Cuando el cielo se duerme A Dieguito Domínguez. 1962 a 1974. - TopicsExpress



          

Cuando el cielo se duerme A Dieguito Domínguez. 1962 a 1974. Mi Pepe del cielo. CAPITULO 1 La primera bomba que Pepe vio caer, lo hizo en el patio de su casa. Primero fue un silbido que parecía no tener procedencia. Luego una vibración extraña le perforó los tímpanos. Unos segundos más tarde, tras la confusa amalgama, un aterrador estallido convirtió su humilde hogar en un puñado de escombros humeantes con olor a pólvora. Su familia, en un acto instintivo, se llevó las manos a la cabeza. Se taparon los oídos para evitar que reventasen con la onda expansiva que, como un maleficio, sacudió con dureza sus míseras existencias. Se miraron los unos a los otros sin saber qué decir: las lágrimas brotaron en los ojos de su padre; su madre, sin prestar atención a las niñas que, aturdidas y temblando como pajaritos, se aferraban a su ajado delantal, se arrodilló agradeciendo al cielo el milagro de haberles salvado la vida; la abuela Tomasa lloró de verdad; y Pepe, impotente, se olvidó del conejo. -¡Bendito sea Dios! –exclamó su madre con las manos alzadas al cielo. -¿Bendito dices, mujer? Un cabrón hijo de puta digo yo que es –maldijo su padre. -¡José! No digas esas cosas, el Señor todo Santísimo nos puede castigar –repuso la abuela Tomasa. -¿Castigar, y qué es esto si no? –dijo José señalando las ruinas de su casa. -¿No lo entiendes? –Contestó su mujer levantándose del suelo-. ¡Es un milagro de Dios! -¿Cómo puedes llamar milagro a que una bomba nos haya dejado sin techo? –protestó su marido antes de dejarse caer abatido sobre la fresca hierba. Se refregó los ojos para enjugar las lágrimas y se limpió con los dedos el moquillo de los orificios nasales. Miró al cielo abatido; él no veía entre las escasas y etéreas nubes que el céfiro de la tarde disolviera ningún milagro divino. -¿No lo entiendes, hombre de Dios? el Señor con su gran poder nos ha sacado de la casa para salvarnos la vida –insistió su mujer. José le dedicó una mirada larga y profunda en la que ponía de manifiesto la amargura de su alma y con un hilo de voz aplanada, que parecía haber sido arrastrada por el aire, repuso: -Vivir… Pues que estemos vivos lo considero obra del Diablo para alargar nuestra agonía. -¡Madre…! No ha sido Dios –irrumpió Pepe cansado de que le atribuyese a un Dios que nunca veía por ninguna parte lo poco de bueno que les ocurría, como la escasa comida que conseguían, la mejoría de las fiebres de Juanita y hasta la muerte de su hermano gemelo. -¿Cómo te atreves a contradecirme? – replicó su madre. -Ha sido el conejo. El conejo nos ha salvado –insistió el chico después de haber guardado cierta distancia con la mano, siempre ágil y dispuesta para un cachete, de su madre -¡Mocoso atrevido! ¿Será posible? –protestó ésta mientras trataba de alcanzarlo. Pero el muchacho había adquirido gran destreza esquivando los sopapos maternales. 1 Pepe dejó la siniestra estampa familiar a sus espaldas. Al pasar junto a la casa, a él también se le escapan algunas lágrimas. Un agujero como el cráter de la luna señalaba el centro del que fuese un patio. De no haberse tratado de su casa hubiese alabado la buena puntería del piloto del avión. De los escombros esparcidos por los alrededores emergían columnas de humo grisáceo al que la brisa hacía oscilar mientras surcaban un cielo pardo anunciando la inminencia de una noche oscura y fría. Nada era reconocible. Ni los cimientos quedaban en pie. No había nada que reconstruir. Su casa, aunque humilde como la de cualquier carbonero, antes de ser el fatídico destino de una bomba perdida, era sólida y resistente a los aguaceros; sus amplios muros no dejaban pasar la humedad de los campos de Córdoba, el duro frío del invierno, ni el justiciero sol del verano. Constaba de dos habitaciones: una que se usaba como cocina comedor y otra donde dormía toda la familia, además, disponía de buenos corrales repartidos por el patio donde Concha se deleitaba con sus naranjos, macetas de geranios, margaritas, rosales, y plantas trepadoras, y donde la abuela Tomasa, entre zurcidos, tomaba el sol en los días de primavera. Alguna vez ostentó una buena huerta pero la escasez de alimentos hizo que esta parte de la casa fuese olvidada; cuánto sembraban desaparecía antes de madurar. José se pasaba las noches vigilando su huerta escopeta en manos, pero se dormía sin darse cuenta y al despertar sus hortalizas habían sido saqueadas. Terminó rindiéndose cansado de trabajar la tierra para otros. Pepe vuelve la vista a su familia: su madre aún discute el supuesto milagro de Dios mientras su padre maldice a cada uno de los santos que su mujer menciona; la abuela Tomasa es incapaz de controlar el llanto y las niñas claman atención entre tirones de delantal y lloriqueos. Pronto aparecieron los primeros vecinos. Al ver al muchacho de pie junto