El Manual del Columpio Me fijé y vi: Un columpio entre un grupo - TopicsExpress



          

El Manual del Columpio Me fijé y vi: Un columpio entre un grupo de ellos. Hay toda clase de artilugios donde los pequeños ejercitan sus dotes circenses y los hay que esperan que sus padres o abuelos los columpien y los lleven de aquí para allá saltando y brincando. Este parque litoral, forma parte de la alameda marítima en que hoy por bula de la iglesia de Roma, se ha hecho: alameda festiva, al emparejar el día con la verbena de S. Pedro, qué ya veríamos si a éste le placería la jornada o no. Uno de los columpios donde he detenido la mirada, está aparejado con otros por el mismo eje, donde los niños chicos se columpian levantando sus primeros vuelos por encima de la tierra. Admonición tal vez de sus mayorías de edad en que los vuelos pueden llegar a ser ubérrimos de gloria, o tal vez se levanten demasiado en las alturas, para caer después a la tierra de todos con el regusto agraz de la ceniza o la costalada que se dará si no anda espabilado en este mundo de espabilaos. Mas ahora lo que yo trato de explicar nada tiene que ver con las mayorías de edad ni lo que a cada uno traiga esa alegación. Trato yo de explicar lo de una señora muy particular, y de su hija, quién sabe, a lo mejor no lo és, vaya usted a saber. Está sentada ésta en uno de esos artilugios. Quisiera yo poder describir, al menos lo intento; el bien hacer de esa mujer menuda que columpia a la pequeña siguiendo las indicaciones de un manual que permanece abierto en su diestra, mientras la opuesta espera el retorno de la silla encadenada donde la chiquilla reposa descuidada y vuela impelida por la mano que la espera en determinado punto, para volver a impulsar nuevamente el artificio. Mientras éste va y vuelve, la señora ojea con precisión medida el manual indicativo y prepara la envión adecuada que por una fracción de segundo aplicará nuevamente a la silla mineral. Y así, una y otra vez, con impulso matemático, Scesivamente, de igual medida de fuerza, en la posición correcta, con el arqueo culto de las piernas asentadas en el terreno medido; y, el manual frente a la mirada concienzuda, sin perder ripio, elegantemente somete a su enseñanza el estudio atento del manual con que ejercerá su oficio bien repasado y bien llevado para placer de la nena y envidia de los demás. Que empujan y empujan sin fijar el ritmo ni medida; a veces con excesiva fuerza y otras con desmadejamiento, poniendo a veces en peligro la integridad de los mocosos. Todavía otros se desentienden, dejando que sean ellos mismos los que se impulsen, perdiendo con ello los pequeñuelos el gusto de columpiarse. Pero aquella señora que usa el manual, impele y empuja como una máquina bien calada y engrasada, de tal manera que la niña exclama: —¡Al cielo, más alto, más alto, ángel, al cielo, al cielo!— Y eso es lo que trata de hacer la señora de mirada gentil y gesto de ángel. Me fijo con más detenimiento en ella y observo: su rostro irisado, con un blanco anacarado reluciendo al sol de la mañana que ya se encamina a la vertical. Al mirarla detalladamente, contemplo en ella un algo especial, no sé con exactitud el qué, tal vez una distinción excelsa, eminente y notable; algo veo en ella que difícilmente pudiera comparar a los que por allí pululamos buscando la sombra amable de los chopos en los viejos bancos repintados. Aquella mujer impoluta de rostro luminoso, sigue con las pausas de va y ven, balanceando a la criatura que relajada disfruta del paseo aéreo. Ciertamente sabe que está en buenas manos y que la energía que la propulsa es la justa pujanza que con sabiduría su benefactora ordena. Mientras yo miro abstraído no sólo el empuje a que es sometido el balancín, sino, lo más importante, creo yo: el seguimiento escrupuloso de la mujer por continuar en la observancia del manual para columpios con que se acompaña, mientras ejercita la importante tarea de impulsión y espera; espera e impulsión. Movimientos rítmicos, sincronizados por lo aprendido y aplicado en la práctica. Mientras la niña de largas trenzas finalizadas en lacitos —a la manera antigua— emite gritos alborozados de ángel volador. —¡Al cielo, al cielo ángel, al cielo!