Día 5 Los correos ordinarios de Bogotá y del Sur, llegaron - TopicsExpress



          

Día 5 Los correos ordinarios de Bogotá y del Sur, llegaron esta mañana. Con el primero vino el parte que una compañía del batallón Vargas, estacionada en Honda, se había amotinado contra su capitán, llamado Lozada. S.E. dio orden para que se hiciese regresar dicha compañía a Bogotá, donde se halla su cuerpo, y que allí se abriese el juicio a los complicados en el motín y sufriesen, cualquiera que fuese el número de ellos, la sentencia del Consejo de guerra. El correo del Sur trajo cartas del general Flores para el Libertador. Este general, encargado del mando del ejército del Sur, ha dirigido a S.E. copia de una carta que con el mismo correo envía, dice, a su compadre el general Santander, en Ocaña. Su análisis es éste: Habla del bien y del mal que puede salir de la Convención; de la desconfianza que los pueblos y las tropas tienen de ella y del odio general que existe contra muchos de sus miembros, y concluye diciendo: que él y el ejército de su mando, están prontos para marchar a Bogotá, y más allá si fuere necesario para degollar a todos los enemigos del Libertador, del centralismo y de la unidad nacional, y que empezará por él ( Santander) si, como se dice, es el jefe del partido demagógico. dicen ustedes de la elocuencia de Flores? preguntó el Libertador. - Que es capaz de hacerlo, contestó el coronel Ferguson. - De hacerlo sí, replicó S.E. pero no de haberlo escrito. Yo conozco a Flores: en astucia, sutilezas de guerra y de política, en el arte de la intriga y en ambición, pocos lo aventajan en Colombia. Tiene una gran talento natural, que está desarrollando él mismo por me dio del estudio y de la reflexión; sólo ha faltado a Flores el nacimiento y la educación. A todo esto une un gran valor, y el modo de hacerse querer, es generoso y sabe gastar a tiempo; pero su ambición sobresale sobre todas sus cualidades y defectos, y es el móvil de todas sus acciones. Flores, si no me engaño, está llamado a hacer un papel considerable en este país. En resumen de todo lo dicho, no creo que haya escrito a Santander la carta que dice. Me ha dirigido esta copia, creyendo halagarme. Sin embargo, el general Flores es uno de los generales de la República en quien tengo una verdadera confianza, y lo creo mi amigo. Dijo después el Libertador que lo que había de cierto era que el coronel cordero era el jefe nombrado por el ejército del Sur para presentar a la Convención las actas de aquellas tropas, y obrar en Ocaña según las circunstancias en nombre de dicho ejército. Pon el correo ordinario llegado hoy también de Ocaña, se han recibido todas las actas de Venezuela, que el presidente de la Convención remite a SE. con el fin de que como encargado de la tranquilidad de la República y disciplina de las tropas, dicte las providencias del caso. Dicha remisión ocupa bastante el espíritu de S.E. y no se sabe aún la resolución que tomará; hasta ahora no lo ha manifestado, y se ha limitado a oír lo que le han dicho el general Soublette y demás que están su lado. El negocio es delicado; la Convención se ha negado a oír los reclamos de los pueblos y del ejército, y por el contrario reclama del jefe del poder ejecutivo medidas de represión contra los fírmatorios de dichos documentos. Por la tarde, el Libertador nos dijo que mañana iríamos al campo para refrescar un poco la cabeza y ver de buscar ideas más serenas y más sensatas. Se veía en su semblante la agitación de su espíritu y el trabajo de la imaginación. Al separarse de nosotros para retirarse a su cuarto, nos dijo: Quisiera saber si el señor Castillo tornará también por una victoria de su ejército la devolución de las actas de Venezuela. Día 6 La casa de campo a donde hemos acompañado a S.E. esta mañana, dista dos leguas de esta villa: en ella almorzamos y comimos. Sólo el general Soublette no fue al paseo por hallarse un poco indispuesto. Durante el día fuimos a cazar y S.E. se apartó de nosotros, quedando bastante distante y solo, m de hora y media; pero siempre nos mantuvimos a su vista, aunque él trataba de ocultarse de nosotros. Habiéndose vuelto a juntar, nos dijo: Mucho me están ustedes cuidando, lo mismo que si tuvieran sospechas de algún complot contra mi persona. Díganme francamente, ¿les han escrito algo de Ocaña? Viendo que nadie contestaba, el coronel Ferguson sacó una