a las ruinas de la casa levantaron las manos al cielo exclamando: -¡Es un milagro! -¡Pepe ha sobrevivido, es un milagro de Dios! –expresaron explorándolo como si en vez de ser un niño fuese un marciano llegado en el cohete que agujereó el patio. -No ha sido Dios; ha sido el conejo –respondió enojado. Pero a nadie parece importarle el verdadero héroe del milagro; el conejo. -¿Ha muerto tu familia hijo? –preguntó la chismosa de Berta arqueando las cejas como un ave de rapiña. -Están allí –dijo el muchacho señalando el horizonte. A pesar de sus doce años, puede adivinar en los ojos de los curiosos, desilusión. Habría sido más emocionante y dado para más vidilla a los vecinos la trágica muerte de una familia alcanzada por una de las bombas de los ejércitos nacionales, y como guinda, dejando un huérfano solo y desamparado, o sea, Pepe. Los vecinos se limitaron a preguntar desde la distancia al matrimonio si se encontraban bien. José habría querido aprovechar el momento para pedirles algo de ayuda, pero al verlos alejarse, se limitó a agachar la cabeza aceptando, que sin ninguno de ellos muertos, o a punto de estarlo, carecían de interés. A Pepe le fastidiaba que Dios se atribuyese un milagro que no le pertenecía. Para evitar que eso ocurriese se va en busca de su amigo Jacinto. El chico ignoraba que las noticias fuesen más rápidas que las bombas, pero esa tarde lo descubriría. En cada calle que se adentraba la gente lo asediaba para preguntarle por lo ocurrido. -¿Es verdad que al escuchar el silbido salisteis todos corriendo? –preguntó la panadera. 2 -¿Fuiste tú o tu padre el que se volvió a por tu hermana Juanita antes de que la bomba explotase? –inquirió alguien del coro que lo acorralaba. -Fue Concha quien la tenía en brazos arropándola para que sudase la fiebre –respondió alguien. -Como quiera que haya sido, es un milagro de Dios –rebatió la mujer con el niño al cuadril. -¡Ha sido el conejo! –protestó una vez más Pepe. -¿El conejo…? Pobrecillo. Delira por el susto. El resto del camino hasta la casa de Jacinto procuró hacerlo escondiéndose de la gente y si se encontraba con alguien, corría antes de darle tiempo a preguntarle por la bomba y el milagro de Dios. Por el oeste comenzaron a emerger brumosas y oscuras nubes que dibujaban una fina cortina de lluvia. Soplaba un viento árido que sacudía las copas de los árboles en un balanceo peligroso y hacía crujir las ramas más sólidas. El aguacero se incrementó y se acercó con rapidez empujado por la fuerza del aire. El estruendo de un rayo daba la impresión de haber dividido el cielo en dos. Al sentir el impacto, en un acto reflejo para protegerse, Pepe se tiró al suelo junto a un muro. El corazón le latía con tanta fuerza que sentía dolor en el pecho. -¡Jolín qué susto! –se dijo. Su padre le tenía advertido que no se refugiara tras los muros porque podían ser más peligrosos que las bombas. Pero el muchacho no tuvo tiempo de pensar. Lo sucedido con su casa lo había marcado profundamente. Desde ese día se asustó de las tormentas, los golpes repentinos y cualquier estruendo. Al llegar junto a la casa de su amigo Jacinto imitó el cantar del jilguero. -¡Ya voy! –respondió Jacinto desde la ventana. Unas ligeras gotas de agua le mojaron el rostro como si quisieran enjuagar las pecas de sus mejillas. Pepe miró al cielo y pensó en su familia. Se sentía afligido; ahora no tenían dónde refugiarse de la lluvia y su hermana Juanita volvía a tener fiebre. El muchacho no pudo evitar la rabia y le dio una patada a un seto tronchándolo. Jacinto lo miró y le preguntó: -¿Estas enfadado por lo de la bomba? -¿También tú te has enterado? -Lo sabe todo el pueblo. Se dice que ha sido un milagro de Dios. -Gilipolleces. Ha sido el conejo. -¿El conejo? –preguntó desconcertado Jacinto. -Sí. Te lo explicaré más tarde, ahora necesito que me hagas un favor. -Si puedo, te ayudaré ¿Qué necesitas? -Que me prestes un lápiz y un papel. -¿Para qué quieres un lápiz y un papel? –dudó Jacinto. -Pues... ¿para qué va a ser, memo? Para escribir. -Pero a ti no te gusta escribir ¿ya no te acuerdas de los tirones de orejas que te daba don Felipe para que te aprendieses las letras? -¡Cómo no me voy a acordar! Fíjate en lo grandes que se me han quedado por su culpa. Pero ya que me costó tanto aprender, al menos que haya servido de algo. -¿Y qué quieres escribir? -Quiero dejar constancia de que el milagro ha sido cosa del conejo. -¿Y para qué quieres hacer eso? -Desde luego Jacinto, cada día estás más tonto, ¿para qué se deja constancia de las cosas? -No sé –respondió el chico encogiéndose de hombros. -Pues para que no se olvide, mejor dicho, para que se sepa la verdad. Estoy hasta los cojones de que Dios se crea superior simplemente porque todo el mundo se haya empeñado en atribuirle las cosas buenas. -¿Y qué pasa con las cosas malas? –cuestionó Jacinto confiando en la sabiduría de su mejor