CONTINUACIÓN DEL CAPITULO 1. ¿QUÉ HACÉS cuando sos un chico - TopicsExpress



          

CONTINUACIÓN DEL CAPITULO 1. ¿QUÉ HACÉS cuando sos un chico solitario, rodeado de mujeres, sin padre o una figura paterna? Inventás cosas, creás tu propio universo. Jugaba con muchos muñecos plásticos –réplicas en miniatura de Jack Dempsey y Gene Tunney, cuya rivalidad era recreada cada noche en el piso de mi dormitorio; soldaditos norteamericanos atacando la playa de Normandía o invadiendo Iwo Jima. Suena raro, ¿verdad? Bueno, este mundo particular, el mundo de mi cabeza, era el lugar más seguro que pudiera encontrar. No quiero sonar como una víctima, porque nunca me sentí así. Pienso en mí como un sobreviviente. Pero la verdad es que cada sobreviviente aguanta alguna mierda, y yo no era la excepción. Los deportes me dieron un atisbo de esperanza. Bob Wilkie, el jefe de policía de Stanton, California, estaba casado con mi hermana Suzanne. Bob era un tipo grande y atlético (1,90 mtrs de altura, 200 libras de peso), exjugador de las ligas menores de baseball, y fue, por un tiempo, casi un héroe para mí. También fue mi primer entrenador en las ligas Infantiles. Mike, el hijastro de Bob (mi sobrino -¿no es raro eso?) era el mejor lanzador del equipo, yo era el cátcher inicial. Adoré el baseball desde el comienzo. Me encantaba ponerme el equipo, dirigir la acción detrás del plato, proteger mi base como si mi vida dependiera de eso. Otros chicos intentaban anotar y yo los derrotaba. No hacía nada ilegal, pero les imponía el temor de Dios si intentaban pasarme. Y sabía pegarle a la pelota –fui líder de jonrones esa primera temporada. No quiero dar a entender que estaba destinado a la grandeza en el baseball, pero pienso que podría haber sido un fenómeno si hubiese querido. Desafortunadamente, no había estabilidad en mi vida, y cualquier actividad extracurricular que eligiera seguir la hacía sin ayuda. Vivíamos un tiempo con Suzanne, hasta que Papá nos encontraba y terminábamos mudándonos por nuestra cuenta. Se nos acababa el dinero, nos echaban y terminábamos viviendo con Michelle o con mi tía Frieda. Ese era el círculo. Una mudanza atrás de otra, hogar tras hogar. No era haragán. Estaba lejos de serlo, en realidad. Empecé a repartir diarios para pagar mi equipo de baseball y las cuotas de inscripción, y luego agregué un segundo reparto de diarios para tener dinero extra para comida o cualquier otra cosa necesaria. Durante ese período nos mudamos de Garden Grove a Costa Mesa; mis dos rutas de reparto estaban en el área de Costa Mesa, pero mi equipo estaba en Garden Grove. Entonces como rutina pasaba la tarde repartiendo periódicos en bicicleta y luego pedaleando hasta Garden Grove –una distancia de 10 millas- para la práctica de baseball. Después pedaleaba hasta casa y caía muerto de sueño. El término de esa locura llegó para el final de la temporada, cuando nuestro entrenador, habiendo agotado todos los lanzadores en un partido bastante feo, me ordenó que fuera al montículo. ‘Pero no soy lanzador’, le dije. ‘Ahora lo eres’. No era mi intención ser arrogante. Sólo estaba exhausto y sin ánimo de jugar una posición nueva; no quería lidiar con aprender a lanzar una curva, o hacer un papelón, y después tener que pedalear hasta casa, abatido y enojado. Así que jugué, y cedí varias carreras. Aquel resultó ser uno de mis últimos partidos de baseball. LA MÚSICA SIEMPRE ESTABA, a veces a tras de todo, otras tantas haciendo cola para entrar en mi vida. Michelle se había casado con un tal Stan, que para mí era uno de los tipos más geniales del mundo. Era policía, también (como Bob Wilkie), pero motociclista, porque trabajaba en la Patrulla Caminera de California. Stan se levantaba a la mañana y podías escuchar el sonido de la ropa de cuero, las botas tipo Gestapo cacheteando el piso, y se subía a su Harley, la ponía en marcha y todo el barrio se sacudía. Nadie se quejaba, jamás. ¿Qué iban a hacer? ¿Llamar a la policía? Stan me agradaba mucho, no sólo por la Harley y el hecho de que fuera alguien con quien nadie se metía, pero también porque era un hombre decente enserio, con un aprecio real por la música. Cada vez que iba a la casa de Stan, parecía que el estéreo rugía, llenando el aire con los sonidos de los grandes cantantes de los sesentas: Frankie Valli, Gary Puckett, los Righteous Brothers, Engelbert Humperdinck. Me encantaba escuchar a esos tipos, y si eso les parece raro en un futuro guerrero del heavy metal, bueno, piénsenlo otra vez. No tengo dudas de que el sentido de la melodía que hay en Megadeth hechó raíces en la casa de Stan, entre otros lugares. Mi hermana Debbie, por ejemplo, tenía una tremenda colección de discos, más que nada cosas gancheras de las estrellas pop de aquella época: Cat Stevens, Elton John, y por supuesto The Beatles. Ese tipo de música estaba siempre en el aire, hundiéndose en mi piel, y cuando Mamá me regaló una guitarra acústica barata al graduarme de la primaria, comencé a tocarla sin demora. Debbie tenía algunas partituras dando vueltas por ahí, y no tardé en enseñarme a mí mismo algunos acordes rudimentarios. Nada genial, por supuesto, pero lograba que las canciones fueran audibles.
Posted on: Sat, 20 Jul 2013 14:51:46 +0000

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