Capítulo 12 Con el tiempo entendí por qué Juana me obligó a - TopicsExpress



          

Capítulo 12 Con el tiempo entendí por qué Juana me obligó a casarme con ella. Fue porque había perdido la virginidad, la «honra», y ya no hubiese podido contraer matrimonio con ningún hombre que se preciara, especialmente habiendo quedado embarazada. Y también porque ella se había enamorado, o encaprichado, de mí. Pero entonces yo no era consciente de ello. A pesar de las explicaciones de Olguita, yo veía a Juana como una loca, una mentirosa que había utilizado las leyes absurdas de su país para atarme a su lado contra mi voluntad. Nunca la consideré mi esposa, para mí fue siempre una chantajista de la que no me podía alejar bajo amenaza de ir a presidio. Pero incluso ahora que veo más claros aquellos acontecimientos, sigo sin comprender cómo, siendo tan importante la virginidad para una mujer en aquellas circunstancias, la entregó tan precipitadamente en la segunda vez que nos vimos. Estoy seguro de que fue algo preparado por Huancho y ella misma, y hasta por sus padres que nos dejaron solos. Fue una trampa. No sé si con estas tretas algunas mujeres peruanas lograban atrapar marido, tal vez sí, lo cierto es que conmigo las cosas no funcionan así. Juana encontró el modo de obligarme a que me casara con ella, pero no consiguió un marido. Ni siquiera un compañero. La boda fue una ceremonia tensa y fría. Después, ese mismo día, fui a los muelles de El Callao. Sorprendentemente, Juana no envió la policía detrás de mí. Busqué a Olguita y esa noche bebí hasta quedar ebrio. Nunca he sido bebedor pero en esa ocasión necesitaba calmar toda la furia y frustración que se agolpaban dentro de mí. Había perdido una vez más mi libertad y me sentía muy desafortunado. Trago a trago, mis planes de regresar a Europa fueron quedando atrás y mientras contaba mis penas y sinsabores a mi amiga se iba cerniendo sobre mí el mundo extraño y ajeno en el que acababa de introducirme. Regresé bien entrada la mañana y Juana me dijo que por la tarde partiríamos hacia Nazca, donde su familia tenía pensado que nos instalásemos definitivamente. Así empezó mi nueva vida de casado. Mis suegros tenían algunas hectáreas de tierra en el sur del Perú. Sus planes eran que me dedicase allí al cultivo del algodón. Yo no tenía ningún deseo de hacerlo pero comprendí que, ya que había elegido casarme para evitar complicaciones, debía asumir la responsabilidad de mi familia. Juana estaba embarazada y aunque por las circunstancias yo no esperaba ese hijo con ilusión, tomé el asunto en serio. El padre de Juana me arrendó dieciocho hectáreas. Yo no sabía nada de agricultura y menos aún del cultivo de algodón pero observando lo que hacían mis cuñados, que también tenían tierras allí, y con un poco de sentido común, emprendí las labores para mi primera cosecha. Los indios de la zona fueron una gran ayuda. Al principio yo los miraba con recelo pero después se ganaron mi confianza, parecían saber mucho más que los libros que leí para documentarme. Contraté unos cuantos de ellos para que me ayudasen en mi nueva tarea. El capataz se llamaba Toñito. Me dijo que lo primero era empapar bien de agua toda la tierra. –Patroncito, es importante la cantidad de agua. Por aquí las tierras son mañosas. –¿Mañosas? –pregunté, sin comprender. –Sí, patroncito. En unos sitios las tierras necesitan más agua y en otros, no tanta. –¿No se anega todo por igual? –inquirí, intrigado. –No, patroncito. Las tierras que tiene arrendadas requieren mucha agua, son mala tierra. El algodón necesita tierra bien anegada antes de sembrarse, después ya no necesita regar más. Pero me parece, a mi modo de ver, patroncito, que no tendrá agua suficiente –comentó con su acostumbrado galimatías. Yo miraba a Toñito con asombro, no podía creer que el cultivo no requiriese riegos continuos. El indio continuó su explicación –Va a tener problemas cuando tenga que anegar, patroncito. Los puquios quedan muy lejos. –¿Qué son los puquios? –Son pozos que recogen el agua que corre bajo tierra. Se alimentan con el agua de la sierra. Ya no alcanzan para