carta de OLeary y la presentó a S.E., quien, después de haberla leído, dijo: seguramente que todos ustedes tenían conocimiento de esta carta? El mismo coronel Ferguson que la había mostrado a todos, contestó que sí, pero que todos guardaban secreto sobre su contenido. Siendo así, continuó el Libertador, lean ustedes la que Briceño me ha dirigido: yo no quería mostrarla a nadie, ni hablar de ella; pero puesto que ustedes están instruidos del mismo negocio, impónganse de todos los pormenores que OLeary no ha dado en la suya. Leímos la carta del general Pedro Briceño Méndez, que en sustancia decía. Que un asistente de Santander había oído a éste hablar con Vargas Tejada, Azuero y Soto, del Libertador, lo que llamó su atención, y oyó muy distintamente que trataban de enviar a Bucaramanga a un oficial para asesinarlo; que el asistente, cuando oyó aquel infernal proyecto, estaba componiendo la cama de Santander, como a las nueve de la noche; que horrorizado con la premeditación de un crimen que debía quitar la vida al Libertador, a quien siempre había querido, fue al día siguiente a contar lo que había oído a una señora que sabía ser amiga del general Bolívar, lo que le ha comunicado una de las criadas de dicha señora con quien tenía relaciones. Que la señora, luego que estuvo impuesta, envió a buscar al general Briceño, a quien hizo la relación de lo ocurrido; que este general habló el mismo día con el asistente, quien le confirmó todo lo que había contado a la señora. El coronel OLeary en su carta, decía solamente que estaba instruido de que un oficial debía ir desde Ocaña a Bucaramanga, enviado por Santander, con el proyecto de asesinar al Libertador; y que, por lo mismo, debía tenerse mucho cuidado con los que llegaran, y de no dejar solo a S.E. El Libertador, hablando sobre el mismo negocio, decía que aunque conocía la exaltación del general Santander y de sus compañeros, no podía creer que llegasen a formar tal proyecto; que su asistente habría oído mal, o quizás habría inventado el cuento, y que, finalmente, aunque fuera cierto, no les sería fácil encontrar quien se encargase de dicho proyecto, y que muy difícil sería aún la ejecución; que por todos aquellos motivos, poco cuidado le había dado el aviso de Briceño; que, sin embargo, hay ciertas reglas de prudencia de las que los insensatos sólo se apartan, y casos también, en que toda prudencia es inútil, porque nuestra buena o mala suerte o, si se quiere, el acaso solo, y no nuestra previsión, nos salva o nos pierde; que en Jamaica y en el rincón de los Toros, no fueron ciertamente sus cálculos prudentes, ni sus medidas previsivas las que le salvaron la vida, sino sólo su buena fortuna. Yo entonces le dije que había oído referir varias veces aquellos dos acontecimientos extraordinarios, pero con tantas variantes que me hacían dudar de la verdad. Pues señor, dijo el Libertador, para que no le quede a usted ninguna duda, y para que conozca sus pormenores, oiga y oigan ustedes también, (dirigiéndose a los demás), cómo pasaron las cosas. Todos nos pusimos alrededor del Libertador, sentados a la sombra de unos grandes árboles; nuestros perros hacían la guardia, situados cerca de nosotros, y nuestros asistentes estaban a cierta distancia, contando igualmente sus cuentos. El Libertador principió de este modo: Algunos días antes de mi salida de Kingston, en Jamaica, para la Isla de Haití, en el año de 1816, supe que la dueña de la posada en que estaba alojado con el actual general Pedro Briceño Méndez y mis edecanes Rafael A. Páez y Ramón Chipia, había tratado mal y aun insultado a este último, faltándole así a la consideración debida, lo que me hizo no sólo reconvenirla fuertemente, sino que determiné mudar de alojamiento. Efectivamente, salí con mi negro Andrés con el objeto de buscar otra casa, sin haber participado a nadie mi proyecto; hallé lo que buscaba y me resolví a dormir en ella aquella misma noche, encargando a mi negro de llevarme allí una hamaca limpia, mis pistolas y mi espada; el negro cumplió mis órdenes sin hablar con nadie, aunque no se lo había encargado, por que era muy reservado y callado. Asegurado mi nuevo alojamiento, tomé un coche y fui a comer a una casa de campo de un negociante que me había convidado. Eran las doce de la noche cuando me retiré, y fui directamente a mi nueva posada. El señor Amestoy, antiguo proveedor de mi