El cristianismo y la religión de la Cristiandad Sir Robert - TopicsExpress



          

El cristianismo y la religión de la Cristiandad Sir Robert Anderson «EL Soberano del Universo es, en general, un buen Soberano, pero con tantos asuntos entre manos que no tiene tiempo de fijarse en los detalles.» Esta era la apología de Cicerón hace dos mil años por el abandono de parte de Júpiter de su reino terrestre.[1] Y estas palabras expresarían acertadamente los vagos pensamientos que flotan en las mentes del común de la gente, si es que piensan en absoluto en Dios en relación con los asuntos de la tierra. Pero hay momentos en la vida en los que, usando el lenguaje del antiguo Salmo: «corazón y carne claman por el Dios vivo».[2] El Dios vivo: no una mera providencia, sino una Persona real; un Dios que nos ayude como nuestros semejantes lo harían si tuvieran poder para ello. Y en momentos así las personas oran como nunca lo han hecho antes; y los que están acostumbrados a orar, lo hacen con un fervor apasionado que nunca antes habían conocido. Pero, ¿cuál es el resultado? «Aun cuando clamé y di voces, cerró los oídos a mi oración.»[3] Esta es la experiencia de miles. Las personas no hablan de estas cosas; pero, al darle vueltas a las mismas en sus mentes, la fría bruma de una incredulidad asentada apaga el último rescoldo de fe en corazones enfriados por un sentimiento de total desolación, o excitados a la rebelión por la la injusticia del mundo que les rodea. Para algunos, sin duda, todo esto parecerá una combinación de la blasfemia e ignorancia de la incredulidad. Pero muchos verán estas páginas como una expresión total y precisa de reflexiones habituales. Y la formulación de estas dificultades se presenta aquí con vistas a su solución. Pero, ¿dónde se puede encontrar esta solución? Que el cielo esté callado no es una experiencia nueva para los hombres. Lo que es nuevo y alarmante es que este silencio sea tan abso­luto y prolongado; que, a través de todas las cambian­tes vicisitudes de la historia de la Iglesia a lo largo de casi dos mil años este silencio haya permanecido sin quebrantarse. Esto es lo que pone la fe a prueba, y lo que endurece la falta de fe y lleva a una incredulidad abierta. ¿Se puede resolver este misterio? De nada sirve especular acerca del mismo. La solu­ción, si existe, tendrá que encontrarse en las Sagradas Escrituras. Naturalmente, el Antiguo Testamento no va a arrojar ninguna luz sobre él. Ni tampoco los Evangelios nos darán una clave; por­que éstos son los registros de los «días del cielo sobre la tierra». Tampoco es necesario rebuscar en los Hechos de los Apóstoles porque, como ya hemos visto, este Libro es el relato de una dispensación transitoria marcada por abundantes exhibiciones del poder de Dios entre los hombres. ¿No está claro que si se ha de descubrir la clave del gran secreto de la dispensación gentil, es en los escritos del apóstol a los gen­tiles dónde se debe buscar? Pero aquí se separan los caminos. La ancha y gastada calzada de la controversia religiosa nunca nos conducirá a la verdad que buscamos. A ésta sola­mente llegaremos por un camino que la mayoría de los lectores rechazará. Debemos escoger entre un estudio de estas Epístolas contemplándolas o bien como exponentes de la evolución o perversión «paulina» de las enseñanzas del gran Rabí de Nazaret, o bien como vehículo de aquella posterior revela­ción prometida y prefigurada por nuestro divino Señor en los últimos discursos de Su ministerio sobre la tierra. La primera opción es la que se considera como el camino de la moderna ilustración, la segunda es objeto de menosprecio como un atajo ahora abandonado, o frecuentado sólo por los místicos y por los iletrados. Pero en estas cuestiones la popularidad no es el criterio de la verdad. Que el ateo evolucionista lo explique si puede, pero permanece como hecho recalcitrante que el hombre es esencialmente un ser religioso. Puede hundirse tan abajo como para deificar a la humanidad y hacer del yo su dios, pero necesita tener un dios, de la clase que sea.