Capítulo 3 EL ORIGEN DE LA ESPERANZA Un día de prueba y - TopicsExpress



          

Capítulo 3 EL ORIGEN DE LA ESPERANZA Un día de prueba y promesa Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida. 1 Corintios 15.23 El terremoto que sacudió a Armenia en 1989 necesitó solo de cuatro minutos para destruir a toda la nación y matar a treinta mil personas. Momentos después que el movimiento mortal hubo cesado, un padre corrió a la escuela a salvar a su pequeño hijo. Cuando llegó, vio el edificio en el suelo. Mientras buscaba en medio de aquella masa de piedras y escombros, recordó una promesa que había hecho a su hijo: «No importa lo que ocurra, siempre estaré ahí donde tú estés». Llevado por su promesa, encontró el lugar donde había estado el aula de la clase de su hijo y empezó a quitar los escombros. Llegaron otros padres y empezaron también a buscar a sus hijos. «Es demasiado tarde», le dijeron. «Usted sabe que están muertos. No se puede hacer nada». Incluso un policía le dijo que dejara de buscar. Pero el padre no se dio por vencido. Durante ocho horas, luego dieciséis, luego veintidós y finalmente treinta y seis, buscó y buscó. Sus manos estaban destrozadas y sus fuerzas se habían agotado, pero se negaba a darse por vencido. Finalmente, después de treinta y ocho horas de angustia, removió un gran trozo de pared y oyó la voz de su hijo. Le gritó: «¡Arman! ¡Arman!» Y una voz le respondió: «¡Papi, aquí estoy!» En seguida, el niño agregó estas preciosas palabras: «Les dije a los otros niños que no se preocuparan, que si tú estabas vivo, vendrías a salvarme, y al salvarme a mí, ellos también se salvarían porque me prometiste que sucediera lo que sucediera, siempre estarías conmigo». Dios nos ha hecho la misma promesa. «Vendré otra vez …» nos asegura. Sí, las rocas temblarán. Sí, la tierra se sacudirá. Pero el hijo de Dios no tiene por qué tener miedo, porque el Padre ha prometido llevarnos con Él. ¿Pero estamos dispuestos a creer la promesa? ¿A confiar en su lealtad? ¿No deberíamos ser cautelosos sobre la confiabilidad de tales palabras? Quizás tú no tengas dudas. Si tal fuere el caso, quizás quieras saltar este capítulo. Otros de nosotros, sin embargo, necesitamos un recordatorio. ¿Cómo podemos estar seguros que lo que dijo lo hará? ¿Cómo podemos estar seguros que quitará los escombros para dejarnos libres? Porque ya lo hizo una vez. Vamos a revivir ese momento. Sentémonos en el piso, sintamos la oscuridad y dejémonos tragar por el silencio mientras miramos con los ojos de nuestros corazones allí donde los ojos de nuestro rostro no pueden ver. Vamos a la tumba, porque Jesús yace en la tumba. Calma. Frío. Muerte. La muerte ha logrado su más grande trofeo. Él no está en la tumba dormido ni descansando ni aletargado; Él está en la tumba muerto. No hay aire en sus pulmones. No hay pensamientos en su cerebro. No hay sensibilidad en sus miembros. Su cuerpo está tan frío y rígido como la piedra sobre la cual lo han puesto. Los ejecutores se aseguran que así sea. Cuando a Pilato le dijeron que Jesús estaba muerto, ordenó a los soldados que se aseguraran. Estos salieron a hacerlo. Habían visto cómo el cuerpo del Nazareno se sacudía, incluso habían oído sus quejidos. Le habrían quebrado las piernas para acelerar su fin, pero no había sido necesario. La lanza clavada en el costado quitó toda duda. Los romanos conocían su trabajo. Y su trabajo había concluido. Quitaron los clavos, bajaron el cuerpo y se lo entregaron a José y a Nicodemo. José de Arimatea. Nicodemo el fariseo. Se sentaban en sillas de poder y ostentaban posiciones de influencia. Hombres de recursos y hombres de peso. Pero habrían cambiado todo eso por un solo respiro del cuerpo de Jesús. Él había contestado la oración de sus corazones, la oración por el Mesías. Tanto como los soldados querían su muerte, mucho más ellos querían que viviera. ¿No crees que mientras limpiaban la sangre de su barba trataban de percibir su respiración? ¿Que mientras pasaban el sudario alrededor de sus