regar todo porque hay muchas haciendas, patroncito. Yo no sabía de cultivos pero conocía bastante de irrigación desde mi trabajo con Donahue. –¿Y si perforo un pozo? –Un pozo profundo, patroncito, treinta o cuarenta metros más o menos. –Haremos un pozo –dije convencido. –Sí, patroncito, todos los hacendados tienen pozos –respondió el indio. No podía comprender por qué Toñito no me habló de los pozos desde el principio. Pedí un préstamo en el banco y empecé a perforar, buscando agua. Había llegado ya a los cuarenta metros y sólo conseguí un pequeño chorro que no me servía para lo que necesitaba. En cuclillas, Toñito me miraba sin decir nada. –Esto es seco como el desierto, ¿cómo puede ser que los otros hacendados saquen agua de esta tierra? –exclamé, disgustado. Estaba viendo que el dinero se acababa y yo no tenía agua ni para anegar media hectárea. –Necesitamos a uno que busca agua, patroncito –sugirió Toñito con su peculiar manera de hablar. –¿Un buscador de agua?–pregunté intrigado, nunca había oído hablar de ellos. –Sí, patroncito, sólo ellos saben dónde está el agua. –¿Y dónde lo encuentro? –añadí, empezando a desesperarme por la costumbre de Toñito de decir las cosas tarde. –Yo se lo traigo, patroncito–. Toñito se perdió de vista mientras el resto de los indios que había contratado se miraban entre ellos, riendo. Parecía hacerles gracia mi inexperiencia. Encendí un cigarrillo mientras esperaba y me senté en el suelo. Me armé de paciencia, pero se hizo tarde y Toñito no regresaba por lo que supuse que no habría encontrado al hombre y volvería al día siguiente. Empezaba a entender la manera de ser de aquella gente. Si uno deseaba saber algo tenía que preguntarlo exactamente. Daban la solución después de que apareciese el problema, nunca antes. Al día siguiente, por la tarde, se presentó Toñito con un extraño individuo. Era de baja estatura como casi todos ellos, tenía el cabello gris, lacio y largo, llevaba un poncho sobre su ropa y tenía la cara tan arrugada que no le cabía ni un surco más. Me fijé en la rama que traía en la mano, parecía ser de mucha importancia para él. Hablaba en quechua con Toñito, así que no entendí nada. –Patroncito, el maestro dice que puede encontrar el lugar justo donde perforar el pozo y encontrar mucha agua, pero primero quiere que le envite a unos cuantos tragos de chicha. Y que si tiene cigarritos, también. Mandé a Toñito a comprar chicha y cigarrillos. Regresó pronto y el viejo insistió en que yo bebiera con él, porque formaba parte del ritual. Tomamos bastantes tragos, tantos que se hizo de noche y tuvimos que dejar el trabajo para el día siguiente. Cuando llegué, muy temprano, ya estaba listo el buscador de agua con su rama. Tenía forma de Y, por lo demás me pareció una rama corriente. Él la cogía por el extremo más largo y caminaba con los ojos cerrados. Anduvo cerca de veinte metros desde el lugar donde yo había cavado el pozo y se detuvo, lanzando un grito. –Ahí es, patroncito –dijo Toñito, traduciendo el alarido. –Está bien –dije, con escasa convicción. Empecé la nueva perforación en el sitio señalado y antes de los treinta metros brotó un chorro de agua tan potente que nos cubrió a todos de barro y empezamos a gritar de alegría. Abracé al brujo, a Toñito y a los demás muchachos. Yo estaba muy contento, fue uno de los pocos momentos de júbilo de esa época, lo festejamos como si hubiésemos encontrado petróleo. En lo sucesivo, cada vez que había que perforar un nuevo pozo Toñito traía al mismo hombre y siempre conseguíamos agua abundante. Aunque el algodón se riega una sola vez es necesario inundar bien todo el cultivo. Después hay que remover la tierra, aplanarla, sembrar las semillas y esperar durante nueve meses la cosecha y en todo ese proceso la tierra ha de permanecer húmeda. Aprendí mucho acerca del algodón; el que yo cultivaba era del tipo egipcio, tiene las hebras más cortas que el algodón pima pero su fruto es más abundante. Empecé a tomarle gusto a la agricultura, quería hacer cosas nuevas y hacerlas bien. Construí viviendas para mis peones, con agua, desagüe y luz eléctrica. Muy