[4] La religión le es necesaria. La religión cristiana predomina en la Cristiandad; otros sistemas mantienen su predominio entre las civiliza­ciones decadentes del mundo; pero ni la degradación más profunda ni la ilustración más superior han producido jamás una sola nación ni tribu de ateos. Esta realidad indubitable puede sin embargo dar origen a pensamientos muy serios. No se puede admitir que el elemento de verdad no tenga que ver con la reli­gión, ni que todas estas religiones sean igualmente aceptables. Y cuando llegamos a la cuestión de su excelencia relativa, la religión de la Cristiandad resiste a toda comparación. En tal caso, ¿podemos acaso mantener que todos los adscritos a la religión cristiana tienen la certidumbre del favor divino? Si olvidamos por un momento «el espíritu de nuestra época» y aceptamos la autoridad divina de las Escrituras, nos veremos asaltados por la duda de si la religión en este sentido sirve para nada en absoluto. Desde luego, el judaísmo era una religión divina. Tenía «ordenanzas de culto y un santuario terrenal»,[5] constituidos por Dios en un sentido que ningún otro sistema podría pretender. Y con todo leemos: «No es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en el interior, y la circuncisión es la del corazón».[6] Y aún otra vez: «Porque... ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación».[7] Ahora bien, si en una religión que parecía consistir tanto en cosas externas, lo externo no era de ningún valor en absoluto, excepto si tenía su contrapartida y su realidad en el corazón y en la vida de la persona, esto tiene que ser aun más cierto del cristianismo. ¿No podemos acaso afirmar confiada­mente que no es cristiano el que lo es exteriormente, sino solamente el que lo es interiormente? ¿No pode­mos acaso sostener que hay una gran distancia entre el cristianismo y la religión de la Cristiandad? En el caso de la Iglesia de Roma y de las griegas, esta dis­tinción adquiere la dimensión en un abismo sin fondo. Y aún más, como bien lo ha expresado el señor Froude, en aquellos países que rechazaron la Reforma, «la cultura y la inteligencia han dejado de interesarse en un credo en el que ya no creen más. Los laicos manifiestan una indiferencia desdeñosa, y dejan a los sacerdotes que ocupen un campo en el que los hombres razona­bles han dejado ya de esperar el crecimiento de nada bueno. Este es el único fruto de la reacción católica del siglo XVI». Y añade: «Si se están empezando a manifestar los mismos fenómenos en Inglaterra, en coincidencia con el repudio de los principios de la Reforma por parte de una parte del clero, y si se les per­mite seguir con su “avivamiento” católico, el divorcio entre inteligencia y cristianismo resultará tan total entre nosotros como lo ha sido en otras partes». Es imposible que se dé un divorcio «entre inteligencia y cristianismo». En realidad, por «cristianismo» el autor citado quiere decir «la religión de la Cristiandad» y, una vez hecha esta corrección esta aserción es irrefutable. La obra de A. J. Balfour, Foundations of Belief, soslaya esta dificultad que aquí sugerimos al detenerse en su mismo umbral. Su obra es una «introducción al estudio de la teología». Y en la misma sus críticas son incisivas, y su lógica impecable. Pero un paso más le hubiera llevado al punto donde los caminos se separan. ¿Cuál es la teología que él está abordando? ¿Es la religión de la Cristiandad —una religión humana basada en un ideal divino, formulada para intervenir y regular las opiniones y la conducta humana por lo que hace al componente espiritual de su com­plejo ser? ¿O es el cristianismo —una revelación di­vina que demanda la fe para, de esta manera, moldear el carácter y controlar la vida entera de aquellos que la reciben? Según la opinión de algunos, la gran religión de Asia se compara favorablemente con la de la Cris­tiandad, debido