¿De dónde viene lo Valtierra? II Mi tío Rito y la Guadalajara - TopicsExpress



          

¿De dónde viene lo Valtierra? II Mi tío Rito y la Guadalajara de los años veinte No conozco la razón, pero entrada la segunda década del siglo XX, mis abuelos maternos y su clan dejaron Tepatitlán para emigrar a Guadalajara y se instalaron en los potreros de La Huerta, un terreno muy cercano a la Hacienda de Oblatos, en un barrio que al correr de los años sería conocido como Talpita. Mis abuelos maternos, Don Guadalupe Valtierra y Doña Ildelfonsa González, llegaron a Guadalajara en compañía del hermano menor de mi abuelo, el tío Rito, y la esposa de éste. Se instalaron en la misma casa y ninguno de los dos matrimonios tenía hijos aún, pero el tío Rito tenía un perro llamado Tigre. Hasta dónde sé, otra rama de la familia se fue a vivir a Tijuana, pero desconozco si eran parientes de mi abuelo o de mi abuela. Es más, a ellos nunca los conocí. Sé de su existencia debido a algunas referencias que escuché de niño durante las charlas de mi mamá y su hermana, es decir, mi tía Lupe; recientemente mi padrino Beto (Adalberto González, mi padrino de primera comunión) también me ha contado algunas cosas, aunque no demasiadas. Por ejemplo, durante los funerales de mi primo Rafa, mi padrino Beto me contó que mi abuelo murió electrocutado al pisar un cable de alta tensión cuando volvía a casa después de cultivar su terreno. Desgraciadamente, de mis abuelos tengo muy pocos recuerdos ya que ambos murieron cuando yo era muy chico; no estoy seguro pero debo haber tenido entre cinco o seis años de edad cuando ambos ya habían fallecido. Muchos años después (allá por 1997) escribí el texto Cocina con alma, en el cual trato de rescatar de entre los escombros de la memoria los recuerdos de mis abuelos. Cocina con alma forma parte de mi segundo libro de cuentos, Cuando la Música Termina, publicado por Editorial Olvido a principios del año 2000. De quien sí conservo un recuerdo muy vivo y muy cálido es de mi tío Rito. Mi tío Rito era un hombre simpático y alegre; llevaba una fina y larga cadena de oro que le pasaba y repasaba por el cuello; usaba un sombrero de palma con dos cintitas detrás, bajo de copa y espaciado de alas. Y cuando por las mañanas, sin faltar una sola, salía de casa para ir a su establo para ordeñar sus vacas, llevaba una bolsa de yute colgándole del brazo, una pipa bailándole en los labios y a su perro Tigre siguiéndole los pasos. Era un hombre dulce y apacible; todas las tardes, cuando atendía su lechería, se sentaba en una mecedora y se balanceaba suavemente, tarareando en voz baja las canciones que escapaban de su viejo radio. Cuando lo conocí ya tenía más de cincuenta años. Tenía la cabeza redonda y abultada, cubierta por una abundante cabellera blanca; usaba una barba rala y su bigote “a la Pancho Villa” le ocultaba la comisura de los labios. Siempre usaba camisas blancas y la papada luchaba para escapar por el cuello cerrado. En invierno se ponía un chaleco de lana color marrón con cuatro botones que casi nunca se abrochaba. Yo no sé si mi tío Rito haya pisado alguna vez la escuela; tengo vagos recuerdos de que fracasaron unos estudios comenzados, pero le gustaba mucho leer. Además, tenía –lo que vale más que todos los títulos universitarios– una perspicacia natural, un talento práctico y, sobre todo, una bondad inquebrantable que ha dejado en mis recuerdos una suave estela de ternura. Debo hacer la siguiente aclaración: el texto anterior acerca de mi tío Rito está incluido como ejercicio de lectura de comprensión en los manuales o guías de estudio que utilizamos en el Centro Cultural Apreciación para impartir los Cursos de Nivelación Académica PAA y Piense II a los aspirantes a ingresar a Licenciatura o a Bachillerato en la Universidad de Guadalajara, y lo escribí a principios de 1997 cuando elaboré la parte de Español de dichos manuales. El tío Rito era muy joven cuando llegó a Guadalajara y para sobrevivir puso una lechería en el barrio de Talpita, en la esquina de la calle San Pedro y la 60, donde vendía por litros, medios