proyectar palabra alguna. Solo pronunció un tartamudeo grotesco que llamaba más bien a la risa. -Pase, Bernoco ¿Cómo está? –dijo la señorita Lina, mientras abría la puerta, absolutamente segura y dueña de la situación, con el hachero comiendo de su mano como mansa paloma de plaza. -Permiso –dijo Bernoco, recuperando el habla. A continuación se sacó nuevamente el sombrero de ala e ingresó al sagrado recinto. -Cierre, Bernoco, por favor. La señorita Lina siguió caminando hacia una pequeña habitación que había en el fondo, a un costado del altar. Entró, dejó allí sus libros y salió aireándose el cabello. -¡Uf! ¡Qué calor! Acérquese, Bernoco, por favor. Bernoco se había quedado parado en la última fila de bancos, a solo dos pasos de la puerta de entrada y aunque la señorita Lina lo había invitado a acercarse, no atinaba a dar un solo paso, no podía mover sus piernas y temblaba como una hoja mecida por un suave viento otoñal. Ante la sonrisa amplia de la señorita Lina, más una seña con la mano, Bernoco se animó a caminar en dirección al altar por el pasillo central, mientras se persignaba una y otra vez y además, el sombrero, que no sabía que hacer con él, que ya se lo había puesto y se lo había sacado más de tres o cuatro veces. ¡Para qué había traído el maldito sombrero! El lugar sagrado y fresco en penumbras, con todos los santos mirando sus movimientos, lo intimidaba tremendamente y lo ponía nervioso. Le temblaban las manos ¡A él! ¡Un hachero de los más valientes! ¡No lo podía creer! Pero su cuerpo no respondía, su voz no emitía sonidos y no sentía sus pasos mientras avanzaba hacia el altar imponente. -Venga, Bernoco –le dijo ella, tomándolo de la mano. Él se dejó llevar, como un ciego sigue a tientas un camino incierto guiado por un lazarillo que sí conoce bien el camino, dejarse llevar, parar de temblar, el sombrero. La voz de la señorita Lina lo tranquilizó, como tranquiliza el jinete al caballo brioso, con una voz que calma los nervios y da confianza. -¡Qué mano grande! La señorita Lina comenzó a acariciarle los dedos gruesos, grandes como nunca ella había tocado, percibido y que ni siquiera había visto nunca antes unos dedos tan colosales. Se demoró un buen rato acariciando los dedos, luego el brazo, el cuello. Después de unos minutos de tocar las manos sin que el hachero moviera un solo músculo, ni siquiera un pestañeo, pasó sus manos delicadas sobre la inmensa panza en movimientos circulares. Por lo menos, había dejado de temblar, ya se sentía mejor. Le desprendió el cinturón y metió sus manos finas entre las privacidades del hachero, e inmediatamente sintió su tiesa, vanidosa e hinchada extensión animal. Apareció por fin, el macho que había en él. La señorita Lina se excitó terriblemente al contacto de la saliente y le estampó un beso apasionado en los labios gruesos y rudos, curtidos por los fríos del monte, y mordió la piel del hombre sorprendido. El hachero reaccionó por un instante, se olvidó del lugar sagrado en que se encontraba y comenzó a deslizar su mano callosa entre la suave piel de la entrepierna hasta llegar al borde del final y se quedó allí, quieto, con su mano traspirada y temblorosa. Ella lo ayudaba, guiando sus manos aturdidas, a desprenderle su vestido amarillo con florcitas rojas bordadas por ella misma en las tardes de soledad. Luego la joven maestra de catequesis se quitó una prenda que llevaba, una blusa color fucsia que tenía puesta debajo del vestido amarillo de algodón puro perfumado a magnolias y a continuación, trató de colocar una mano del hachero sobre sus pechos. La mano de Bernoco cubría los dos pechos a la vez. Ella le sonrió mientras se desprendía el sostén, llevando las dos manos a su espalda en el clásico movimiento de soltar los breteles y dejó así su cuerpo a disposición del hachero. Él sintió allí un primer mareo. Ella le tomó la cara ruda entre sus delicados dedos y se la acercó para que succionara sus pezones erguidos de deseo. Sus pechos tiernos se sentían como las frutillas salvajes del bosque en el rocío de la mañana. Lo ayudó con paciencia al hachero que turulato y atónito había comenzado a temblar nuevamente en todo su cuerpo, aunque de todos modos ella, guiando sus groseros dedos, logró al fin que la despojara de la última prenda interior. La señorita Lina tomó ella misma esa pequeña prenda esencial, ya que ahora el temblequeo era superlativo y descontrolaba las manos temblorosas