amigo. -Nada. Cuando pasa algo malo nadie se enfada con él, menos mi padre; él sí que tiene cojones para retarlo. Pues quiero que quede bien claro que ha sido el conejo. -Vale. Entra y te presto un lápiz. -Es que mi madre no quiere que entre en tu casa. Tampoco quiere que juegue contigo; pero eso jamás, antes muerto. -¿Y por qué no quiere que entres? -No sé, algo de la reputación. -Pues yo no lo entiendo –protestó el muchacho. -Yo tampoco. Serán cosas de mujeres. Ya sabes que no hay quien las comprenda. Pero no te preocupes, no pienso hacerle caso. -¿Qué hacemos ahora, José? –preguntó Concha a su marido una vez hubo acabado con las plegarias; pero éste no sabía qué contestar y menos aún qué hacer. La lluvia arreciaba sin piedad. El cielo no se compadecía de su desamparo. -¡Maldita sea mi suerte! Con todo el terreno que hay, la puta bomba ha tenido que dar de lleno en la casa –reprochó José entre maldiciones. -¡Santa María Purísima, compadécete de nosotros pecadores…! –rezó la abuela Tomasa. -¡Ya está bien de plegarias inútiles! –Irrumpió José-. Levantaos y ayudadme a preparar un refugio para la noche. -¿No será mejor irnos al pueblo y pedir ayuda a los vecinos? –sugirió Concha. -A los vecinos les importamos una mierda. No pienso gastar mi orgullo con ellos. -Pues en estas ocasiones el orgullo no sirve de mucho. Hay que buscar un lugar donde dormir, Juanita tiene fiebre otra vez – apuntó la abuela Tomasa. -¡Madre…! No me ponga usted más nervioso de lo que ya estoy ¿Dónde se habrá metido Pepe? Ese muchacho nunca está cuando se le necesita. -No digas eso, sólo es un niño –dijo Concha. -Un niño con dos manos fuertes que en estos momentos me serían de gran ayuda. -¿A dónde vas José? –preguntaron las mujeres. Concha lo siguió como un perro sin amo. Pero José no contestó. Con los brazos colgándole como si se le hubiesen salido de los hombros y arrastrando el ánimo se dirigió hasta las ruinas de su casa. Los escombros, aún calientes, humeaban con las gotas de lluvia. José se dejó caer en el suelo y lloró como un niño. Concha se abrazó a él tratando de animarlo. -Ya saldremos de esta…ya saldremos de esta… -le dijo a su marido entre sollozos. Las niñas contemplaban a sus padres destrozados entre los cascotes de su casa. José se levantó, se limpió las lágrimas y dijo: -Este trozo de pared es la mejor para improvisar un techo hasta que pase la tormenta. Arrimaron piedras al trozo de muro, clavaron algunos postes y recogieron los restos del tejado menos dañados. Metieron a las niñas en la chabola temiendo que se desplome y las sepultase. Bajo una lluvia insistente ataron lo mejor posible el improvisado refugio. -Madre, tengo frío –se quejó Juanita entre tiritones. No disponían ni de una cerilla para encender fuego y sus ropas estaban caladas. No tenían nada con lo que aliviar el frío que le producía las fiebres a su hija. José agachó la cabeza. La suya era la posición pasiva de quien aguardaba con impaciencia el alivio de la muerte. Por su mente se paseaban pensamientos desoladores como un veneno amargo que le revolvía el estómago y el corazón. Había ira en su pecho. Fuego en su alma. Maldecía aquella guerra que no comprendía. Él era un hombre sencillo que no entendía de otra cosa que de trabajo; el conflicto, del que nada quería saber pero que le afectaba hasta desesperarlo, destruyó incluso un buen jornal. En esos momentos habría cogido un arma para abatir el avión al que se le cayó una bomba en el patio de su casa. Daños colaterales habrían dicho las autoridades. Qué le podía importar a él cómo denominasen el hecho de haberse quedado sin su casa. Pensaba que ya no tenía otra cosa que la desesperación y su familia La tarde alcanzaba a rendirles sus últimos destellos de luz entre las espesas nubes de agua. El improvisado techo se calaba con insistencia. José comenzaba a cansarse de tapar agujeros. Por el camino apenas visible que conducía al pueblo, divisaron una carreta arrastrada por una maltrecha y huesuda mula. -¿Habrá escuchado Dios nuestra plegarias, abuela Tomasa? –preguntó Concha a su suegra al ver que la carreta se les acercaba. -Me daría igual que las hubiera escuchado Dios o el diablo, pero que esa carreta venga a socorrernos –repuso José limpiándose con las manos los restos de lluvia de los ojos. -¡Es Pepe! –exclamó Juanita. -No digas tonterías niña –protestó el padre temeroso de que la niña estuviese en lo cierto. -¡Es Pepe! –insistió la pequeña. -Que sí, que es Pepe, ya te hemos escuchado –respondió la abuela agudizando la vista. -Coño, que es Pepe, que la niña va a tener razón –refutó José. -¡Padre…padre…! –gritó Pepe desde la carreta. -¿Dónde has robado esa carreta? –preguntó enfadada su madre. -No la he robado, madre. Me la ha dado la Manuela. -¿Esa furcia…? –escudriñó la mujer. -Padre, me ha dicho que venga a buscaros para que pasemos la noche en su establo –expuso alegre el chico. -Pues yo no pienso