litros y hasta por cuartitos, la leche bronca que almacenaba en tinas de metal galvanizado; y cuando yo iba a visitarlo a su lechería, a finales de la década de los sesenta, me contaba que en los años veinte, cuando mis abuelos y él llegaron a la ciudad, el tráfico realmente era muy escaso; me decía que los vehículos de motor eran contados y que el medio de transporte más utilizado eran los tranvías tirados por mulitas y los coches de punto; decía que había coches de bandera azul, de bandera roja y los más destartalados eran los de bandera amarilla. La tarifa por hora era según la bandera del coche; los de bandera azul cobraban mayor cantidad, ya que eran los que se conservaban en mejor estado, además eran arrastrados por caballos más robustos y podían trasladar con mayor rapidez al cliente. Decía que los tranvías eléctricos cubrían pocas rutas y que había una muy famosa, la de Libertad y Garibaldi; como su nombre lo indica, hacía su recorrido por esas dos arterias, que anteriormente se llamaban San Diego y Tequezquite. También me contaba que había otros tranvías que salían del centro rumbo a las colonias, pero una de las más conocidas era la denominada Norte y Sur, que precisamente unía esos dos polos de la ciudad. Cuando el conductor quería anunciarse en una esquina accionaba un timbre con el pie. El pasaje costaba solamente 5 centavos. Algunas personas preferían una tarjeta de abono que expedía la Compañía Hidroeléctrica. Muchos ciudadanos aprovechaban esta especie de talonario porque así salía más barato el transporte. Todos los tranvías estaban pintados de color amarillo, y en su costado tenían escrito un anuncio de la Compañía Hidroeléctrica e Irrigadora de Chapala, S.A. Por gusto, la gente se daba el lujo de salir a dar circuitos, pues como escaseaba el pasaje había suficientes asientos disponibles, y no se cobraba ningún precio adicional por dar una vuelta entera. Mi tío Rito decía que las principales calles de la ciudad se iluminaban con luz de arco. Este tipo de alumbrado consistía en unos focos colocados en las esquinas. Periódicamente pasaba el carro de la Compañía, tirado siempre por mulas, y los señores de la Hidroeléctrica se ocupaban de cambiar los carbones. Siempre que se realizaba esta operación, los niños se apresuraban a juntar los carbones que los empleados tiraban en la calle y los utilizaban para rayar paredes, puertas, o para pintar bebeleches en las aceras. La mayoría de las esquinas carecía de iluminación, por eso la oscuridad era casi completa, sobre todo en las orillas de la ciudad. La luz eléctrica se introdujo a las casas al módico precio de un peso por lámpara. Cuando el número excedía de tres lámparas, entonces se cobraba por consumo. Pero si el usuario tenía más de cuatro focos en su casa, la compañía le vendía y le instalaba un contador. Muchos utilizaban ese sistema, pues era más económico, ya que mientras no prendieran los focos el aparato no registraba ningún consumo y así el gasto de energía salía más barato. A finales de los años 20 la manera de comunicarse telefónicamente era a través de una empresa que tenía el monopolio en Guadalajara, llamada Compañía Telefónica Jalisciense, cuyo gerente era el señor Alfredo Morín. Los aparatos eran grandes y se encontraban instalados en las paredes de las casas. Para hacer la llamada, se le daba vueltas a una manivela, enseguida contestaban en la Central y la gente decía: “Favor de comunicarme con el señor Fulano de Tal, que vive en la calle tal con el número tal”. Muchos años después entrarían los teléfonos automáticos. Según el tío Rito, en aquellos años los tapatíos se surtían de víveres en los mercados y en los abarrotes o tendejones de barrio, pues entonces no existían las cadenas comerciales o supermercados; y me contó que los abuelos pusieron un tendejón por el barrio de oblatos. Eso debió ser en los primeros años de la década de los sesenta; yo no me acuerdo, pero por ahí anda una vieja fotografía en color sepia que da fe del hecho; en ella aparecemos sentados a la entrada de la tienda mi primo Rafa y yo, él como de siete años y yo