del hombre, y la seño perfectamente, aunque excitada, en sus cabales, con sus finos y rosados dedos, y mientras lo besaba, pasó la prenda perfumada por el rostro traspirado del hachero y la arrojó, y la prenda voló suave cual gaviota de color blanco en planeo hasta caer de a poco y en silencio a un costado del altar inmaculado. Le sacó inmediatamente toda la ropa al hombre en unos pocos segundos y quedaron los dos desnudos en la luminosidad sagrada del recinto que penetraba a través de los vitrales santos. La señorita Lina se separó del hachero y se recostó mirándolo sonriente, desnuda como estaba, provocadora y díscola, sobre el primer banco. Él había parado de temblar, tomó sus piernas, las levantó, las besó y lamió, perdió su cabeza por un momento y se lanzó como un perro olfateando la vulva húmeda y caliente, lo que los excitó aun más a los dos, de lo excitados que ya estaban, hasta que llegó un momento que parecía que ya no se podía lograr mayor excitación, y allí estaban, al final del preludio de manoseos, olfateos, lamidas y besos, los dos en un éxtasis, dispuestos a consumar el acto mientras los deseos de la señorita Lina pujaban por salir al exterior y su cuerpo escapaba de sus manos y no le respondía tratando de ser tomado y mandaba ahora el cuerpo, y la débil y enfermiza aunque osada carne tenía potestad sobre la mente. ¡El instinto superando la razón! Ella ya no aguantó más y se lo tomó con sus dos manos finas de pianista y trató de introducirlo despacio en su pequeño orificio, y en ese instante, en ese mismo segundo que hizo contacto piel con piel, el hachero se desmayó de placer, de miedo, de turbación, consternación, o azoramiento. Cuales quiera que fueran las causas ¡Cayó sobre ella sin sentido! El placer había superado su propio paroxismo, el plafón del hachero había sido colmado, rebasado y propasado. Su capacidad de raciocinio o de lo que fuere había fenecido, su mente había sido desbordada, lo que derivó en un sorpresivo desmayo, o una pérdida de conocimiento, o en el nombre que la ciencia quiera encasillarlo, y cayó de bruces en forma inesperada y abrupta, deslizándose como una gelatina viscosa desde el hermoso cuerpo de la señorita Lina hasta el piso encerado de la iglesia. Tal vez por haberse golpeado al caer o quién sabe las causas, tal vez su cerebro habría estallado, o alguna otra circunstancia, incidente, evento o acontecimiento cerebral, ya sea por el golpe, la emoción o por las dos cuestiones sumadas, descartando el humo antes inhalado, o por las tres cuestiones si lo tomamos en cuenta, Bernoco había quedado en el piso sin sentido, sin conocimiento, anulado, dormido ¡Como muerto! La señorita Lina, corriendo su suave cabellera descubrió su pequeña oreja y la apoyó sobre el pecho del hachero ¡No latía! Entonces la seño comenzó a soplar en la boca de Bernoco como le había enseñado Sor Josefín en el convento ¡Cómo soplaba Sor Josefín! Le vinieron los recuerdos del Colegio María Auxiliadora de Cañada Verde, y la señorita Lina no pudo menos que sonreír ¡La iré a visitar a Sor Josefín! Dejó de soplar, le dio unas patadas a Bernoco y se sentó al borde del altar. Entonces, lo que haya sido que le pasó, lo mantuvo sin sentido a este hombre por más de dos horas tirado cuan largo en el piso santo de la Iglesia de Desmontadores. Ella comenzó a caminar de un lado a otro hasta que recordó que Sor Josefín también introducía los dedos en la boca cuando enseñaba las técnicas de resucitación ¡Me daré una ducha! Se duchó tranquila en el pequeño cuarto adosado a la capilla y salió nuevamente al ruedo, ya más calmada y con su pelo mojado. Ingresó al sagradísimo recinto y justo en el sacrosanto altar, a su vera, devastado y tirado, liquidado, aun yacía Bernoco ¡Qué hago con este hombre! ¡Dios! La seño tomó sus ropas y se vistió tranquila, esperando la ayuda de Dios y de paso, dándole tiempo al hombre a que recobrara su compostura. Pasaron los segundos, los minutos, media hora, una hora. Bernoco yacía aun sin sentido en el piso, al lado del primer banco, desnudo. Lo arrojó, empujándolo y haciéndolo rodar como un tronco, intentando con todas sus fuerzas, tratando de despertarlo, hasta que el cuerpo del hachero quedó pesadamente en el piso, a un costado del altar antes referido, y ya desde esa posición, en aquel incómodo lugar, sobre el borde del primer escalón a noventa grados exactos donde había quedado como encajado; y ya