pronto, trabajar para «el gringo» se convirtió en uno de los mejores empleos de la zona. Mis cosechas eran mejores que las de los parientes de Juana. Al cabo de poco tiempo solicité concesiones de nuevas tierras al gobierno porque las que mi suegro me arrendaba no eran suficiente para lo que tenía en mente producir. Trabajaba desde el amanecer hasta que terminaba el día. Prefería no pasar mucho tiempo en casa. Ya había nacido Henry, mi hijo, y Juana me perseguía a todas horas para volver a embarazarse, pero desde el principio dormíamos en habitaciones separadas y su sola presencia me desagradaba. Mi rechazo constante la ponía furiosa y exacerbaba sus celos, sospechando que yo debía tener algún desahogo en otra parte. Recurrió a un amigo de la familia, un personaje siniestro con el que mi suegro y mis cuñados tenían algunos negocios poco claros y que estaba bien relacionado con la policía. A partir de entonces me vigilaron estrechamente. No era difícil tenerme controlado. En cuanto me alejaba unos kilómetros de Nazca –a no ser que contase con el permiso de Juana–, me daba el alto algún coche de policía y con cualquier excusa me hacían retroceder. Cuando discutí mis derechos, me detuvieron y me llevaron de regreso a casa, con la amenaza de pasar unos días preso si reincidía. Estaba claro que allí no había más ley que la de Juana y sus amigos. Lo peor era que allá donde yo fuese, ellos aparecían después haciendo preguntas y averiguaciones, por lo que la gente empezó a tenerme por alguien sospechoso y evitaba relacionarse conmigo. Yo no podía tener amigos; amigas, ni pensarlo. Nunca me había sentido tan solo y falto de afecto, fue una época muy difícil. Lo único que podía hacer era trabajar las tierras y a ello me dedicaba todo el tiempo. Construí una gran casa con piscina, la más bonita de Nazca, y también abrí un restaurante. Los que más iban por allí eran los parientes de Juana y por supuesto, consumían gratis. Nunca pude congeniar con ellos, no teníamos nada en común; la diferencia de culturas era abismal. Yo tenía que soportar sus desmanes, insultos y hasta sus robos de algodón. En realidad la familia de Juana no trabajaba, vivía a expensas del trabajo de los demás, sobre todo del mío. Compré varios tractores, Jeeps y camionetas; lo estaba haciendo bastante bien. Empezaron a llamarme «el rey del algodón». En el pueblo la gente me respetaba, aunque guardaba la distancia. Las últimas concesiones de tierras que me habían otorgado quedaban cerca de una gran pampa árida –en Nazca casi todo es desértico– donde, de no ser por los pozos, hubiera sido imposible cualquier cultivo. Me encontraba maniobrando el tractor para retirar unas rocas cuando observé que una mujer me miraba desde lejos. Parecía un espejismo, su imagen fantasmagórica difuminada por los vapores del calor del desierto me hizo pensar que era una bruja. Forcé la vista y vi que parecía ser europea: era blanca, rubia y desaliñada. Al acercarme pude ver que era una mujer madura, de unos cincuenta años. Bajé del tractor y me dirigí a ella intrigado. –¿Qué hace usted sola en el desierto? –pregunté con curiosidad. –Vivo aquí –respondió ella en alemán, para mi sorpresa. –¿Vive sola? –Esta vez formulé la pregunta en su idioma. –Sí. Mi casa queda un poco más allá –dijo señalando una choza a lo lejos–, me dedico a estudiar estas tierras. –¿Qué pueden tener de interés estas desérticas tierras para que usted las estudie? –Unas líneas que ayudaban a las civilizaciones antiguas a predecir las estaciones. O tal vez haya sido un campo de aterrizaje de extraterrestres En toda esta pampa hay líneas formando dibujos que sólo pueden ser vistos desde el aire, lo cual hace suponer que alguien tenía que verlas desde arriba, ¿no cree? –¿Y cómo son esas líneas? –Yo jamás había oído hablar de algo semejante. –Debería subir a una avioneta y verlas usted mismo, lo que yo pueda decirle no conseguirá que se haga usted una idea. Después podremos hablar. Y usted no puede seguir con lo que está haciendo. Está borrando las líneas. –En eso no puedo darle la razón. Tengo una concesión del gobierno para cultivar