ejército, debía salir de Kingston para los Cayos al siguiente día, en una comisión de que lo había encargado, y vino aquella misma noche a mi antigua posada, para yerme y recibir mis últimas instrucciones; no hallándome, aguardó pensando que llegaría de un momento a otro. Mi edecán Páez se retiró un poco tarde para acostarse, pero quiso antes beber agua y halló la tinaja vacía; entonces despertó a mi negro Piito y éste tomó dicha tinaja para ir a llenarla; mientras tanto el sueño se apoderaba de Amestoy que como he dicho me aguardaba, y él se acostó en mi hamaca, que estaba colgada, pues la que Andrés había llevado a mi nuevo alojamiento la había sacado de los baúles. El negrito Pio o Piíto, pues así lo llamábamos, regresó con el agua, vio mi hamaca ocupada, creyó que el que estaba dentro era yo, se acercó, y dio dos puñaladas al infeliz Amestoy que quedó muerto. Al recibir la primera dió un grito, moribundo, que despertó al negro Andrés quien al mismo instante salió para la calle y corrió para mi nuevo aloja miento, que sólo él conocía; me estaba refiriendo lo ocurrido cuando entró Pío, que había seguido a Andrés. La turbación de Pío me hizo entrar en sospechas; le hice dos o tres preguntas, y quedé convencido de que él era el asesino, sin saber todavía quién era la víctima. Tomé al momento una de mis pistolas, y dije entonces a Andrés que amarrase a Pío. Al día siguiente confesó su crimen y declaró haber sido inducido por un español para quitarme la vida. Aquel negrito tenía 19 años, desde la edad de 10 a 11 estaba conmigo, y yo tenía absoluta confianza en él. Su delito le valió la muerte, que recibió sobre el cadalso. El español designado como inductor fue expulsado de Jamaica, y nada más, porque no se le pudo probar nada. Hay datos para creer que dicho individuo había sido enviado por el general español que mandaba entonces en Venezuela. Miren ustedes, continuó el Libertador, qué casualidad fue la que me salvó la vida y la hizo perder al pobre Amestoy. ¿Qué decir, qué concluir de esto? Que fue un acaso feliz para el uno y desgraciado para el otro. Ahora oigan este otro acontecimiento que también quiere conocer el coronel Lacroix. En la campaña de 1818, que así como la del año de 14 fue Una mezcla de muchas victorias y reveses, pero que no tuvo los resultados funestos de aquélla, sino consecuencias favorables e importantes para mi ejército y la nación, marché un día de San José de Tiznados, con poco más o menos 600 infantes y 800 hombres de caballería, con el objeto de ir a reunirme con las tropas que mandaba el general Páez. Había dado orden para que mi división acampara en una sabana del Rincón de los Toros, donde llegó como a las cinco de la tarde; yo llegué al anochecer, y fui enseguida a situarme con mis edecanes y mi secretario, el actual general Briceño Méndez, bajo una mata que conocía yo, y en donde colocaron mi hamaca. Después de haber comido algo, me acosté. Encargué al general Diego Ibarra, mi primer edecán, de situar la infantería en el punto que le había indicado, y después se había ido, sin que lo supiera yo, a un baile que había no sé en qué lugar, para regresar después de media noche a mi campamento. Apenas hacía dos horas que estaba durmiendo, cuando llegó un llanero a darme parte de que los españoles habían llegado a su casa, distante dos leguas de mi campamento, y que eran muy numerosos y los había dejado descansando. Según las contestaciones que me dio, y las explicaciones que le exigí, juzgué que no era el ejército del general Morillo, pero sí una fuerte división, mucho más numerosa que la mía. El temor de que me sorprendiesen de noche, me hizo dar órdenes en el momento para que se cargasen las municiones y todo el parque y se levantara el campo, con el objeto de ir a ocupar otra sabana, y engañar así a los enemigos que seguramente vendrían a buscarnos en la que estábamos. Dos de mis edecanes fueron a comunicar aquellas órdenes y a activar el movimiento, debiendo avisarme cuando empezara. Volví a acostarme en mi hamaca, y en aquel mismo momento llegó mi primer edecán quien, por no despertarme, se acercó sin ruido y se acostó cerca de mí, en el suelo, sobre una cobija; yo le oí, lo llamé y de di orden de ir a donde estaba el jefe de Estado Mayor, para que se apresurase el movimiento. El general Ibarra fue a pie a cumplir aquella disposición, mas apenas hubo andado un par de cuadras