a la libertad respecto del clericalismo y de las observancias ceremoniales, a su repudio de la peni­tencia y de todo mero ascetismo, y a la singular verdad y belleza de su doctrina del «Camino Medio». Pero la comparación es totalmente deshonesta, por cuanto se hace entre el budismo ideal de nuestros admiradores ingle­ses del Gautama y el sistema cristiano en sus manifestaciones más corrompidas. El budismo práctico en los entornos budistas es una superstición vulgar y esclavizante, y no puede compararse con la religión cristia­na ni en sus peores formas. E incluso el budismo refinado difundido por sus exponentes occidentales carece de aquel elemento ennoblecedor distintivo del cristianismo. La historia totalmente legendaria y me­dio mítica de la vida del Gautama dista de ser equivalente a los hechos bien conocidos del ministerio de Cristo.[8] Dejemos aquí la palabra a un testigo cuyo juicio no se halla bajo sospecha de ningún prejuicio religioso. Dice W. E. H. Lecky: Estaba reservado al cristianismo la presentación al mundo de un carácter ideal que, en medio de todos los cambios de dieciocho siglos, ha llenado el cora­zón de los hombres de un amor apasionado, y se ha mostrado capaz de actuar sobre todas las edades, naciones, temperamentos y condiciones: que no sola­mente ha sido la pauta más sublime de virtud, sino el mayor incentivo a su práctica, y que ha ejercido una influencia tan profunda que se puede decir con verdad que el simple registro de tres cortos años de vida activa ha hecho más para regenerar y suavizar a la huma­nidad que todas las disquisiciones de los filósofos y que todas las exhortaciones de los moralistas. Este ha sido, verdaderamente, el ma­nantial de todo lo que ha habido de mejor y de más puro en la vida cristiana. En medio de todos los pecados y fracasos, en medio de todo el clericalismo, de las persecuciones y del fanatismo que han desfigurado a la Iglesia, ha preservado en el carácter y ejemplo de su Fundador un principio perdurable de regeneración. Si la religión cristiana, incluso en su parte humana y externa, puede presentar un testimonio como éste, ¿qué palabras serán adecuadas para describir al cristianismo en el sentido más elevado y profundo? Y no es legítima la crítica de que esta distinción sea imaginaria y artificial. De hecho, es amplia y vital. Así como la religión de Asia está ba­sada en la vida y en la enseñanza del Gautama, así la religión de la Cristiandad, considerada como sistema humano, afirma basarse en la vida y en la enseñanza del gran Rabí de Nazaret. Pero el advenimiento y el ministerio de Cristo fueron en realidad preliminares a la gran revelación del cristianismo. Así quedó coronada y completada, por así decirlo, la estructura que se había estado erigiéndo durante décadas. En su aspecto público, Su misión tuvo relación con la dispensación que estaba a punto de finalizar. Él nació «bajo la ley».[9] Él fue «siervo de la circuncisión para mostrar la ver­dad de Dios». De ahí Sus palabras: «No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel». Y, como resultado, el infinito amor y la gracia que no conoce de distinciones se tuvieron que contener. «De un bautismo tengo que ser bautizado», exclamó Él, «y ¡cómo soy estrechado hasta que se cumpla!» (Lc 12:50, Gr.). El cristianismo de Pablo Hace solamente medio siglo[1] los teólogos de la Cristiandad se sobresaltaron ante la publicación del tratado de Ferdinand Baur sobre Pablo. Fue un libro que hizo época. Las investigaciones críticas del autor le habían llevado a afirmar la indudable autenticidad de las Epístolas a los Romanos, a los Corintios y a los Gálatas. Y fundándose en estos escritos como nuestra guía más segura en investiga­ciones históricas respecto del carácter y del origen del cristianismo primitivo, procedió a demostrar su origen paulino. «Estos auténticos documentos», sostenía él (citando a un autor reciente), «revelan una antítesis de pensamiento, un partido petrino y un partido