algodón en estas tierras. –¡Ignorantes! –gruñó con desprecio. Quise creer que se refería a las autoridades–. Una línea en la que estoy trabajando cruza sus tierras. Los estudios que estoy haciendo son un gran aporte para la Humanidad. ¿Comprende lo que estoy diciendo? –preguntó la mujer, mirándome como si yo fuera retardado mental. –Comprendo su preocupación –asentí– y lo lamento. No imagina usted cuánto trabajo e inversión estoy haciendo para convertir este desierto en tierra cultivable. Yo siembro algodón, usted estudia teorías... ¿No ha hecho fotos de todo esto? –Llevo algunos años en este lugar –prosiguió, ignorando mi pregunta– y seguiré aquí hasta que muera. En el pueblo creen que estoy loca pero les demostraré que tengo razón. A ellos y al mundo científico. –A propósito, mi nombre es Waldek Grodek, ¿cuál es el suyo? –pregunté, cambiando de tema. –María Reiche –respondió la mujer, mirándome con desaliento. –Mucho gusto, señora Reiche. Cuando tenga oportunidad veré esas líneas desde una avioneta como usted sugiere –dije cortésmente y me despedí de ella. Por lo menos no era una bruja, aunque pensé que estaba loca. Seguí con la expansión de mis tierras aplicando un sistema de irrigación más eficaz que el de los otros hacendados del lugar. Mi algodón era el mejor vendido de la zona. Lo había conseguido en seis años. Más adelante pude ver las líneas de Nazca desde una avioneta, tal como dijo la mujer del desierto y, efectivamente, formaban dibujos muy precisos. Tenían formas de animales: un mono, una culebra, una araña... y me pregunté para qué querrían los extraterrestres dar a sus aeropuertos formas de animales. Aquello no tenía sentido. Las líneas debían tener alguna función en el pasado, pero no la que creía María Reiche. Volví a verla varias veces. Pasamos algunas tardes conversando, a ella le gustaba hablar conmigo porque lo hacía en su idioma y porque le demostraba respeto. –Las líneas cubren unos quinientos kilómetros cuadrados, fueron hechas hace aproximadamente mil años –explicó. –¿Y por qué es necesario que estudie precisamente las que están en mis tierras? Hay dibujos de esos por todas partes. –Usted no lo entiende. No estoy aquí para estudiar una parte de las líneas. Las estudio todas, y éstas son las que ahora corren peligro. Usted las está destruyendo. Hay que conservar todo el conjunto de Nazca y ése es ahora mi trabajo –respondió, con una sonrisa tan enigmática como las propias líneas. –¿Sabe usted algo de los puquios? –le pregunté un día. –Fueron construidos por culturas preincaicas, tal vez en la misma época que las líneas. El agua proveniente de las cumbres nevadas y las lluvias de la sierra se canaliza de forma natural bajo esta pampa, a unos treinta metros de profundidad. En algunas zonas el agua sube de nivel y los antiguos habitantes lograron cavar exactamente en esos sitios y construir pozos para reservar el agua. El oficio de zahorí es muy antiguo, aún hay muchos hoy en día. Pero quedan pocos puquios en uso, el nivel freático de esta zona ha bajado considerablemente. En la ciudad tenían a María Reiche por chiflada y se referían a ella como «la loca de la pampa». También me lo pareció el día que la conocí, pero después descubrí una mujer lúcida e inteligente. En aquella pampa desértica encontré la única persona culta y civilizada con la que podía entablar una conversación coherente, algo tan difícil entre la gente que yo frecuentaba. Afortunadamente ni Juana ni la policía se acercaban nunca por allí. María fue una tabla de salvación en mi aislamiento. Acordé con ella mantener mis cultivos alejados de sus dibujos. De lo hecho, ya no había remedio. El de María es uno de los pocos recuerdos gratos que guardo de esa época. También recuerdo con cariño una pequeña vicuña que encontré huérfana en la sierra y tuve como mascota. Solía llevarla en la camioneta cuando iba a Lima para algún asunto y paseaba con ella por el centro de la ciudad, como si fuera un perrito. El revuelo que causaba era grande, la gente se arremolinaba para verla y hasta publicaron nuestra fotografía en algunos periódicos. Me seguía a todos