pasar la noche en ningún sitio que venga de esa mujer. -¡Pero madre…! Se ha ofrecido para ayudarnos -repuso Pepe. -Que sí hijo…que sí –dijo animado José-. Vamos niñas subid a la carreta. -Pues yo me quedo aquí –objetó Concha. -Como quieras mujer. Niñas, madre ¿os venís? –dijo aliviado José. Las dos niñas mayores y la abuela Tomasa se subieron a la carretilla mientras la pequeña Celeste, acurrucada en el regazo de su madre, la miraba ausente del drama familiar. -¡Iré…! Pero que sepáis que lo hago para que Celeste no os eche de menos, que si no otro gallo me cantaría. -La niña te lo agradecerá -sugirió irónico José. -¿Qué es una furcia? –preguntó Juanita. -Un color…así como rosa –respondió José. -Es una mujer de la mala vida –increpó la mayor de las niñas, Anita. -Niña ¡Calla! ¿Dónde has oído semejante barbaridad? La culpa es tuya Concha, que no cuidas la lengua delante de tus hijas. –protestó la abuela. Su nuera agachó la cabeza avergonzada. Había anochecido cuando alcanzaron el pueblo. Las amplias paredes de piedra de las casas desprendían olor a humedad y musgo. Las goteras resbalaban por los tejados cayendo en los charcos con una sutil musiquilla de campaneo. Por los resquicios de las puertas y ventanas se filtraba la luz anaranjada de las chimeneas y los candeleros. En los hogares se escuchaba el bullir de sus inquilinos. El humo del fuego les llegaba cargado con los olores de los guisos. -Madre, tengo hambre –protestó Juanita. La madre respondió con una mirada húmeda donde una lágrima prendía como las goteras de los tejados. Las niñas se estaban acostumbrando a no recibir más respuesta que una mirada lánguida al vacío de sus estómagos. -Hemos llegado –dijo Pepe. Manuela los esperaba dentro del corral; había limpiado un poco el establo, sacudido las telas de araña, traído sábanas limpias y acomodado la paja que quedaba en los comederos. -Buenas noches tenga usted, doña Manuela –indicó José. -Buenas noches don José y compañía. -Le agradecemos mucho su ayuda –reposo la abuela Tomasa. Concha, enmudecida, recibió de su suegra un pisotón que entendió a la perfección. -Mi familia le agradece su hospitalidad –expuso Concha con la cabeza gacha. -¿Otra vez está enferma Juanita? –preguntó doña Manuela poniendo con delicadeza su mano sobre la frente de la niña. -Otra vez doña Manuela, ya ve usted que las desgracias no vienen solas –alegó José dando vueltas nervioso al filo de su húmedo sombrero. -Siento no poder ofrecerles nada mejor –indicó entristecida la mujer. -No se preocupe usted. Para quien nada tiene, esto es una mansión. -No exagere don José –respondió la redentora con una sonrisa. Manuela era una mujer aún joven, y muy hermosa, que decía ser viuda desde hacía ocho años. Provenía de la ciudad y no se le conocía familia alguna. Era una buena persona, pero la muchedumbre del pueblo le había dado la espalda porque la visitaba en su casa un teniente casado. Nadie entendía sus razones. La gente no hablaba de amor en aquellos difíciles tiempos. Su bienestar procedía de ese hombre que llenaba su despensa de alimentos, pagaba sus rentas y le prometía estudios para su hijo cuando acabase la guerra, que según decían, sería cosa de muy poco tiempo porque Franco era invencible. Pero ese pábulo que recibía lo pagaba con el desprecio de los que la miraban por encima del hombro cuchicheando a sus espaldas. José y su familia se instalaron en el establo entre alpacas de paja y aperos de animales y labranza. Doña Manuela le mandó a su hijo con un poco de caldo caliente y un trozo de queso. -La gente que diga lo que quiera, pero esta mujer es una santa –comentó la abuela Tomasa entre sorbitos de caldo caliente. Pepe quedó con Jacinto como otras noches. Necesitaba la ayuda de su amigo. Para cuando las campanas de la iglesia anunciaron las cinco de la madrugada, Pepe ya estaba imitando el jilguero junto a la ventana del muchacho. Éste se asomó refregándose los ojos. Su compañero le hizo una señal con la mano para que se diese prisa; la primavera se acercaba y amanecía antes. -Tío, te dije que estuvieras preparado para cuando llegase –protestó Pepe. -Y estaba preparado, pero me dormí sin darme cuenta. -Está bien, te lo perdonaré por tratarse de ti. Los muchachos se alejaron bordeando la inmensa casa del señorito Quintero. Como si los observasen curiosos los majestuosos cipreses, los castaños, y las palmeras que se elevaban en un cielo oscuro inclinando sus ramas. El dogo alemán color negro los olfateaba asomándose a los muros y rejas del recinto entre ladridos ensordecedores. Pepe le echó una mirada y vio que cerca de donde dormía, el perro guardaba un hueso fresco envuelto en rojiza carne. -Entretén al perro –sugirió Pepe a su amigo. -No, aquí no. Ese perro es muy peligroso. -No hay peligro que se me resista. -¡Qué no, Pepe! -¡Que sí, hombre! No seas cagón. -Joder…pero que sepas que no pienso entrar a ayudarte si