paulino en la Iglesia Apostólica. El partido petrino era el cristianismo primitivo, compuesto de personas que, en tanto que creían en Jesús como el Mesías, no dejaban de ser judíos, el cristianismo de los cuales era un estrecho neojudaísmo. El partido paulino era un cristianismo reformado de la gentilidad cuyo objetivo era la universalización de la fe en Jesús liberándolo de la ley y tradición judías. Así, el universalismo del cristianismo y, por ello, su importancia y logros históricos, son en realidad la obra del apóstol Pablo. Su obra no la llevó a cabo con la aprobación y el consentimiento, sino en contra de la voluntad y a pesar de los esfuerzos y oposición de los antiguos apóstoles, y especialmente de sus partidarios más inveterados, que afirmaban ser el par­tido de Cristo».[2] Si queremos comprender la secuela del anterior que se está desarrollando, es necesario rescatar de su falso medio ambiente de racionalismo alemán la importante verdad que Baur acaba así de sacar a la luz y de distorsionar.[3] Nos es preciso reconocer el carácter intensamente judío de la dispensación pentecostal. Y, en relación con esto, debemos también comprender el doble aspecto de la muer­te de Cristo. La Cruz fue la manifestación de un amor de Dios sin reservas ni límites; pero fue tam­bién la expresión de la indecible malignidad del hombre. Si la reverencia nos permitiera dar lugar a la imagi­nación en un asunto como éste, podríamos suponer que la muerte de Cristo fue consumada por el poder de Roma frente a las protestas y súplicas de un pueblo judío agraviado y oprimido. Más aún, pudié­ramos imaginar que el «Rey de los Judíos» hubiera sido hecho morir por una razón de estado, pero tratado hasta el final con todo el respeto y miramientos debidos a Su carácter personal y dere­chos regios. ¿Y quién se atreverá a afirmar que la eficacia expiatoria de la muerte de nuestro Divino Señor, sea como fuere que se hubiera llevado a cabo, pudiera ser menos que infinita? Pero observemos el énfasis que las Escrituras ponen en la manera de Su muerte. Fue «muerte de Cruz». No faltaba ningún elemento de desprecio ni de odio. La Roma Imperial la decretó, pero fue el pueblo escogido quien la exigió. Las «manos malvadas» mediante las que ellos asesinaron a su Mesías eran las de sus gobernantes paganos, pero la responsabili­dad del hecho fue toda de ellos. Y no fue el ignorante populacho de Jerusalén el que obligó al gobierno romano a levantar aquella cruz en el Calvario. Detrás de la multitud se hallaba el gran Consejo de la nación. Tampoco fue un repentino arran­que de pasión lo que llevó a estos hombres a clamar por Su muerte. Sectas enfrentadas entre sí olvidaron sus diferencias para colaborar en conspiraciones bien urdidas para lograr Su destrucción. Esto tuvo lugar además en durante la fiesta de la Pascua, cuando judíos de todos los países se congregaban en Jerusalén. Cada grupo de presión, cada clase, cada sección de aquella nación, participó en el gran crimen. Nunca ha habido un caso tan claro de culpa nacional. Nunca ha habido un acto por el que se pudiera llamar con más justicia a una nación a dar cuenta de él. Pero la misericordia infinita podía incluso perdo­nar este pecado trascendental, y fue en la misma Jerusalén que se proclamó la gran amnistía por primera vez. Por mandato divino se predicaron el perdón y la paz ¡a los mismos hombres que habían crucificado al Hijo de Dios! Pero aquí los conceptos erróneos están tan asentados que se pierde todo el significado de la narración. Los apóstoles fueron guiados por Dios a declarar que si, incluso entonces, los «varones israelitas» se arrepentían, su Mesías regresaría para cumplir para ellos todo lo que sus propios profetas habían predicho y prometido sobre la bendición espiritual y nacional.