lados, como si yo fuera su madre. Un día, al volver a casa, la encontré enferma. La mujer de servicio le había dado un fuerte golpe en el vientre; esos animales son sumamente delicados y, además, era muy joven. Murió esa misma tarde, parecía esperar mi regreso. Me miró por última vez con sus enormes ojos de largas pestañas y expiró. Me sentí muy triste. Había triunfado en el cultivo del algodón pero, lejos de sentirme satisfecho, mi sensación de cautividad se hacía cada vez más insoportable. No era únicamente por estar casado con alguien a quien no amaba, a quien ni siquiera soportaba; era también por todo el asfixiante entorno familiar. Juana apartaba a Henry de mí todo lo que podía, nunca podía estar con el niño a solas, lo sobreprotegía y sospecho que le hablaba mal de mí porque Henry acabó por rehuirme y sentirse incómodo en mi compañía. Esa fue otra batalla que también perdí sin poder evitarlo, la que más me dolió. Llegué a sentirme secuestrado, coaccionado en todos los aspectos de mi vida. Hubo momentos en los que ni el agotador trabajo lograba hacerme olvidar mi profunda insatisfacción. La gota que colmó el vaso sucedió cuando en una ocasión tuve que ir a Lima y Juana se empeñó en acompañarme. A nuestro regreso encontramos la casa como si la hubiese asaltado una banda de maleantes. Había excrementos sobre la mesa del comedor y en las paredes, en las que también habían pintado obscenidades e insultos hacia mí. En las tierras, los sistemas de riego estaban dañados y gran parte de la cosecha había desaparecido. Habían sido los hermanos de Juana, no podía creerlo pero era así. Toñito me lo confirmó, con mucho miedo y tras asegurarle que no lo contaría a nadie. Yo había llegado al límite de mi resistencia mental y decidí alejarme de allí por un tiempo. Se lo dije a Juana y después de mucho discutir accedió a que me fuera de vacaciones solo. Fui a Tacna, primer lugar que se me ocurrió; una ciudad situada en el extremo sur del Perú. Al bajar del avión me esperaban varios sujetos vestidos de civil que se identificaron como miembros de la Policía de Investigaciones del Perú. Sorprendido, pregunté de qué se trataba, y cuál no sería mi indignación cuando me informaron que Juana, mi esposa, me había denunciado por haber abandonado el hogar. No me quedó más remedio que guardar mi rabia y regresar con ellos a Lima, donde me esperaba ella y luego regresar en su compañía a Nazca. Mi alma gemía por dentro. El castigo moral al que estaba siendo sometido era absolutamente cruel e injusto para la dedicación y entrega que yo había puesto en un matrimonio obligado. Sentí la traición más vil, la soledad más absoluta y a pesar de haber pasado por tantos avatares en mi vida, noté que tocaba fondo como nunca. Vejado, explotado, no veía ante mí otro futuro que trabajar eternamente para Juana y su familia a cambio de un trato de esclavo, en una situación donde no se me respetaba sino por el contrario, era perseguido y acosado, además de sufrir los permanentes robos y destrozos en mis cosechas. Durante esos años siempre mantuve comunicación con mamá, afortunadamente sus cartas me llegaban con bastante regularidad en respuesta a las mías. Yo no le contaba toda la verdad de mi desgracia, pero algo debió ella intuir porque la encontraba preocupada por mí. Después del episodio de Tacna comprendí que mientras estuviese dentro del Perú estaría sometido al capricho de Juana. Si quería alejarme de ella, tenía que salir de sus fronteras y eso era impensable por la férrea vigilancia a la que me tenían sometido. Se me ocurrió entonces que no se atrevería a impedirme que visitase a mi familia, especialmente si se trataba de algún acontecimiento grave. Le pedí a mamá que, cuando me escribiese, solicitase mi presencia por encontrarse gravemente enferma. En realidad yo no sabía si mi correo era controlado o no, rogué a Dios para que mi carta no fuese interceptada. Poco después llegó la carta de mamá y conté a Juana lo que sucedía. Como estaba escrita en polaco le dije que, si quería, podía mandarla traducir. No sé si lo hizo, la guardó con una mueca de preocupación, me pareció