te muerde. Pepe lo miró y no quiso decir nada. Su amigo no disponía de su arrojo y valentía en sus andanzas nocturnas, pero le era de gran ayuda como vigilante y para avisarlo de los peligros. Jacinto llamó la atención del perro desde las rejas sin quitar ojo a las ventanas de la casa. Su amigo trepó por la pared con la destreza de una lagartija y saltó al interior del recinto. El perro lo sintió e hizo el amago de ir en su busca, pero Jacinto lo increpó desde las rejas con un palo. El animal ladraba mordiendo la vara con furor. Jacinto sintió la fuerza de las mandíbulas. Pepe, fugaz como un destello, cogió el hueso y saltó el muro como si tuviese muelles en los pies. Tras la ventana de la casa, alguien apartó los visillos, pero los muchachos estaban distraídos y no se dieron cuenta de que el hurto estaba siendo observado por el señorito Quintero. -Menos mal –respondió aliviado Jacinto -Buen hueso. Menuda sopa tiene. -Aquí ya no entres más –protestó Jacinto con el corazón acelerado. -¡Que no dices…! Mientras este perro tenga huesos como este, como Pepe que me llamo que se los quito. -Pues que sepas que no pienso ayudarte. Los muchachos, como cada amanecer, recorrían huertas y patios donde los naranjos aún conservaban algunos frutos. Pronto el horizonte fue roto por un penacho de luz rojiza anunciando un nuevo día. La lluvia se había transformado en una niebla húmeda que empapaba el entorno. De las hojas de los árboles y los tejados resbalaban goteras insistentes que permanecían en la superficie de la tierra incapaz de absorber tanta agua. -Joder, estamos empapados –masculló Pepe sacudiéndose la cabeza. -Pues a mí lo que me molestan son los pies. Los tengo helados. -Amigo, algún día te pagaré tu ayuda. -Para eso están los amigos ¿no…? -Pepe…si tu hermano gemelo no se hubiese muerto de repente ¿serías mi amigo? -Supongo que sí. Sólo que seríamos tres. -¡Ah…qué bien! -Pero es mejor no pensar en las cosas que ya no tienen remedio –apuntó Pepe. -¿Tú crees que la guerra tendrá remedio? -Algún día se acabará, pero a nosotros nadie nos devolverá la casa. -Cuando seamos mayores podríamos ir a luchar juntos –insinuó Jacinto. -¡Bah…! No digas tonterías. Que se maten entre ellos. Para cuando Pepe llegó a su casa, sus padres y la abuela Tomasa ya estaban levantados. Juanita se encontraba peor. No había forma humana de bajarle la fiebre. Concha lloraba desesperada junto al montón de paja donde dormitaba su hija enferma. -Madre…mire lo que he encontrado –dijo tímidamente el muchacho. -Un disgusto es lo que vas a encontrar –alegó su padre entristecido. Su madre se levantó y se acercó a Pepe. Quiso darle una colleja que más bien parecía una mueca respaldada en el deber de reñir lo que no le quedaba más remedio que aceptar. -Te he dicho que no se roba –le reprochó por lo bajo. -Madre, yo no robo, cojo prestado. -¿Y eso que es sino robar? Un trabajo decente es lo que deberías buscar. -Madre, los milagros en Lourdes. Algún día, cuando tenga mucho dinero, pienso pagarlo. El muchacho se desató el hueso de la cintura como si fuese un trofeo de caza y lo dejó junto a la improvisada mesa. Extrajo de la talega unos repollos, naranjas y acelgas. -Este hueso es del perro del señorito Quintero, si se entera que se lo has robado… Pepe interrumpió sorprendido a su madre y preguntó: -Madre… ¿cómo ha sabido usted que es del perro del señorito Quintero? -Porque en el pueblo solamente el señorito Quintero puede comprar piezas de carne fresca como esta. Que sea lo que Dios quiera, al menos podremos llevarnos algo a la boca. ¡José! trae el hacha para partir el hueso. ¡Menudo tuétano jugoso tiene y cuánta carne le queda! –exclamó mientras echaba agua en un tiesto para lavarlo. -Madre… ¿qué le pasa a Juanita? -La mojada de ayer, hijo. No hay agua fresca ni parches de papel de estraza capaz de bajarle la fiebre. -Iré a buscar al médico –propuso el padre. -José ¿cómo le vamos a pagar? -Veré si quiere que trabaje para él. Puedo traerle leña para la chimenea, o arreglarle algún desperfecto en su casa… -No creo que acepte… -dijo Concha. -Probaré. -Anda ve pronto –insistió la abuela Tomasa ante la gravedad de la niña-. Yo tengo algunas monedas en el delantal, quizás sean suficiente. Pepe se acercó hasta su hermana y puso su mano en la frente. El calor que desprendía era tal que se asustó y la retiró de súbito. La niña permanecía lánguida entre los brazos de la abuela que la acunaba entre balbuceos y melodías imposibles de entender. El muchacho se sintió tan enfadado como cuando vio su casa convertida en escombros. Salió del establo y la emprendió a patadas con los viejos trastes olvidados en el exterior. El médico llegó con José. Se sentía fatigado tras la subida de la calle que llevaba hasta los establos de doña Manuela. -José…déjeme respirar un momento –rogó el hombre apoyándose en una pared. -Disculpe usted don Federico. -Yo ya estoy viejo