como de dos; él tiene una botella de refresco en las manos y yo un virote. Detrás de nosotros, pegado en la pared, aparece un cartel de Cerveza Estrella. Mi tío decía que los abarrotes más famosos se encontraban por el Mercado Corona. Una tienda de abarrotes finos estaba en la esquina de Juárez y Colón, allí se vendía el mejor cacao de la ciudad. En la banqueta de dicho establecimiento, comúnmente podían verse sentadas dos o tres mujeres envueltas en su rebozo, y éstas eran solicitadas por las amas de casa para moler el chocolate a domicilio, porque en la ciudad casi nadie tomaba café, la bebida clásica del desayuno o la merienda era el chocolate. El mercado más importante era el Corona, también conocido como Plaza de Venegas. Afuera de este mercado había una especie de pequeños puestos, a los cuales la gente llamaba accesorias. Había una muy famosa en la esquina de Hidalgo y Zaragoza, y era la yerbería de Doña Refugio; esta mujer vendía toda clase de yerbas y allí se surtían los tapatíos. Por el lado de Independencia y Santa Mónica estaban las carnicerías. El mercado que hoy conocemos como Alcalde en aquellos años se llamaba Plaza de Toros y en ese mercado se vendía casi exclusivamente loza de barro como cántaros, tinajas, cazuelas, ollas, jarros, platos, etc. El mercado de San Juan de Dios, famosísimo desde ese tiempo, era quizá el más concurrido; ahí se compraba desde tabaco por peso, hasta camote crudo, calabaza, legumbres, fruta, verdura, guaraches, cobijas, sombreros y miles de artículos más. Había otros mercados menos importantes, como el de Mexicaltzingo, el de la Capilla de Jesús y el de San Diego. Mi tío Rito decía que las zapaterías se clasificaban según la clientela. Los catrines se calzaban en la pomposa zapatería conocida como París-Nueva York. La clase media usaba el calzado que se vendía en la calle Morelos; en la primera cuadra pasando Catedral hacia el poniente, estaban las zapaterías Segura, Luna y La Odalisca. La clase obrera compraba su calzado en los costados del templo de San Agustín o por la calle Morelos, cerca del Teatro Degollado, donde se exponían grandes ruedas de carrizo con zapatos expuestos al sol y al polvo. La gente que acudía a estos lugares no llevaba medias ni calcetines, y para probarse los zapatos utilizaban un pedazo de papel de estraza para que facilitara la entrada del pie y resbalara, pues allí no tenían calzadores. Frente al Teatro Degollado había una cuadra completa de tiendas que vendían jarcia, material muy necesario en la vida de la ciudad, dada la manera como se aparejaban los burros, mulas o caballos; así que las personas de la ciudad o del campo podían encontrar suaderos, aparejos, fustes, cinchos, sogas, retrancas, etc. Según el tío Rito, estas tiendas subsistieron mucho tiempo, hasta que dicha manzana tuvo que ser demolida para ampliar la Plaza de la Liberación. Frente al Degollado también había una especie de mueblerías a las que se les llamaba Urgencias; éstas vendían piezas sueltas, camas de madera muy mal hechas, porque las recámaras elegantes se fabricaron años después. Esas mentadas Urgencias vendían sillas, cajas para ropa, cómodas, mesas, en fin, todo en extremo corriente. También vendían cajas mortuorias; las pintadas de blanco y azul eran para niños, y las de negro, pegadas con cola y pintadas con chapopote, eran destinadas para los muertitos mayores y como adorno llevaban piedritas de hormiguero. La agente que acudía a estas mueblerías generalmente venía de algún rancho o pueblo circunvecino en busca de ataúdes. Las personas de más recursos contrataban los servicios de alguna funeraria, que podía encontrarse por la Avenida Hidalgo, cerca del Mercado Corona. Allí estaban situadas dos de las principales agencias funerarias; una enfrente de la otra, una en la acera norte y otra en la acera sur. Las personas que fallecían eran veladas en su propio domicilio. Entonces no existían capillas de velación. Y nadie hubiera pensado en el sacrilegio de sacar al muerto de su casa y velarlo en otra parte. Los precios de los sepelios eran baratos. Un funeral decente, que