que comprendía que la situación se le iba a escapar de las manos. No podía oponerse a que fuese a visitar a mi madre, enferma. Yo sentía remordimiento por utilizar esa estratagema, pero era el único modo en que podría salir de allí y alejarme de Juana y su familia. Propuse llevarme a Henry para que conociese Europa y a la familia de su padre, pero Juana se aferró a él como a una tabla de salvación. Una vez más esperaba usar el niño para tenerme atado. A regañadientes, Juana accedió a que fuese a ver a mis padres. Cogí algo de dinero de la venta de la última cosecha y dejé la administración de la hacienda en manos de un hombre de confianza. Después de trece años iba a regresar a Polonia. Hasta el último momento temí alguna artimaña de Juana. Cuando mi avión despegó del aeropuerto de Lima lancé un suspiro de alivio. Me sentí libre por primera vez en casi diez años. La ansiedad que me producía regresar a Polonia era mayor que la que sentí cuando regresé después de la guerra. Había estado muchos años fuera y estaba seguro que encontraría muchos cambios. Viendo el océano desde lo alto recordé el viaje a bordo del Americo Vespucci y las fantasías de un joven y bisoño Waldek rumbo al Perú. La sonrisa que empezaba a esbozar desapareció al ver el titular del periódico que me ofrecía la azafata: Implantación de un estado comunista en Cuba. Cuando por fin llegué a Varsovia, mi familia me esperaba en el aeropuerto. Mamá, que apenas había cambiado, lloraba emocionada y me llenó de besos como siempre hacía. Mi hermana Cristina, que había ido a recibirme con su esposo, también lloró y yo, por primera vez, me conmoví profundamente con esas muestras de alegría y cariño. Parecía que mi padre había olvidado su enfado porque después de tanto tiempo por fin me habló, aunque con cierta distancia. No di demasiada importancia a su trato casi indiferente, había llegado a aceptar su forma de ser, se comportaba así con todos. Era poco dado a expresar sus emociones. Desde la boda de Cristina mis padres ocupaban un pequeño apartamento, donde me instalé provisionalmente. En Polonia no se permitía tener sino un determinado número de metros cuadrados por familia. Varsovia estaba reconstruida pero vivía bajo el yugo soviético. Después de tanto tiempo me sentía extraño en mi patria. Volvía a respirar el aire europeo, a hacer uso de los gentiles modales polacos y me preguntaba si realmente había valido la pena dejar todo aquello por ir tras una quimera. Pero un mes después empecé a recordar los motivos que me llevaron a huir del comunismo, la falta de libertades y el temor que la gente tenía a decir lo que pensaba eran evidentes. Con mi pasaporte peruano yo me sentía como un turista en mi tierra, no como un ciudadano polaco temeroso y sometido, por lo menos tenía esa ventaja. Ya dije que soy supersticioso, de los que no pasan por debajo de una escalera y cuando se cruza un gato negro procuran esquivarlo. Me gusta leer mi horóscopo y cuando salgo de casa por nada del mundo vuelvo a entrar inmediatamente, lo considero de mal agüero. Me obsesioné con la idea de recuperar la cadena de oro que había escondido en la canaleta de desagüe de la cabaña, cuando me capturaron los alemanes en el bosque Chojnów. Creía que si recuperaba aquella cadena volvería mi suerte, que me había sido tan esquiva desde que me hicieron prisionero, y decidí intentarlo. Volví al lugar y después de tanto tiempo el almacén todavía estaba en pie. Busqué a tientas en la canaleta de desagüe y me topé con la cadena. Estaba enganchada en uno de los remaches, lo que explicaba que increíblemente no hubiese sido arrastrada por el agua durante todo ese tiempo. Tenía ante mis ojos la cadena y el pequeño crucifijo, lo consideré un buen augurio. Después de ese hallazgo tenía la certeza de que saldría bien todo lo que hiciera en adelante, así que fui a la Politécnica donde había estudiado, a solicitar mi diploma de ingeniero. Me informaron que debía ir a Leipzig a retirarlo, ya que fue allí donde hice las prácticas. Confiando en el poder de mi talismán tomé un tren en dirección a Alemania Oriental, donde obtuve