[4] Presentar esto como doctrina cristiana, o como la institución de «una nueva religión», es demostrar igno­rancia tanto acerca del judaísmo como del cristia­nismo. Los oradores eran judíos, los apóstoles de Aquel que fue Él mismo «siervo de la circuncisión». Sus oyentes eran judíos, y como a judíos se les hablaba. La iglesia de Pentecostés basada en este testimonio era intensa y totalmente judía. No se trataba meramente de que los oyentes fuesen judíos y sólo judíos, sino de que la idea de evangelizar a los gentiles ni siquiera había recibido consideración. Cuando la primera gran persecución esparció a los discípulos e «iban por todas partes anunciando el Evangelio», predicaban, como se nos afirma de forma expresa: «sólo a los judíos».[5] Y cuando, después de un período de varios años, Pedro entró en una casa gentil, se le llamó públicamente a que diera explicaciones de una acción que parecía tan extraña y errónea.[6] En una palabra, si «al judío primeramente» es característico de los Hechos de los Apóstoles como un todo, «al judío solamente» aparece claramente estampado en estos primeros capítulos, descritos por los teólogos como la «sección hebrea» del libro. Esto es tan claro como la luz. Y si alguno quiere explicar esto como debido a prejuicios e ignorancia de los hebreos, ya pueden echar este libro a un lado, porque aquí se da como supuesto que los apóstoles del Señor, hablando y actuando en los memorables días del poder pentecostal, fueron guiados por Dios en su obra y testimonio. De modo que la Iglesia de Jerusalén era judía. Su Biblia era las Escrituras judías. El templo judío era su casa de oración y el punto nor­mal de reunión.[7] Sus creencias y esperanzas, palabras y hechos, los marcaban como judíos. De ahí el asom­broso número de convertidos. Tan sólo en el día de Pentecostés, tres mil fueron bautizados.[8] Poco des­pués parece que su número se había triplicado.[9] Para el tiempo del pecado y de la muerte de Ananias y Safira, todavía «aumentaban más, gran número así de hombres como de mujeres». Y para el tiempo de la designación de los hombres que, por una extraña extravagancia de la tradición, han recibido el erróneo nombre de «los diáconos»,[10] se registra que «el número de discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén; también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe».[11] Nada estaba más lejos de los pensamientos de estos hombres que «fundar una nueva religión». Al contrario, en tanto que aclamaban al Nazareno rechazado como su Mesías nacional, se aferraban con una apasionada devoción a la religión de sus padres. Pero, ¿qué relación tiene todo esto en la cuestión que nos ocupa? Los judíos habían crucificado al Mesías. Pero ahora, cuando se hubiera podido esperar que cayese una venganza rápida y terrible sobre aquel pueblo culpable, la misericordia detenía el juicio y los llamaba de nuevo al arrepentimiento. El testimonio fue claro y pleno, y quedó confirmado por una marcada exhibición de poder milagroso. Pero, ¿cuál fue la respuesta de los hombres que se sentaban en «la cátedra de Moisés»—los líderes acreditados y repre­sentativos de la nación?[12] Con el asesinato de Esteban repitieron, hasta allí donde estaba en sus manos repetir, la suprema tragedia del Calvario. Teniendo en cuenta todo lo que había sucedido en el intervalo, aquel crimen adicional hizo patente un odio más delibe­rado, y por ello una mayor profundidad de culpa incluso que en la misma Crucifixión. En esta ocasión no hubo un clamor popular que cegara su juicio. Cuando, algunos meses antes, en una reunión formal de su senado nacional, se consideró por primera vez el plan de asesinar a los apóstoles, fue uno de los gran­des doctores del Sanedrín quien intervino en su favor de ellos.[13] Además, las palabras de Gamaliel, y la decisión que adoptó el Consejo acerca de ellos, constituyen la prueba de cuan totalmente estaban la posición y la ense­ñanza de los apóstoles dentro del campo de las creencias y esperanzas judías, y de cuan totalmente le les consideraba como una secta judía.