incluía caja, mozo, fosa, entierro y sepultura costaba cuatro pesos con cincuenta centavos. El mozo se encargaba de llevar al muertito hasta el camposanto en un carrito de mano, largo y angosto. Los cadáveres de más categoría eran conducidos en carroza. Cuando el sepelio era elegante, el cochero ostentaba sombrero alto tipo cubeta, chaqueta negra, pantalón blanco y polainas negras de charol, además, los caballos lucían mallas que llegaban debajo de la rodilla del animal y penacho en la cabeza. Este tipo de entierros avanzaba a paso muy lento, y los dolientes y demás comitiva seguían a pie el cortejo. Si acaso, utilizaban algún carruaje para llevar la corona. El único cementerio era el de Mezquitán, así que no había que caminar mucho para acompañar al muerto a su última morada, dadas las dimensiones de la ciudad en los años 20. Y en ese cementerio están sepultados los abuelos. Mi tío Rito decía que en los años veinte Guadalajara carecía generalmente de pavimento. Había algo de asfalto en las calles céntricas, incluso la Avenida Vallarta tenía únicamente una franja central de asfalto y ambos lados de la misma arteria estaban empedrados. Más tarde, con la colaboración económica de los vecinos la mayoría de las calles empezó a empedrarse con el sistema que llamaban “lomo de burro”, es decir, la parte central era ligeramente elevada y tenían un desliz que fluía hacia las banquetas. Algunos de los periódicos más importantes eran El Boletín Militar y La Gaceta. También circulaba un semanario satírico llamado El Gato, que se ocupada en criticar y zaherir a políticos, militares o personajes importantes de la época. Después apareció El Imparcial, que era de marcada tendencia conservadora o derechista. También circulaba otro semanario llamado El Verbo Libre. Posteriormente surgió El Informador, allá por el año de 1917, y años después apareció El Occidental. Por cierto, el 6 de enero de 1989 yo habría de entrar a trabajar al diario El Occidental como corrector de estilo y redacción, donde permanecí hasta noviembre de 1993. La vigilancia policíaca estaba encomendada a los gendarmes, a quienes generalmente se les daba el trato de “vecino” cuando se les dirigía la palabra por alguna circunstancia. Por la noche, los gendarmes traían una linterna alimentada con petróleo, la cual ponían generalmente en las cuatro esquinas, es decir, en la intersección de las calles, y ellos se sentaban a dormitar plácidamente en los quicios de las puertas. Es cierto que entonces en la ciudad había tranquilidad, había paz, y era realmente poco lo que tenían que hacer, a no ser que tuvieran que llevarse a algún borracho que escandalizaba o se había quedado tirado en la banqueta. El centro penitenciario conocido como Penal de Escobedo se encontraba en lo que ahora es el Parque Revolución. Era un edificio grande, con enormes murallas de piedra, en cuya parte superior había garitones donde los centinelas hacían guardia gritando “centinela alerta”, y otro centinela desde su garitón le contestaba “alerta”. Estos gritos se escuchaban a muchas cuadras de distancia, puesto que los ruidos de la ciudad eran muy pocos, pues no había radio ni coches que transitaran sonando el claxon ni camiones o motocicletas con el escape abierto. Los coches eran muy contados. Las placas se concretaban a la ciudad de Guadalajara, y los pueblos circunvecinos tenían su placa especial y de distinto color. El automóvil más popular era el Ford, que por ser de carrocería muy alta le llamaban “Ford de tacón alto”, debido a que al usuario le quedaba muy alzado del suelo. Las marcas de lujo eran la Maxwell y la Hudson. La gasolina se vendía en medidas de cinco litros y no había bombas para el despacho del combustible. Dicha medida, generalmente de lámina con una agarradera en un costado, se llenaba y luego se vaciaba en el tanque de los carros. Las llantas se inflaban con bombas manuales y a base de muchos pulmones, debido a que no existían las compresoras. La Calzada Independencia, anteriormente conocida como El Paseo, era una vía anchísima de tierra suelta por la cual entraban recuas de