— Al oír nuevamente las exclamaciones alegres de la pequeña, me sorprendo y quedo atento; no sé si en realidad son mis eufenos los que me han engañado, mi pérdida quimérica de sentido auditivo, quizá me han cambiado la dicción de las palabras, o a lo peor o mejor (¿quién sabe?), sólo ha sido una ilusión fantástica de lo que he querido oír. Nuevamente me apresto para no perder el sentido de las palabras de la niña. No obstante miro a mí alrededor y veo a personas que se dirigen a la playa, hombres y mujeres, pequeños y grandes. Y, aquí cerca de mí, la pequeña fuente con su chorro apático e indigente; veo también a muchos niños en los columpios y resbaladeros jugando y voceando mientras madres y abuelos vigilan las evoluciones de todos ellos. Mientras, aquella mujer de ojos celestes vestida de singular claridad prolonga su celo ondeando el balancín sin por ello sustraer la vista del prontuario del que yo sigo pensando que és un manual para columpios. No obstante, empiezo a dudar y al pensamiento me asoman visiones peculiares mientras sigo emborronando la libretilla lo que mis ojos ven y mis oídos averiados logran descifrar. No soy yo muy dado a fantasear más de lo debido, puesto que ése es vicio de poca monta y, aunque todos alardeamos a veces, yo también he pecado de fantasear en alguna ocasión dicharachera, cosa que a mi edad, ya se perdona fácilmente. Pero no esta vez que me desconcierto de los vocablos que con reiteración, penetran nítidos a mi percepción, dada la extrema vigilancia a que he sometido mi atención. —¡Al cielo, al cielo ángel, al cielo! No, no hay desatino ni confusión. Las palabras en voz alta de la pequeña han volado con ella al espacio transmisor, y mi oído atento ha escuchado a la perfección: la frase, el enunciado o tal vez la oración. Miro entonces con la máxima escrupulosidad; me clausuro de todo lo que me rodea, mejor dicho, de lo que a los tres nos circunda: niña por los aires, señora con Manual del que ya no me atrevo a metaforizar por miedo al yerro y al dislate; y, yo, allí quieto, sin emitir siquiera una exhalación intensa de las que a veces inopinadamente se me escapan a manera de suspiro y sólo eso. Lo demás en esta porción de espacio se ha detenido o esfumado; incluso las hojas triangulares de los álamos parecen haber quedado estáticas a pesar del Provenza que fluye de la ensenada rasgueando a su paso lo que encuentra. Virtualmente los colores vivos de la temporada, han quedado transmutados a la variante: blanca/negra de los grises infinitos. Dado ya el asombro con que recibía yo esa visualidad infrecuente, intenté aproximarme a la dualidad niña/señora. Me alcé del viejo banco repintado y me dispuse a cumplir con la curiosidad ya asaltada en mi persona. Por casualidad miré el reloj; . Sólo dos, dos pasos había andado cuando oí una voz tras de mí.—Alí, ¿adonde vas? —dicho esto con el tono jovial del Jordi, hizo que me volviese para saludarle y a continuación, retomar al cometido para el cuál me había incorporado.—Espera un poco —dije— voy un momento hasta la baranda. Me volví hacía los columpios y, quedé allí parado, en el mismo lugar, asombrado, inmóvil, estático, silencioso, hermético, aislado, clausurado. Allí ya no estaban ni señora ni niña; sólo la silla metálica sujeta por las cadenas volaba por el espacio con la misma velocidad que yo había apreciado cuando portaba a la pequeña. Ahora nuevamente quedé postergado o tal vez a un paso de la locura. Miré con ojos de orate hacía los lados, miré arriba y abajo, a izquierda y derecha, al norte y al sur, miré a levante y a poniente; rastreé todos los artilugios donde jugaban y corrían los pequeñuelos. Me fijé en cada persona, grande y chica; me volví hacía los aparcamientos y ninguno de los tres coches que había cuando llegué, se había movido de su lugar. Ningún desconocido transitaba por las amplias aceras, sólo los conocidos de a diario. Entonces se me ocurrió mirar al cielo, continuaba el díaspléndido, sni una nube entorpecía el esplendor del sol. Giré la visión a la bóveda celeste de Garbí y, ahora si distinguí una pequeña bola gaseiforme (una pequeña nube o al menos así lo creí) albugínea y brillante que ascendía en vertical rodando sobre un imaginario eje estelar. En aquel lugar de tierra firme, permanecía yo inerte mirando el prodigio que se alejaba para confundirse con la luz. Otra vez mi amigo inquirió: —¿Qué miras noi? —Aquella nube —dije levantando el brazo y señalando con el dedo al infinito. —¿De qué nube hablas? —decía el Jordi mirándome extrañado. —¿No la ves? —respondí sin comprender porqué él no la veía. —¿Que me tomas el pelo? —¡No hombre, no. Por allá! —dije, volviendo a apuntar con el dedo tieso. —¡Venga, va! vámonos que ya ha venido el Ángel, —anunció. Otra vez quedé yo sorprendido esa mañana. Mirando a mis amigos dije sorprendiendo a los dos: —¡Eso es! Ahí está la explicación. Ha venido un ángel y se ha ido con ella. Seguramente que volverá a por nosotros también; algún día. —Éste tío está hoy loco, —apuntó el Ángel mientras ya comenzaba a andar, y nosotros dos lo seguíamos cómo no podía ser de otra manera. Cuando ya pasábamos el puente nuevo, Jordi y el Ángel discutían por no sé muy bien que asunto del partido del domingo. Mientras yo recapitulaba sobre aquella niña y la señora con su manual en la mano. . Entonces tuve la certeza de que también en el cielo se redactan manuales. Alí
Posted on: Tue, 16 Jul 2013 20:25:51 +0000

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