El CINE DE ENRIQUITO. Gracias al amplio reportaje que nos muestra - TopicsExpress



          

El CINE DE ENRIQUITO. Gracias al amplio reportaje que nos muestra la página web de Guía, me he enterado de la inauguración del nuevo Teatro Hespérides y, casi de forma inmediata, me asaltaron una serie de imágenes difusas- teñidas con ese color sepia característico de los viejos recuerdos- que, allá por la prehistoria, contemplé o viví en el cine de “Los Saavedras”, el único lugar donde uno podía abstraerse de la monótona realidad del pueblo. En la oscuridad de aquella sala, arrebolados los cachetes por la emoción, tuve mis primeros escarceos amorosos, y eso es algo que difícilmente se olvida. Allí, también, en la tenue atmosfera donde danzaban miríadas de motitas de polvo sorprendidas por el haz de luz parpadeante que brotaba del cuarto donde operaba Enriquito el Churro – quien, además de “echar” las películas, era un hábil coiffeur pour dames - allí, les decía, me codeé con el “duro” de Eddie Constantíne (“El Agente K debe Morir”), aquel actor francés, de origen americano y cara atormentada por la viruela, al que luego solía imitar ante el espejo del baño de mi casa. Allí, henchido el corazón con charras emociones, canté con Jorge Negrete o Pedro Infante sus vibrantes rancheras, guapangos o corridos. Allí, ¿cómo olvidarlo?, cabalgué con Hopalong Cassidy, en los primeros westerns que recuerdo, y también grité angustiado cuando “el muchacho”, que huía de los indios siuxs montado en aquel hermoso caballo blanco, era jaleado por todo el cine que galopaba con él en las sufridas butacas, mientras le pedía, desaforadamente, que fustigase más al caballo para que escapara de una vez de aquellas hordas de pieles rojas que iban tras su rubia cabellera… “El gallinero” del Teatro Cine Hespérides, en la parte alta, era el refugio de los menos pudientes. Algunos peones llegaban con su ropa de labranza, tocados con viejos cachorros o con boinas negras, que solían llevar “ladiadas” en la cabeza, y calzaban las mismas alpargatas reviradas de esparto con las que habían trabajado durante una inacabable jornada en las fincas de plataneras o en las sorribas del extrarradio del pueblo. Era la época en que a los dueños de las fincas aún se les llamaba sumisamente, “amo”. Está claro que la atmósfera en el gallinero era más densa que en el patio de butaca, a ello, además del olor de los cuerpos de los labradores, lavados someramente en las acequias a la hora de la suelta, contribuían las sonoras flatulencias que a veces se lanzaban en franca competencia al grito de “envío”, “arrastro”,o “quiero”, como si de una partida de cartas se tratara. Cuando se desataba una de estas batallas subían apresuradamente con sus linternas a poner orden Facundo o Jesús, los acomodadores,… Recuerdo una vez que tuvieron que parar la proyección y encender las luces para echar a la calle a unos alborotadores que se habían pasado de copas en el bar de Miguelito… yo escapé de la quema de chiripa. Ni que decir tiene que un servidor prefería el bullicio del gallinero, a la formalidad del patio de butacas. Allí estaba a mis anchas, con un ojo puesto en la pantalla y el otro sobre las señoras de airado vivir que hacían servicios manuales en un rincón del anfiteatro. Eran las mismas damas que luego servían copas y atendían, privadamente, en el humilde reservado del primer puticlub del pueblo, conocido popularmente como “El Tropezón”, que estuvo situado frente al Instituto Laboral, nada más salir del puente sobre el barranco de las Garzas, a mano derecha yendo hacia Las Palmas. Quien regentaba el cine de los Saavedras y vendía las entradas (un tostón) era Enriquito, alías “El Chorras” - palabra despectiva, de clara acuñación peninsular, que el hombre se había traído de su paso por aquella División Azul de Muñoz Grandes que fue diezmada por los rusos en Stalingrado-. Enrique era un hombre de ceño fruncido y gesto adusto, que le cambiaba radicalmente cuando diluía sus trágicos recuerdos de la guerra en la helada estepa rusa con la etílica ayuda de unas copitas de Vino Brillante. Entonces el hombre se distendía, se “agodaba” su lenguaje y se volvía una persona afable y cercana, aunque apenas se le entendiera nada de lo que decía. Tenía Enriquito el del Cine la manía de partir un palillo de diente en dos, e introducirse uno de los trozos en el bolsillo de la chaqueta cada vez que le servían una copa… supongo que era para controlar las que se tomaba a lo largo del día. Pues bien, a mí, que era un bicho malévolo, se me ocurrió que sería una buena broma introducirle una gran cantidad de palillos partidos en el bolsillo donde él los depositaba y esperar a ver su reacción a la hora del conteo…y así lo hicimos. Nos acercamos a él y le preguntamos algo sobre una película que se había anunciado, “Duelo al Sol”, de Gregorio Pérez (traducción libre que hacíamos de Gregory Peck) calificada