mi diploma de ingeniero con relativa facilidad. A medida que pasaban las semanas iba olvidando mi vida en el Perú y no sentía ningún deseo de regresar. Ojalá hubiese podido traer conmigo a Henry, era lo único que echaba de menos. Pero el niño se haría pronto mayor y eso cambiaría las cosas. El dinero que llevé conmigo se estaba terminando y debía encontrar un trabajo. Ser ingeniero en Polonia y tener un diploma no tenía gran significado, había muchos cavando zanjas, pero encontré trabajo como chófer de un pesado camión y el dinero dejó de ser un problema. Estaba considerando quedarme en Polonia, allí estaba a salvo, fuera del alcance de Juana y sus cómplices, pero no me agradaba la idea de vivir de nuevo bajo la dictadura comunista, no sabía si lo podría soportar, así que no terminaba de tomar una decisión. Llevaba casi un año en Varsovia cuando llegó una carta de Juana a casa de mis padres. Vencí la primera intención de romperla y abrí el sobre. Juana me decía que, en vista de que yo había abandonado el hogar, quería el divorcio. Me prometía que apenas regresara, iríamos al abogado para tramitarlo; de esa manera yo quedaría libre y ella podría rehacer su vida. Se sentía joven y con derecho a hacerlo. Empecé a vislumbrar una rendija de esperanza para rehacer mi vida yo también. La distancia me había dado una perspectiva diferente de todo. Por primera vez vi a Juana como un ser humano con sentimientos al igual que yo, tal vez fuera cierto que estuviera enamorada de mí, aunque su forma de amarme fuese por demás extraña y egoísta. Sentí compasión por ella. ¿Qué podría haber sentido, al ser rechazada de la forma como yo lo había hecho? Indudablemente, ninguno de los dos había obrado bien. Por entonces mi estancia en Polonia era ilegal. Como ciudadano peruano, mi visado había expirado y el gobierno polaco llevaba un minucioso registro de todo. Yo había decidido volver al Perú para arreglar el divorcio, pero días antes de mi salida recibí una notificación de la inteligencia polaca diciendo que debía presentarme en la Policía de Investigaciones Secretas de Polonia, en el palacio Mostowski, de Varsovia. Mi hermana Cristina estaba muy asustada, ya que en ese lugar existía una cárcel para disidentes políticos. –Waldusiu, yo te acompaño –me dijo–. En el palacio Mostowski torturan en los interrogatorios. –No, Cristina, iré solo. ¿En qué me podría ayudar tu presencia si ellos quisieran torturarme? – contesté. Yo me estaba preparando psicológicamente para ser interrogado, no sería la primera vez. Ni siquiera estaba preocupado, más bien empezaba a estar harto. –Quiero ir contigo –respondió valientemente mi hermana. Era una faceta de ella que yo desconocía. Y como también es una mujer muy terca, me presenté en su compañía. Yo trataba de tranquilizarme pensando en mi pasaporte peruano, pero al mismo tiempo recordaba mi huida de Francfort y la cuenta pendiente que podrían presentarme. Al llegar a la oficina del Director de Investigaciones, dije a Cristina que me aguardara fuera. El director, vestido de uniforme militar, después de saludarme con afectada cordialidad, conversó conmigo intentando parecer amable. –Señor Grodek, quisiéramos saber cuáles son los motivos por los que usted no regresa definitivamente a nuestra patria. En estos momentos Polonia se encuentra en una magnífica situación, hay libertades, hay trabajo, la gente vive bien, somos un país democrático. –Señor director, es verdad, reconozco que en Polonia hay un buen gobierno, eso se puede observar y no tengo nada en contra de regresar a vivir aquí. –Pensé que si él mentía, yo también podía hacerlo–. El asunto es que yo tengo en el Perú a mi esposa, mi hijo y también una extensa hacienda de algodón, una casa, un restaurante, es decir, toda mi fortuna está allá, ¿No le parece que debería arreglar mi situación en el Perú, venderlo todo y traer mi capital a Polonia? –¡Magnifica idea! –dijo el hombre, con simulado entusiasmo–, aquí hay muchas actividades donde invertir, deseamos sinceramente tenerlo de nuevo como ciudadano polaco. Ya nos parecía extraño que usted estuviese trabajando de