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Buenas tardes: Nuevo relato... ¡Espero que os guste! Ahora lo cuelgo en la web... jesus-saldon EL ENFERMO TERMINAL QUE SIEMPRE SONREÍA El ala izquierda de aquella planta de hospital era la que ocupaban los enfermos terminales. Ardua labor llevaban a cabo aquellos médicos y enfermeros en unas jornadas laborales que debían mucho más a su humanidad que su obligación laboral. Era un trabajo duro, demasiadas lágrimas tenían que tragarse a cada instante, tan buenos profesionales eran. Enrique se sorprendió al visitar a Rubén. Por propia experiencia sabía que aquellos enfermos, a los que la mayoría de las veces se les omitía la cruda realidad; conocían casi por intuición, por instinto, o tal vez por una combinación fatal de ambas cosas, que la muerte rondaba cerca. Aquellos dolores persistentes, a veces atroces, eran tan sólo avisos de una muerte inexorable que se acercaba, a veces pausadamente, pero siempre sin remedio. Enrique, nuestro enfermero y protagonista, empezaba aquel lunes su jornada después de haber disfrutado de unos días de vacaciones. Acostumbrado a su labor, puso todo su empeño en hacerles más llevadero esos días finales a aquellos pacientes que siempre miraban con la resignación marcada en el brillo apagado ya casi de sus ojos. Cuando entró en la habitación se sorprendió al ver el rostro sonriente de Rubén. Tras entonar el “buenos días” de rigor, repasó el expediente de aquel enfermo feliz. No cabía lugar a dudas: El cáncer se había tornado en metástasis. Apenas le quedaban unos días de vida. Habló con Rubén y pronto descubrió a un hombre lleno de vitalidad, de coraje, de ganas de vivir. Cuando Enrique abandonó la habitación sintió esas mismas ganas. Al comentarlo con su compañera Martina recordó lo efímero de la vida, la aplastante realidad. Jamás acabaría acostumbrándose a la fatal enfermedad. -¡No ha parado de sonreír en todo momento! –Le dijo a Martina mientras tomaban un café. -Le ingresaron hace una semana. Todos estamos igual de sorprendidos que tú. –Le contestó Martina mientras miraba distraída su teléfono móvil. -Lo raro es que algo en mí me dice que sabe que ha venido a pasar sus últimos días en este hospital, que está desahuciado… -Dijo Enrique frunciendo el ceño al ver que su compañera prestaba más atención a los mensajes que a él mismo. -Perdona. –Le dijo entonces Martina dejando el teléfono sobre la diminuta mesa. –Me da mucha pena, sabes… Es que estoy acostumbrada a consolar, a intentar calmarlos y consolarlos. Me resulta extraño que siempre esté sonriendo. La conversación derivó hacia temas más profesionales si cabe, por lo que no vale la pena reproducirlos en tan escueto relato. Pero sigamos con la historia… Enrique siguió con su rutina diaria, unos días de guardia nocturna, otras en su horario habitual. Estaba confirmado: Rubén sonreía a todas horas, feliz, tranquilo. Tan sólo dejaba entrever alguna mueca cuando el dolor de aquel cáncer colosal conseguía romper por un instante aquella alegría tan irreal. Siguieron pasando los días… y el enfermo alegre empeoró día tras día. Nadie venía a visitarle y eso extrañó a Enrique. Por fin, aquel jueves se atrevió a preguntarle, con miedo de hacerle daño al recordarle su soledad: -Nunca recibes visita alguna y siempre estás sonriendo. –Le dijo el enfermero receloso, no muy seguro de sus palabras. -Tengo visitas las veinticuatro horas del día. No te preocupes, estoy bien. Tan sólo espero. –Fue la respuesta, acompañada por aquella sonrisa impertérrita, en un cuerpo cada vez más escuálido, seco, comido por la enfermedad. Pero aquella noche Rubén empeoró de manera alarmante, sus constantes vitales apuntaban a lo irremediable. Enrique tenía guardia esa madrugada y cuando pasaban unos minutos de las ocho de la mañana del viernes, fue a visitarle antes de volver para casa. Rubén apenas podía ya hablar y el enfermero sintió cómo una lágrima le traicionaba en su profesionalidad. -¡Ven a mi lado un instante! –Le rogó Rubén con una voz apenas audible. Enrique cogió una silla y se sentó junto a la cama. Unos minutos en su compañía le sentarían bien a su alma. Le tomó de la mano derecha e intentó sonreírle. Consiguió tan sólo una mueca, no era un buen actor. -Tengo que decirte adiós, querido amigo. Pero también quiero darte las gracias. No me has tratado como un número más. Conozca ya vuestra rutina de horarios y sé que estás fuera de tu horario de trabajo. Gracias Enrique por venir a verme. En ese instante el enfermero tuvo que luchar con todas sus fuerzas para que las lágrimas no acudieran impetuosas a sus ojos tristes y cansados. -Necesito hacerte una última pregunta por favor… -Consiguió decir Enrique venciendo la vergüenza y aquel descaro tan poco profesional. -Puedes preguntar lo que desees. Estaré feliz de contestarte querido amigo. –Respondió el moribundo. -¿Por qué me dijiste que tenían compañía las veinticuatro horas del día? –Dijo por fin el enfermero, sintiendo que se quitaba un peso enorme de encima. -Mira esas flores por favor… -Le pidió entonces Rubén. -¿No ves nada raro en ellas? -Es un ramo de flores mustias, nada más. Si quieres les puedo poner un poco de agua, tal vez consigan revivir un poco… -Mintió sabiendo que poco se podía hacer ya por aquel ramo que acompañaba al enfermo desde hacía varios días. -Fíjate un poco mejor, por favor. –Le imploró extenuado Rubén. Enrique miró más detenidamente: Entre aquellas flores secas, destacaban dos caléndulas. Permanecían perfectamente frescas, como si hubieran sido cortadas recientemente. -¡Hay dos caléndulas preciosas! –Dijo al descubrir a lo que refería Rubén. -Mi mujer y mi hijo… -Dijo al borde del agotamiento del enfermo. -¿Cómo? –Dijo Enrique sabiendo que se acercaba la hora fatal. -Mi mujer y mi hijo… -Repitió éste nuevamente. –Ella tuvo un parto atroz y no pudo superarlo. Mi pequeño tan sólo aguantó unas horas en la incubadora. De eso hace ya casi un año… Después llegaron los dolores en mi estómago… Lo demás, ya lo debes saber de sobra… -Lo… lo siento muchísimo, de veras, lo siento… -Dijo al borde del llanto aquel enfermero que ya no podía actuar como tal. -Tranquilo… Esas flores eran las preferidas de mi mujer… Por eso soy feliz; ellos están conmigo a cada momento, a cada segundo en el que me acerco un poco más a su encuentro. –Consiguió decir entre balbuceos. -¡Por eso sonríes siempre! –Contestó aquel enfermero con, tal vez, demasiado corazón. -Deja que me reúna con ellos, por favor. Llevan días esperando pacientemente. Anda, vete. –Le pidió agotando las fuerzas en una nueva sonrisa. -Te echaré de menos. –Le susurró Enrique mientras le daba un beso en la mejilla. Al día siguiente lo primero que hizo el enfermero fue visitar aquella habitación. Ya nadie había. Tan sólo un jarrón con flores secas. Al acercarse pudo ver cómo las dos caléndulas seguían igual de frescas. Desde entonces siempre compra un ramillete cada sábado en el mercado. Le hacen sonreír.
Posted on: Mon, 19 Aug 2013 15:10:00 +0000

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