en la dirección en que estaba el Estado Mayor, cuando oyó al general Santander, jefe entonces de dicho E.M., y habiéndose acercado a él, le comunicó mi orden, y entonces Santander le preguntó, en voz alta, dónde me hallaba yo. Ibarra le enseñó y Santander, picando la mula, vino a darme parte de que todo estaba listo y de que las tropas iban a empezar el movimiento. Ibarra regresó en aquel momento; yo estaba sentado en mi hamaca, poniéndome las botas; Santander seguía hablando conmigo; Ibarra se acostaba, cuando una fuerte descarga nos sorprende, y las balas nos advierten que habían sido dirigidas sobre nosotros: la oscuridad nos impidió distinguir los objetos. El general Santander gritó en el mismo instante: el enemigo. Los pocos que éramos nos pusimos a correr hacia el campo, abandonando nuestros caballos y cuanto había en la mata. Mi hamaca, según supe después, recibió dos a tres balazos; yo, como he dicho, estaba sentado en ella, pero no recibí herida ninguna, ni tampoco Santander, Ibarra ni el general Briceño, que estaban conmigo; la oscuridad nos salvó. La partida que nos saludó con sus fuegos, era española. Se ha dicho que los enemigos, al entrar en la sabana, encontraron allí un asistente del padre Prado, capellán del ejército, que estaba cuidando unos caballos; que lo cogieron y amarra ron, obligándolo a conducirlos a la mata, donde me halla buscarnos en la que estábamos. Dos de mis edecanes fueron a comunicar aquellas órdenes y a activar el movimiento, debiendo avisarme cuando empezara. Volví a acostarme en mi hamaca, y en aquel mismo momento llegó mi primer edecán quien, por no despertarme, se acercó sin ruido y se acostó cerca de mí, en el suelo, sobre una cobija; yo le oí, lo llamé y de di orden de ir a donde estaba el jefe de Estado Mayor, para que se apresurase el movimiento. El general Ibarra fue a pie a cumplir aquella disposición, mas apenas hubo andado un par de cuadras en la dirección en que estaba el Estado Mayor, cuando oyó al general Santander, jefe entonces de dicho EM., y habiéndose acercado a él, le comunicó mi orden, y entonces Santander le preguntó, en voz alta, dónde me hallaba yo. Ibarra le enseñó y Santander, picando la mula, vino a darme parte de que todo estaba listo y de que las tropas iban a empezar el movimiento. Ibarra regresó en aquel momento; yo estaba sentado en mi hamaca, poniéndome las botas; Santander seguía hablando conmigo; Ibarra se acostaba, cuando una fuerte descarga nos sorprende, y las balas nos advierten que habían sido dirigidas sobre nosotros: la oscuridad nos impidió distinguir los objetos. El general Santander gritó en el mismo instante: el enemigo. Los pocos que éramos nos pusimos a correr hacia el campo, abandonando nuestros caballos y cuanto había en la mata. Mi hamaca, según supe después, recibió dos a tres balazos; yo, como he dicho, estaba sentado en ella, pero no recibí herida ninguna, ni tampoco Santander, Ibarra ni el general Briceño, que estaban conmigo; la oscuridad nos salvó. La partida que nos saludó con sus fuegos, era española. Se ha dicho que los enemigos, al entrar en la sabana, encontraron allí un asistente del padre Prado, capellán del ejército, que estaba cuidando unos caballos; que lo cogieron y amarraron, obligándolo a conducirlos a la mata, donde me hallaba último hacía alarde de nadar más que los otros; yo le dije algo que le picó, y entonces me contestó que también nadaba mejor que yo. A cuadra y media de la playa, donde nos hallábamos, había dos cañoneras fondeadas, y yo, picado también, dije a Martel que, con las manos amarradas, llegaría primero que él a bordo de dichos buques. Nadie quería que se hiciese tal prueba, pero animado yo había vuelto a quitar mi camisa, y con los tirantes de mis calzones, que di al general Ibarra, le obligué a amarrarme las manos por detrás; me tiré al agua, y llegué a las cañoneras con bastante trabajo. Martel me siguió y, por supuesto, llegó primero. El general Ibarra, temiendo que me ahogase, había hecho colocar en el río dos buenos nadadores para auxiliarme, pero no fue necesario. Este rasgo prueba la tenacidad que tenía entonces, aquella voluntad fuerte que nada podía detener; siempre adelante, nunca atrás: tal era mi máxima, y quizá a ella debo mis triunfos y lo que he hecho de extraordinario
Posted on: Tue, 15 Oct 2013 20:45:43 +0000

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