y esta cuesta me supera. -¿Quiere usted subirse a mis espaldas? -No hombre. Sólo necesito descansar un poco. Ya estamos cerca. -Menos mal que doña Manuela nos ha dejado su establo –comentó avergonzado para advertir al médico. -Me enteré de lo de su casa. -Sí, don Federico, parece como si las desgracias se me pegasen a las costillas. El médico llegó hasta el establo. No pudo evitar sentir pena por esa familia que vivía hacinada en aquel cuchitril que una vez perteneció al ganado. No tenían colchones, enseres, ropas. En la entrada, sobre una lumbre bordeada por piedras, una cacerola humeaba, dentro, un hueso avivado por el fuego, soltaba su jugo junto a un repollo y algunas acelgas. -Esta niña necesita ser hospitalizada. -Don Federico ¿no puede usted hacer nada por ella? -Puedo mandarle algo para la fiebre, pero si no la ingresan en un hospital… -Muchas gracias, don Federico ¿acepta usted como pago mi trabajo? -No se preocupe José. No puedo curar a su hija, así que no sería justo que me pagase. -Por las molestias –insistió. -Las molestias forman parte de mi trabajo. -Es usted un santo –musitó la abuela Tomasa. -Si lo fuese tal vez podría salvarle la vida a esta niña…pero no lo soy. El médico abandonó los establos entristecido. Él no disponía de los medios adecuados para curar a la niña, sabía que en un hospital sí, pero la familia no tenía con qué pagarlo. Al pasar junto a Pepe se detuvo. El muchacho lo miró con los ojos enrojecidos por el escozor de las lágrimas retenidas. El médico le devolvió la mirada con una mezcla de compasión y piedad. Respiró profundo y le dijo: -Deberías secarte. Te vas enfriar. El muchacho no contestó, no podía. Adivinaba en el semblante de derrota del médico que su hermana estaba condenada a una muerte temprana como su hermano gemelo. El día siguiente era domingo y la familia se preparaba para asistir a la misa. -Yo me quedo con Juanita –indicó José. -¡Yo también! –se apresuró a decir Pepe. -Tú vienes aunque sea a tirones de orejas –protestó su madre. -Todo el mundo la toma con mis orejas, además, para qué quiero ir a misa. -Para pedirle perdón al señor. -¿Perdón por qué? -¿Por qué dices, muchacho del Diablo? -Sí. Yo no hago nada malo. -Además de ateo mentiroso –se lamentó su madre- ¿De dónde salen las cosas que traes? -Las cojo prestadas, ya se lo he dicho, madre. -Bueno, pues le pides perdón a Dios por las cosas prestadas. Durante la celebración religiosa el cura y capellán Asensio, hicieron mención de lo ocurrido a la familia de José y un llamamiento a los vecinos para que ayudaran. -Hemos de dar gracias a Dios y a su hijo Jesucristo por el milagro realizado con esta humilde y cristiana familia que nos acompaña -proclamaba desde el púlpito el jovencísimo cura-. El señor os obliga a ser bondadosos y misericordiosos con su desgracia. Él ha ejercido su poder para salvar sus vidas y ahora os toca a vosotros, caritativos vecinos, culminar la obra de nuestro señor. Como buenos cristianos estáis en el deber de ayudar. Cada cual que ofrezca según sus posibilidades. Recuerden que lo han perdido todo, ropas, enseres, mantas… Dios ha realizado el milagro de salvarles la vida, y no a uno, ni dos, ni siquiera tres, sino a toda la familia, incluida la anciana abuela Tomasa. Pepe desde el banquillo levantó el brazo. -¿Tú también quieres dar gracias a Dios hijo? –Preguntó el joven cura pensando que traía un discurso preparado por su padre para agradecer y pedir ayuda a los vecinos-. Sube al altar y dinos las inocentes palabras que Dios pone en tus labios de niño. -No ha sido Dios… -respondió con timidez el chico. -¡¿Qué dices muchacho?! –exclamó don Agustín, el cura, que en su asiento seguía con atención los pasos del joven cura. Al escuchar las palabras de Pepe se levantó aferrándose fuertemente con los puños a su túnica. Con pasos bruscos que hacían resonar las baldosas se le acercó arrugando la frente. Clavó sus ojos de alimaña en los del muchacho. No dijo nada ni falta que hacía, era suficiente con la expresión de disgusto de su rostro. Pepe comprendió que sus palabras no habían gustado al viejo cura y trataba de salir del paso. Necesitaba convencer a don Agustín de la verdad del milagro: que fue el conejo. -Lo del milagro, que no ha sido Dios, ha sido el conejo –musitó Pepe seguro de sí mismo. La madre y la abuela Tomasa agacharon la cabeza avergonzadas, su hermana Anita se tapó la sonrisa con las manos y don Agustín lo agarró por el lóbulo auditivo y lo obligó a bajar los escalones del altar a toda prisa y casi en volandas. Se aproximó a su oreja enrojecida y le dijo: -Cuando termine la misa quiero hablar contigo. Tras la ceremonia Pepe se acercó al cura asustado. Su madre, después de la tremenda reprimenda, lo advirtió de la ira del párroco. -¿Cómo se te ocurre ofender al señor de esa manera? –Preguntó don Agustín -pero el muchacho, temeroso de la reacción del cura, optó por