burros cargando tubos de barro y otros materiales para la construcción, se instalaban frente al mercado San Juan de Dios y allí acudían las personas que necesitaban tubería para algún drenaje y compraban las cargas de dicho material. En la acera oriente había unas tienditas de dos puertas a las que la agente conocía con el nombre de perchas y en ellas se vendía ropa tanto para hombre como para mujer. En la acera de enfrente estaban instalados los bancos de herrar. Estos eran numerosos y siempre tenían mucha clientela porque los burros y los caballos, además de ser un medio de transporte, desempeñaban un papel muy importante en la vida de la ciudad. Por ejemplo: transitaban por las calles de la ciudad carros repartidores de de cerveza y de gaseosas tirados por mulas o caballos. En los años veinte había dos cervecerías en Guadalajara. Una de estas cervecerías era La Perla y se encontraba junto a La Alameda. En la calle de Hidalgo, en su confluencia con Puebla, había otra cervecería denominada La Estrella. El reparto se hacía en carros tirados por animales, generalmente eran mulas bien alimentadas. La botella de cerveza Estrella costaba seis centavos y siempre ostentaba su etiqueta de papel. La principal fábrica de gaseosas era La Favorita. Esta empresa fabricaba especialmente limonadas y grosellas. Eventualmente sacaba otra bebida que se llamaba Ginger-Ale, pero ésta no era del gusto de los niños, porque no era dulce. Cada uno de estos refrescos valía tres centavos, y su reparto en los tendejones era también por medio de carros tirados por animales. Los caballeros vestían ropa hecha a la medida. El casimir francés era la última expresión de la elegancia y muchos se daban ese lujo, ya que el metro costaba ocho o diez pesos, y la mayoría acudía al sastre. Los señores verdaderamente elegantes usaban el imprescindible sombrero de Panamá. Otros usaban bombín o sombrero canotier, vulgarmente llamado panela. Los niños y los jóvenes usaban cachucha y el pueblo usaba sombrero de petate, además de pantalones de dril, caqui o de mezclilla; los arrieros usaban calzoncillo de manta con su ceñidor azul o rojo. Las señoras mandaban a hacer su ropa con las costureras y nunca salían a la calle sin ir tapadas con tápalo de burato de grandes flecos de hilo de seda, con chal o manto; y las niñas con chalina o rebocito de seda o granadina; las mujeres de las clases humildes siempre usaban rebozo. De hecho, recuerdo que mi abuela sólo se quitaba el rebozo a la hora de cocinar. Todas las mujeres usaban medias, cualquiera que fuera su clase, casi siempre eran de color negro o natural; y había numerosos talleres que se dedicaban a fabricar medias de hilo. Era muy frecuente ver en la calle y contra la pared, las hormas enfundadas con medias que habían sido sacadas al sol para que se secaran. Los Portales estaban llenos de puestos que vendían infinidad de dulces: trozos de alfajor, confites de colores, dulces de leche, jericallas, arrayanes, fruta cubierta, naranja, camote, biznaga, tejocotes, peras, manzanas, chabacanos, xoconoxtles, etc., que los caballeros compraban para regalar a las novias o las mamás para alagar a los hijos. A lo largo de la década de los 20’s, los Gobernadores de Jalisco fueron: Basilio Vadillo (1921-1922), Antonio Valadez Ramírez (1922-1923), Francisco Tolentino (1923-1924), José Guadalupe Zuno (1923-1926), Clemente Sepúlveda (1927), Silvano Barba González (1926-1927), Daniel Benítez (1927) y Margarito Ramírez (1927-1929). Mi tío Rito también me contó que mis abuelos maternos y él abandonaron su terruño debido a la violencia que se desató en la zona de Los Altos de Jalisco con motivo del movimiento conocido como La Cristiana o Los Cristeros. Pero eso lo contaré después. Este texto forma parte de las Desmemorias que estoy escribiendo (Entre los Escombros de la Memoria) y en las cuales aparecerán todas (o casi todas) las personas (y lugares) que han sido importantes en mi vida... y probablemente en alguna parte aparecerás tú...
Posted on: Wed, 14 Aug 2013 09:26:40 +0000

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