no pudo moverlo porque, entre otras cosas y detalles, ¡el peso del hachero con su gran panza superaba la fuerza de la señorita Lina con creces! Tenía que solucionar el inconveniente de alguna manera porque, además de su prestigio y su reputación en juego, no podía permitir que los niños, que ya estaban por llegar, vieran a un hombre mayor, desnudo, tirado, como borracho, al borde mismo del altar, y ya se sabe que además de un asunto moral, a los niños no se los engaña fácilmente como la gente cree. ¡No había que perder un segundo! Así que, ¡arremangarse y actuar en consecuencia!, ¡no había alternativa! Primero le dio otras patadas con sus zapatos marrones de taco bajo, pero sus pequeños pies no hacían mella en el cuerpo curtido del hachero. -¡Pensar! ¡Piensa, Lina! ¡Piensa! –gritó con todas sus fuerzas. Su propia voz se repetía en ecos entre los santos. -¡Ayúdenme! ¡Y créase o no! La mente se le llenó de ideas maravillosas. Se acordó del bate de béisbol, propiedad del antiguo párroco ya fallecido, corrió a buscarlo, regresó presurosa y lo golpeó fuerte en el pecho, como quien aporrea un tambor, tomando el bate firme con las dos manos y pegando con toda su fuerza. Levantó y bajó en un frenesí de furia reprimida el bate y lo descargó impiadosa sobre el pobre hombre hasta que, cansada de golpear, dejó el bate a un costado y se sentó, transpirada, en el primer banco. Pensó que semejantes golpes tendrían que haber despertado de una buena vez al hachero, pero Rosamel Bernoco seguía allí, desvanecido, en el piso lustrado de la iglesia en penumbras. La señorita Lina cerró la puerta de la iglesia con la tranca de madera dura para tal efecto y regresó a sentarse en el primer banco a esperar que él despertara. Ya no sabía qué hacer, por lo que se quedó allí sentada, a la vez descansando mientras pensaba. Poco antes de las cinco de la tarde, habían pasado casi dos horas, le arrojó un balde de agua fría en la cara. Se había acordado que tal vez no sería agua común, porque mucha gente del pueblo decía que desde que había fallecido el párroco, que era el que realizaba la ceremonia de bendecir el agua, y que ahora, a falta de una persona idónea, el agua por sí misma, o por la gracia de Dios Padre, al entrar a la iglesia ya se transformaba en agua bendita. De antagonismos ya sabemos en Desmontadores, es decir que había otros pobladores que negaban la cuestión, que decían que el agua era agua común afuera y adentro, pero en cualquiera de los casos: ¡Aleluya! Bernoco recobró la compostura con el baldazo de agua fría. Entonces, el hombre se vistió de prisa y se retiró presuroso, casi corriendo del hierático lugar, mientras la seño lo corría golpeándolo con el bate, y él, desde la puerta, le dijo, con palabras entrecortadas, mientras retiraba la tranca de madera que fue el lugar donde al detenerse recibió más batazos, que sería su esclavo durante toda la vida, que ella sería su ama y que pidiera de él lo que quiera y, al final del discurso, pronunció algo, intemperadamente, sobre el amor, y de todas, esas fueron sus palabras más claras porque, aunque no se le entendía nada, lo del amor quedó muy claro. La señorita Lina le ordenó entonces arrodillarse ante ella y lo golpeó con todas sus fuerzas hasta cansarse. Cansada, arrojó el bate aun costado que fue a parar rodando a la entrada del confesionario. Estaba exhausta, agotada y se sentó al borde del último banco mientras Rosamel seguía de rodillas. Luego de unos minutos, ya sin saber qué hacer con su esclavo, la señorita Lina le ordenó que le arrojara besitos y ella a su vez lo saludaba sin levantarse del banco con la mano levantada y una sonrisa. ¡Se había divertido, eso seguro! A pesar de algún susto y ciertos malos ratos ¡Había estado bueno! Bernoco, retomando su postura erguida y aprovechando un pequeño descuido de al seño, dio media vuelta y salió corriendo sin mirar atrás olvidando su sombrero, y cuando presurosa la señorita Lina salió a la puerta para alcanzarle el viejo sombrero de paño azul, Rosamel Bernoco ya se había perdido de vista. Capítulo XV La vida en el pueblo seguía desarrollándose sin mayores contratiempos. Ya habían pasado unos cuantos meses desde aquel episodio que había tenido como protagonistas a la señorita Lina y a Bernoco, con su sorpresivo desmayo durante aquel interlunio extraño.
Posted on: Tue, 24 Sep 2013 03:00:29 +0000

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