no contestar-. ¿Es que ahora no tienes nada que decir? -Don Agustín, mi madre me ha dicho que le pida perdón. -A mí no, al Señor. -Pues le pediré perdón al Señor entonces… -¿Así de sencillo? –preguntó enfuscado el cura. -¡Claro…! Usted dice que Dios siempre perdona los pecados. -¡Calla insolente! Tendrás que cumplir un castigo. -¿Un castigo por qué? -¿Pero aún te atreves a preguntar por qué? Como soy un servidor de Dios y un hombre bondadoso te daré a escoger tu penitencia. La madre del cura escuchaba las amonestaciones con disimulo en el patio de la iglesia. Se afanaba en quitar hojas secas a las plantas y regarlas para permanecer cerca. No pudo evitar sonreír ante la inocencia del muchacho. -Como usted diga, don Agustín, escojo el castigo. -¿Qué dices muchacho? -Usted me ha dicho que escoja castigo o penitencia ¿no…? Pues prefiero el castigo. -No. Te he dicho que te pondré un castigo, una penitencia es lo mismo. -Pues a ver si se aclara, don Agustín, me hace usted un lío. -Señor, dame paciencia. Dime Pepe ¿prefieres limpiar durante una semana la iglesia o escribir cien veces una frase? -Limpiar la iglesia, don Agustín. -Bien. Entonces me escribirás cien veces “ha sido un milagro de Dios” -Don Agustín no me ha entendido usted, prefiero limpiar la iglesia. -Te he entendido perfectamente. -Pues yo no lo entiendo ¿por qué me dice entonces que escriba la frase? -Para que el castigo sea hacer lo que menos te gusta. -Eso no es justo –protestó el chico. -¿Acaso crees que al Señor le parece justo que digas que ha sido obra de un insignificante conejo el milagro realizado con tu familia? -Es la ver… -¿Que ibas a decir? -Nada, que no es justo. -¿Qué es lo que no te parece justo? -Lo del cas… quiero decir lo del conejo…que no es justo decir que ha sido el conejo. -Eso está mejor. El cura se alejó por la galería, y sin volver la vista al muchacho dijo con autoridad: -Tienes tres días para cumplir el castigo. La voz profunda del cura se intensificó por el eco. Pepe cruzó el patio entristecido. No comprendía el castigo porque estaba convencido de que había sido obra del conejo. Lo vio con sus propios ojos, aún así, habría preferido limpiar la iglesia una semana. Escribir era algo que solamente hacía cuando tenía que dejar constancia de cosas importantes. La anciana madre de don Agustín, doña Joaqui, lo esperaba junto al pozo. -¡Pepe…! -¡Joder, seguro que ésta quiere echarme otro castigo! –pensó. Pero doña Joaqui era una mujer afable que se sentía conmovida por la tragedia de su familia. -¿Quería usted, doña Joaqui? -¿Cómo está Juanita? -No muy bien. -Toma –dijo sacando cinco pesetas del bolsillo-. Dáselas a tu madre para que le compre las medicinas que le ha mandado el médico. No las pierdas. -Descuide, no las perderé. Pero don Federico ha dicho que si no la llevan a un hospital se morirá –respondió el muchacho con la esperanza de que doña Joaqui se sintiera conmovida y aumentara su donativo. -Si corriesen mejores tiempos organizaría una recolecta para llevarla al hospital, pero sé que sería inútil, el dinero escasea para todos por igual. Y dime… ¿qué te ha pasado con mi hijo? -Me ha puesto un castigo, o una penitencia porque al final no me he enterado bien. -¿Por lo del conejo? -¡Sí…! -Y no lo entiendes ¿verdad, hijo? -No muy bien, pero si lo dice el señor cura. -Yo te lo explicaré. Dios, como no podía bajar personalmente para advertiros de que una bomba estaba a punto de mataros, os habló a través de una de sus criaturas… -¿El conejo? -Así es ¿Lo entiendes ahora? -¡Sí! –respondió el muchacho para no buscarse otro castigo, pero seguía pensando que fue el conejo por sí mismo quien los salvó. -¡Pepe, levántate! –le dijo su padre zarandeándolo. -¿Para qué, padre? -Vamos al campo. -¿Al campo? –preguntó adormilado. -Date prisa. Haremos carbón, a ver si con un poco de suerte lo vendemos. -Padre no puedo; he quedado con Jacinto y Pedro para ir a pescar. -Tendrás que ir de pesca otro día. El muchacho se levantó como le ordenó su padre. Bebieron un poco de achicoria caliente con unos chuscos de pan y partieron al campo. La noche aún era persistente pero la luna llena marcaba con claridad los senderos. Dibujaba las sombras azuladas de las casas, los árboles y el monte. Padre e hijo atravesaron el pueblo en penumbras. La humedad en los tejados y en el suelo desprendía destellos luminosos que parecían guiarlos en un laberinto de callejas estrechas y empinadas donde las humildes viviendas no guardaban un orden y se adaptaban lo mejor posible al accidentado terreno. La única explanada había sido reservada para la plaza, donde una fuente con dos chorros escupía el agua que abastecía a los ciudadanos todo el año. Un tiempo atrás en sus charcos se limpiaban sus plumajes, palomas, tórtolas, gorriones, pero el hambre reinante en el pueblo acabaron con ellas y hasta con los gatos. Allí, entre los mejores lugares, se encontraba