manos, trataban de sentir el pulso? ¿No crees que buscaban alguna señal de vida? Pero no encontraron nada. Así es que hicieron con él lo que se esperaba que se hiciera con un cuerpo sin vida. Lo envolvieron en un sudario nuevo y lo pusieron en una tumba. La tumba de José. Apostaron soldados romanos para vigilar el cuerpo. Y la puerta de la tumba se aseguró con un sello romano. Durante tres días, nadie podría acercarse allí. Pero entonces, llega el domingo. Y con el domingo llega la luz. Una luz dentro de la tumba. ¿Una luz brillante? ¿Suave? ¿Intermitente? ¿Indirecta? No lo sabemos. Pero era una luz. Porque Él es la luz. Y con la luz vino la vida. A medida que la oscuridad se disipa, la descomposición se revierte. El cielo sopla y Jesús respira. Su pecho se expande. Los labios hasta entonces como de cera, se abren. Los dedos, agarrotados, se mueven. Las válvulas del corazón empiezan a trabajar. Y, mientras nos imaginamos el momento, nos sobrecoge el asombro. Y estamos asombrados no solo por lo que vemos, sino por lo que sabemos. Sabemos que también nosotros tendremos que morir. Sabemos que también nosotros seremos sepultados. Nuestros pulmones, como los de Él, quedarán vacíos. Nuestras manos, como las de Él, se agarrotarán. Pero la resurrección de su cuerpo y el mover de la piedra hacen que nazca una poderosa creencia: «Creemos esto: Si estamos incluidos en la muerte de Cristo que conquista el pecado, también estamos incluidos en su resurrección que salva y da vida. Sabemos que cuando Jesús resucitó de la muerte aquello fue una señal del fin de la muerte como fin de todo. Nunca más la muerte tendrá la última palabra. Cuando Jesús murió, Él llevó nuestro pecado, pero vivo nos trae a Dios» (Ro 6.5–9). A los tesalonicenses, Pablo les dijo: «Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en Él» (1 Ts 4.14). Y a los corintios: «En Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo en su venida» (1 Co 15.22–23). Para Pablo y para cualquier seguidor de Cristo, la promesa es sencillamente esta: La resurrección de Jesús es prueba y un anticipo de la nuestra. ¿Pero podemos confiar en esa promesa? ¿Es la resurrección una realidad? ¿Son verdad las afirmaciones de la tumba vacía? Esta no es solo una buena pregunta. Es la pregunta. Porque como Pablo escribió: «Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados» (1 Co 15.17). En otras palabras, si Cristo ha resucitado, entonces sus seguidores se reunirán con Él; pero si no, entonces sus seguidores son unos tontos. La resurrección, entonces, es la piedra angular en el arco de la fe cristiana. Si es sólido, entonces el portal es seguro. Quítalo y la puerta de entrada se vendrá abajo. Sin embargo, la piedra angular no se mueve fácilmente, porque si Jesús no está en la tumba, ¿entonces dónde está? Algunos especulan diciendo que en realidad Jesús nunca murió. Que parecía estar muerto, pero que solo estaba inconsciente. Y que luego se despertó y salió de la tumba. ¿Cuán verosímil es, sinceramente, esta teoría? Jesús soportó torturantes azotes, sed y deshidratación, clavos en sus manos y pies, y, lo peor de todo, una lanza en su costado. ¿Podría un hombre sobrevivir a un trato igual? Y si pudiera, ¿podría él solo rodar la piedra de entrada de la tumba, derrotar a los guardias romanos y escapar? Difícilmente. Queda descartada cualquiera sugerencia de que Jesús no estaba muerto. Otros acusan a los discípulos de robarse el cuerpo para simular una resurrección. Dicen que los seguidores de Jesús -cobradores de impuestos comunes y corrientes y pescadores- derrotaron a los sofisticados y bien armados soldados romanos y los detuvieron el tiempo suficiente como para remover la piedra sellada, quitar las envolturas del cuerpo y escapar. Una tarea que luce imposible, pero de todos modos, en caso que así haya sido, aunque los discípulos se hayan robado el cuerpo, ¿cómo se explica el martirio de algunos de ellos? Porque muchos murieron por la fe. Murieron por creer en el Señor resucitado. ¿Podría alguien