[14] Pero estos hom­bres se hallaban tan ofuscados por el rencor reli­gioso que ninguna voz, humana ni divina, hubiera servido para dete­nerlos. Los mejores dones del cielo, cuando se pervierten o se abusa de ellos, se convierten a menudo virulentamente malos; y la religión, cuando se divor­cia de la vida espiritual, parece tener un misterioso poder para cerrar, endurecer y corromper el cora­zón humano. «¡No es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén!»[15] El patetismo de estas pala­bras no esconde su mordaz ironía. Entre el común de los hombres, por malvados o degradados que fuesen, un profeta podría pasar ileso: ¡Solamente los hom­bres religiosos le perseguirían y asesinarían! En todas las épocas ha sido efectivamente la religión el enemigo más implacable de Dios, y el perseguidor más implacable de Su pueblo. ¡De ello son testigos los sepulcros de los profetas! ¡Son testigo también las páginas manchadas de sangre de la historia de la Iglesia! Los mártires cristianos en millones innumerables —porque aunque sus nombres están escritos en el cielo, la tierra no guarda el registro de ellos—, los mejores, los más puros y más nobles de la humanidad, han sido torturados hasta morir en nombre de la religión.[16] ¡Cuánta justicia hay en la acusación del in­crédulo de que vicia radicalmente las normas de la moralidad humana![17] Los hombres a cuyas manos murió «el protomártir» eran los mismos que habían «prendido y matado» a Cristo. Es cierto que en épocas de motines o de excitación, las multitudes pueden cometer excesos que, en sus mejores momentos, cada uno de ellos, individualmente, rechazaría. Pero estos hombres no eran de la clase de los que componen las turbas. Presidía el sumo sacerdote. A su alrededor se sentaban los ancianos y los escribas. Fue el gran Consejo de la nación el que realizó aquella acción. Sus miembros eran los dirigentes reconocidos del pueblo. Muchos de ellos, como Saulo de Tarso, él mismo el testigo formal de la muerte, eran hombres de vida intachable, de celo incansable y de piedad intensa. Y mientras caían las crue­les piedras sobre aquel rostro que había resplandecido como el de un ángel al mirarlo, lo que encendía los corazones de ellos era el odio al Naza­reno. Su Rey lo habían desechado, y Esteban era el mensajero enviado tras Él para manifestar de nuevo su propósito delibe­rado de rechazarlo.[18] Esta fue la respuesta que dieron al testi­monio de Pentecostés enviado desde el cielo. «Todo pecado» contra el Hijo podía ser perdonado; pero ellos habían ahora cometido aquel pecado más profun­do contra el Espíritu Santo, para el cual no podía haber perdón.[19] Durante los cuarenta años del ministerio de Jere­mías se había postergado la destrucción de Jerusalén. Y también ahora transcurrieron cerca de cuarenta años antes que se abatiese sobre ellos aquel juicio todavía más horrible bajo el que se hundió la nación. Dios es muy compasivo, y entonces, como ahora, Él «envió constantemente palabra a ellos por medio de sus mensajeros, porque él tenía misericor­dia de su pueblo y de su habitación. Mas ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menosprecia­ban sus palabras, burlándose de sus profetas, hasta que subió la ira de Jehová contra su pueblo, y no hubo ya remedio».[20] Pero aunque el suceso público que marcó su caída quedó así aplazado, la muerte de Esteban formó la crisis secreta de su destino. Nunca más se testificó un milagro público en Jerusalén. La especial proclamación de Pentecostés[21] quedó anulada. La iglesia pentecostal fue esparcida. Fue en este punto que el apóstol de los gentiles recibió su comisión, y se fue imponiendo una corriente de acontecimientos que con una fuerza continuamente creciente iba hacia el abierto rechazo del pueblo durante tanto tiempo favorecido, y hacia la proclamación pública de la gran verdad caracterís­tica del cristianismo. Dentro de esta verdad se escon­de la clave del misterio de un Cielo silencioso.
Posted on: Mon, 02 Dec 2013 23:46:35 +0000

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