la casa del pedáneo que hacía las veces de Ayuntamiento, la casa del médico, la iglesia, donde residían los dos curas y la madre de don Agustín. El pueblo estaba situado a media falda de una montaña rocosa de abundante vegetación y monte bajo. La cima había sido barrida por la erosión dejando al descubierto afiladas rocas que parecían haber sido superpuestas con sumo cuidado y hasta con sentido de la estética. Poco después de que José y su hijo dejasen el pueblo, una tímida luz trataba de abrirse paso entre las nubes bajas atrapadas en el monte. José caminaba pensativo, como siempre desde que comenzó la Guerra Civil Española. Antes era un hombre pobre pero feliz porque no le faltaba un jornal con el que sustentar a su familia. Le gustaba hacer reír a sus hijas pequeñas imitando a los animales del monte, las bestias y la hipocresía de los señoritos. Pero ya no tenía ánimos para sus bobadas, aunque era en esos momentos difíciles cuando las pequeñas más las necesitan. Ahora su hija Juanita se moría si no la trataban en un hospital, su hijo Pepe robaba huesos a los perros, hortalizas, huevos, fruta… Tenía miedo de que lo matase una bala, y no disparada por un soldado, sino por un aldeano enfurecido. José se sentía desesperado. -Con una bala bien centrada por aquí sería suficiente –dijo a su hijo señalando con su dedo índice la sien derecha. -Padre no diga usted eso. -La desesperación le hace a uno decir muchas tonterías y da para pensar muchas más, pero ni eso puedo hacer hijo ¿qué sería de vosotros? -Ande padre. Este parece un buen sitio. Mire cuánta leña hay. -¡Sí! No conviene irnos muy lejos. Ya no se puede estar seguro en ninguna parte. Con la luz del alba los combates en los pueblos cercanos se reanudaron. A lo lejos, como en un sueño del que no se sabía cómo despertar, las bombas hacían temblar el suelo, las balas silbaban como un enjambre de abejas embravecidas y el olor a muerte se extendía igual que una mala sombra envuelta en humareda rojiza. Y como queriendo engañar al miedo, José y su hijo aparentaban no sentir el dolor que se podía adivinar en la ciudad y cortaban leña para hacer carbón. Pero cuando la legión Cóndor o los chatos rusos surcaban el aire no podían impedir ser sacudidos por una oleada de terror acompañada del instinto de supervivencia que los obligaba a echarse cuerpo a tierra para evitar ser visto. -Desde ahí arriba los pilotos no saben distinguir un hombre de una mula, por eso es mejor ser precavido –aconsejó José a su hijo. -Cuando sea mayor iré a la guerra y pilotaré un avión como ese. -No digas tonterías. La guerra es de borricos. -¡Que sí padre! Pero estaré del bando de los buenos. -En la guerra no hay buenos ni malos. Todos son iguales, comienzan matando por principios y terminan haciéndolo por placer. -Padre… ¿por qué hay guerra? -Porque son los borricos los que tienen el poder. -Padre, usted debería saber por qué hay guerra. -Porque unos quieren una cosa y otros otra diferente y lo resuelven con balas y eso no es lo peor hijo. -¡Ah no…! -No, lo peor es que para conseguirlo no les importa matar a los que les da igual una cosa que la otra, como a mí. -Padre… ¿cómo se ve el mundo desde un avión? -Pequeño hijo, muy pequeño. Cuando José regresó a su casa se encontró a su mujer enfadada y, como era su costumbre, prefirió no saber el motivo. Pero ella no estaba dispuesta a guardar silencio. -José ¿es que no te das cuenta que estoy enfadada? -Darme cuenta sí que me doy pero… -Y entonces ¿no piensas decirme nada? -Que no te enfades mujer, no merece la pena, bastante tenemos ya –aludió. -¿Eso es lo único que se te ocurre bruto, más que bruto? -Yo también estoy cabreado y no la tomo contigo, así que déjame tranquilo, Concha. -No puedo porque es muy grave. -¿Se trata de Juanita? –preguntó sintiendo como el corazón se le agita. -Ese angelito que me va a enfadar si apenas se mueve del camastro. -Entonces lo que sea no tiene importancia. -¡Claro que la tiene! La gente está murmurando. -¡Ves, lo que te decía; no tiene importancia! -La gente dice que la Manuela y tú… -Sí, como si yo no tuviese otra cosa en la que pensar. ¡Qué no hagas caso a esas bobadas! -Pues yo quiero irme a vivir a otro sitio. -Concha, cómo es eso que dice Pepe… -Los milagros en Lourdes –irrumpió la pequeña Anita. -Eso mismo te digo yo. Concha lloró desesperada por la indiferencia de su marido. La abuela Tomasa trataba de convencerla de que no era cuestión de querer o no, sino de que no tenían otro lugar mejor. Pero a la mujer la congoja le duró todo el día y parte del siguiente. José sabía que tenía que buscar otro lugar donde vivir, y no para callar las malas lenguas, sino por dignidad. -Cuando vuelva Pepe le dictaré una carta a tu hermano, a ver si nos puede ayudar. -Mi hermano está en el frente. -Pero su mujer no.
Posted on: Fri, 15 Nov 2013 16:11:42 +0000

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