inventar la resurrección y luego morir por un engaño? Yo no lo creo. Tenemos que coincidir con John W. Stott, quien escribió: «Los hipócritas y los mártires no están hechos del mismo material». Algunos van más lejos y afirman que fueron los judíos los que se robaron el cuerpo. ¿Es posible que los enemigos de Jesús se hayan apropiado del cadáver? Quizás. ¿Pero por qué habrían de querer hacerlo? Ellos querían el cuerpo en la tumba. Así es que nos apresuramos a preguntar, si ellos se robaron el cuerpo, ¿por qué no le sacaron provecho a la aventura? ¿Por ejemplo, exhibirlo? Poner el cadáver del carpintero en un estrado funerario y llevarlo por toda Jerusalén y el movimiento de Jesús habría chisporroteado como una antorcha en el agua. Pero no hicieron nada. ¿Por qué? Sencillamente porque no lo tenían. La muerte de Cristo fue real. Los discípulos no tuvieron nada que ver con el cuerpo. Los judíos tampoco. ¿Entonces dónde estaba Él? Bueno, durante los últimos dos mil años, millones han optado por aceptar la explicación sencilla que el ángel dio a María Magdalena. Cuando ella vino a visitar la tumba y la encontró vacía, le dijo: «No está aquí, pues ha resucitado, como dijo» (Mt 28.6). Durante tres días, el cuerpo de Jesús fue víctima de la descomposición. No estaba descansando, como te imaginarás. Se descompuso. Las mejillas se hundieron y la piel se puso blanca. Pero después de tres días el proceso se invirtió. Dentro de la tumba hubo una conmoción, una profunda conmoción … y el cuerpo viviente de Cristo se incorporó. Y en el momento que se incorporó, todo cambió. Como lo dijo Pablo: «Cuando Jesús se levantó de entre los muertos, aquello fue una señal del fin de la muerte como el fin de todo» (véase Ro 6.5–6). ¿No te emociona esa frase? «Fue la señal del fin de la muerte como el fin de todo». La resurrección es una explosión destellante que anuncia a todos los buscadores sinceros que no hay problema en creer. No hay problema en creer en la justicia final. No hay problema en creer en los cuerpos eternos. No hay problema en creer en el cielo como nuestro estado y la tierra como su estrado. No hay problema en creer en un tiempo cuando las preguntas no nos quitarán el sueño ni el dolor nos mantendrá postrados. No hay problema en creer en tumbas abiertas y días sin fin y alabanza genuina. Porque podemos aceptar la historia de la resurrección, es seguro aceptar el resto de la historia. Gracias a la resurrección, todo cambia. Cambia la muerte. Se creía que era el final; ahora es el principio. Cambia el cementerio. La gente iba allí una vez a decir adiós; ahora va a decir: «Pronto estaremos juntos de nuevo». Hasta los ataúdes cambian. Ya no son más una caja donde escondemos los cuerpos, sino que son un capullo en el cual el cuerpo se guarda hasta que Dios lo libere para que vuele. Y un día, según Cristo, será liberado. Él volverá. «Vendré otra vez y os tomaré a mí mismo» (Jn 14.3). Y para probar que su promesa iba en serio, se removió la piedra y su cuerpo resucitó. Porque Él sabe que un día este mundo volverá a ser conmovido. En un abrir y cerrar de ojo, tan velozmente como el relámpago alumbra del este al oeste, Él volverá. Y toda persona lo verá: tú lo verás y yo lo veré. Los cuerpos se levantarán del polvo e irrumpirán a través de la superficie del mar. La tierra temblará, el cielo rugirá, y los que no lo conocen se estremecerán. Pero en esa hora tú no tendrás temor, porque tú lo conoces. Porque tú, como el niño en Armenia, has oído la promesa de tu Padre. Sabes que Él ha quitado la piedra, no la piedra del terremoto armeniano, sino la piedra de la tumba arimateana. Y en el momento que Él quitó la piedra, también quitó toda razón para la duda. Y nosotros, como el niño, podemos creer las palabras de nuestro Padre: «Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Jn 14.3). Lucado, M. (2001). Cuando Cristo venga (pp. 19–27). Nashville: Caribe-Betania Editores.
Posted on: Sun, 01 Sep 2013 00:31:37 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015