transportista. –Al parecer conocía todo lo referente a mí. –Lo hago porque me gusta el trabajo, no puedo estar sin hacer nada. Pero estas largas vacaciones están llegando a su fin, así que regresaré al Perú y tomaré en cuenta su ofrecimiento. Espero que a mi esposa le agrade la idea. –¿Y no tendrá problemas con su novia? –Noté una profunda ironía en su voz. Ellos sabían que yo tenía una amiga. –Mi novia sabe que estoy casado, señor director, no habrá problema. ¡Qué puede hacer un hombre, lejos de su casa tanto tiempo! –dije, bromeando. Me acompañó hasta la puerta y nos despedimos tan cordialmente como venía al caso. En nuestro fuero interno sabíamos que cada cual mentía. Cristina no podía creer que todo hubiera sido tan sencillo. –¿Qué sucedió? –me preguntó, impaciente, cuando salimos. –Nada, hermanita. Él juega su papel y yo el mío. No pueden hacer nada contra un ciudadano extranjero. Recuerda que ya no soy polaco. –Por un momento pensé lo peor –dijo Cristina. Ella vivía bajo un régimen totalitario y estaba acostumbrada a los desmanes del gobierno, lo veía natural. Pocos días después abandoné Polonia, y regresé al Perú. A mi vuelta encontré la situación de siempre. Juana había mentido, ella no pensaba divorciarse de mí ni en sueños. Pero yo no era el mismo, el año vivido en Polonia me había hecho ver con claridad lo insoportable de mi situación y por nada del mundo quería seguir así. Separarme de Juana se transformó en mi único objetivo. No me ocupé más de los cultivos, de la cosecha ni de los regadíos. De hecho no me dedicaba a otra cosa que exigir mi libertad a todas horas, sin tregua. Ya la convivencia era insoportable. Después de algo más de tres meses, Juana se dio cuenta de que yo no daría mi brazo a torcer y me dijo que había decidido darme el divorcio a cambio de que le dejase absolutamente todos los bienes que teníamos. La casa, la hacienda, las cuentas bancarias, los vehículos y el restaurante, todo sería suyo. Además, no tendría derecho a ver a Henry. De nada hubiese servido discutir, ella y su clan eran allí ley inapelable. En aquellos momentos lo único que ansiaba en la vida era alejarme de Juana y su entorno. No me importaba quedarme sin nada. Aunque me doliese no ver a mi hijo, no tenía alternativa. Así que acepté las condiciones. Transcurrido el año reglamentario de «separación de cuerpos», según exigen las leyes peruanas, y después de un careo con Juana y el abogado de su familia –el mismo que me obligó a casarme y el que me hizo detener en Tacna–, finalmente quedé completamente liberado de ella. Juana se encargó de darme su adiós de un modo muy propio de ella. Arrojó a la calle todas mis cosas y me cerró las puertas de la casa para siempre. Yo esperaba algo así, no me sorprendió en absoluto. En ese momento lo único que deseaba era largarme de allí cuanto antes. Recogí lo que me pareció imprescindible metiéndolo en una bolsa de papel y el resto lo dejé tirado. Llevaba en uno de mis bolsillos lo más importante: mis documentos personales y el acta de separación. No tenía un centavo, hacía tiempo que había dejado de tener acceso a las cuentas, pero me sentía mejor que nunca. Caminé por la carretera en dirección a Lima y pasados unos quince minutos, una camioneta se detuvo junto a mí. Era el hombre al que había dejado administrando la hacienda durante mi viaje a Europa. Se ofreció a llevarme a la capital. Él conocía mi situación, de la que toda Nazca estaba enterada, así que durante el trayecto evitó hablar de eso. Me dejó en Lima, en un parque frente al cine Roma, cerca de El Tambo, un restaurante donde yo había comido muchas veces; el olor del pollo asado llenaba el ambiente y mi estómago sonaba como un acordeón. Me acerqué al grifo que alimentaba las mangueras de riego y bebí agua casi hasta reventar. Tenía tanta hambre que sentía punzadas en el estómago, como en aquellos lejanos días de mi adolescencia en Auschwitz. Pero me sentía satisfecho. Había recuperado mi libertad después de diez años. Yo tenía entonces treinta y cuatro.
Posted on: Sun, 14 Jul 2013 01:58:01 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015