por la estricta censura como 3R, y, mientras otro compinche lo distraía por la izquierda, le metimos como veinte o treinta trozos de palillos de dientes en el bolsillo derecho de su chaqueta y nos dispusimos a esperar tomando ron miel Arehucas acompañado de tapitas de mejillones en aceite con las insuperables papas fritas de Miguelito, el dueño de aquel barcito, de techos bajitos, estratégicamente situado casi frente por frente a la taquilla del cine. Cuando El Chorras consideró que si se tomaba una copa más no iba a poder subir los risquetes y llegar a su casa, pidió la cuenta mientras extraía los palillos del bolsillo donde se los metía habitualmente y, sorprendido por la enorme cantidad de trozos que tenía en la palma de la mano, dijo, mientras se rascaba la cabeza lleno de estupor: -“Chorras, hoy parece que me pasé”… Miguelito, un señor muy serio, después de echarnos una furibunda mirada, le dijo: -“No Enriquito, usted está equivocado, no me debe tanto”… Y le pasó una cuenta razonable, seguro que ni una copa más ni una menos, simplemente, las que de verdad se había tomado. Entonces el hombre, aliviado, abandonó el bareto canturreando por lo bajini. Otro personaje cercano al cine era Juanillo El Papó, un hombretón con evidentes signos de oligofrenia que ejercía de chico para todo, hijo de “Malacara”, un Guardia Municipal famoso por la excesiva facilidad con que utilizaba una varita que siempre portaba para reprimir a la díscola chiquillada. Juanillo era el encargado de colgar las pizarras donde se anunciaban los estrenos y de ir a buscar los rollos de las películas que llegaban de la capital, dentro de unas sacas, que alguna vez fueron blancas, en las atestadas bacas de los coches “dihora” de la compañía AICASA. ¡Ay que ver!... entre lecheras enormes, sacos de papas, morrales de quintos, racimos de plátanos casi maduros, puños de hierbaguinea y maletas de madera o cartón piedra, venían, nada más y nada menos, que Yul Brinner, Rock Hudson, Gómez Soria, Alfredo Landa, Alain Delón y demás estrellas de celuloide. También tengo una borrosa imagen de la oficinita que la compañía de aquellos vetustos Leylands amarillos tenía en El Siete, con la carga llegada dispuesta en el suelo de madera astillada, bajo la estricta vigilancia de Juanito “Mirando al Mar”. Tal vez a alguien se le haya olvidado, pero recuerdo que la mayoría de las pizarras y carteles que anunciaban los estrenos estaban dibujadas magistralmente por Blas, el tío de mis coetáneos los Márquez, persona misteriosa a la que alguna enfermedad retenía siempre en su casa, pero que era un artista como la copa de un pino. Antes de que empezara el viaje por la ficción que nos hacía sentir que había otro mundo fuera de los límites de Guía, sonaban unos timbrazos, se apagaban las luces, y comenzaba la proyección de un preceptivo NODO casi siempre copado de noticias sobre la Sección Femenina de Pilar Primo de Rivera, las hazañas europeas del Real Madrid y, por supuesto, por las inauguraciones de presas, las entregas de Cartas Credenciales en El Pardo y los reportajes sobre las experiencias cinegéticas, o pesqueras, de El Caudillo... Al hilo de esto, siempre me pregunté, sobre todo después de ver Moby Dick, cómo diablos pescó su “Excelencia el Generalísimo” un cachalote en aguas del Cantábrico… ¿le lanzó un arpón o lo pescó a caña, como pescaba yo barrigudas en los charcos de “Roca Prieto, con el anzuelo cebado con un pobre burgado” (flickr/photos/etecemedios/241342976/). Inmediatamente después del NODO venía la película, con al menos un descanso para el cambio de rollos. Allí, como todo quisque, me enamoré de Marisol desde su primer film, “Un Rayo de Luz”, enamoramiento del que aún quedaban rescoldos cuando, añales después, la conocí en Madrid junto a Antonio Gádes. Allí también me quedé, como casi todos, extrañado del trato y las intensas miradas que cruzaba Grace Kelly con su “hermano” en Mogambo. yaestaellisto/mogambo-y-la-censura-espanola/. En ese Teatro Cine Hespérides tal vez se fraguó mi interés por la música mientras disfrutaba con mis padres de aquellos Desfiles de Variedades, presentados por José María Ayaso, que llegaban de vez en cuando de la capital para regocijo del amuermado pueblo. Momy Dieppa, Lidia Guillén (quien luego devino en la más internacional Lea Zafrani) Casimiro Camacho y su insuperable Sitio de Zaragoza (¿o no era él?)… Tengo también la imagen de Paco Dávila cantando “Plegaria” en ese escenario (“Señor, eterno Dios”…) en alguno de los espectáculos montados por aficionados locales. En fin, espero que los cambios no hayan sido tantos como para que al final, cuando lo visite, no reconozca al viejo y querido Cine Herpérides. A él dediqué una canción que tuvo cierto recorrido en algún mercado de este lado del charco, se llama “Tarde de Cine”. Ha dicho.
Posted on: Mon, 15 Jul 2013 15:40:40 +0000

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