El primer sentimiento que brota de mi corazón es el de agradecer - TopicsExpress



          

El primer sentimiento que brota de mi corazón es el de agradecer profundamente al Señor el don inmerecido del sacerdocio ministerial. Y como este don no es tanto personal, sino principalmente para el servicio al Pueblo de Dios, les invito a unirnos para decirle al Señor las palabras del salmo responsorial: “Te damos gracias, Señor, porque tu misericordia es eterna”. En efecto, repasando las diversas etapas de mi vida, sólo veo la gran misericordia del Señor. Nací de una familia campesina y crecí en un pueblo muy sencillo, alejado de todo progreso. ¿Cómo llegué al Seminario y perseveré en él? ¿Cómo he podido permanecer en su servicio durante cincuenta años? Es el amor del Señor el que me ha acompañado en toda mi historia. Por ello, nada más adecuado que celebrar esta Acción de Gracias, que no es sólo de ustedes y mía, sino del mismo Jesús, que actualiza su presencia entre nosotros. Unidos a El, estamos ciertos de que este agradecimiento llega al corazón del Padre, por la gracia del Espíritu Santo. Agradezco igualmente a ustedes que se hayan tomado la molestia de venir hasta este lugar y expresarme su solidaridad fraterna y eclesial. Gracias a mis hermanos obispos, presbíteros, diáconos, religiosas y religiosos; gracias sobre todo a nuestro pueblo fiel y, con una particular mención, gracias a los pueblos originarios (el 75% de nuestra población diocesana), que con gran fe y apertura de corazón me han aceptado como indigno sucesor del primer obispo, Fray Bartolomé de Las Casas, de los obispos del siglo XX: Francisco Orozco y Jiménez, Maximino Ruiz y Flores, Gerardo Anaya y Díaz, Lucio Torreblanca y, en especial, de Don Samuel Ruiz García, a quienes recordamos con gratitud. Sea éste el sentido de nuestra celebración: dar gracias al Padre, origen de todo bien, por la vocación al seguimiento de Jesús en el sacerdocio, tanto en el bautismal que compartimos todos, como en el ministerial, al que nos ha llamado a algunos, ambos para la vida de su pueblo. Doy gracias también por haber sido enviado a esta diócesis, que enfrenta retos, que tiene limitaciones, pero que también tiene y ofrece muchas luces, esperanzas y caminos pastorales abiertos para la misión de la Iglesia. Siguiendo la inspiración de nuestro III Sínodo Diocesano, aprobado por Mons. Samuel Ruiz García y Mons. Raúl Vera López, y ratificado por un servidor, nos esforzamos, junto con nuestro muy apreciado Obispo Auxiliar Enrique Díaz Díaz, por ser una Iglesia autóctona, liberadora, evangelizadora, servidora, en comunión y bajo la guía del Espíritu, tratando de vivir estas dimensiones en fidelidad al Concilio Vaticano II. En verdad, como cantamos al inicio, es una Iglesia sencilla, semilla de Reino, Iglesia bonita, corazón del pueblo. Por eso, según expresa otro canto, hoy venimos a tu casa cargados de esperanza, Iglesia que camina, que vive en nuestro pueblo. Autóctona nuestra Iglesia: Semilla es de tu Reino. Que el Espíritu Santo nos guíe, para que sigamos siempre en comunión con la Iglesia universal, presidida ahora felizmente por el Papa Francisco. Jesucristo ¿Quién me envió a esta diócesis? Lo digo con plena convicción, por muchas señales que fui recibiendo: Me envió Jesucristo, presente en su Iglesia, asistida siempre por el Espíritu Santo. El me llamó, por las mediaciones humanas que El mismo estableció. En efecto, el Papa Juan Pablo II me convocó a Roma, para preguntarme personalmente, el 18 de marzo del año 2000, si estaba dispuesto a venir aquí. Puse resistencias, pero viendo que era voluntad de Dios, acepté venir con gusto, pues consagré mi vida a Jesús y a su Iglesia, para servir donde El me llame. Estoy seguro de lo que Jesús nos dice: “No son ustedes los que me han elegido; soy yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca”. Mi convicción pastoral, siendo sacerdote y obispo, ha sido servir a Jesucristo, como dice San Pablo en la primera lectura: “No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo, el Señor, y nos presentamos como servidores de ustedes, por Jesús”. Quiero atraer a todos hacia Jesús, no hacia mi persona. Por ello, mi escudo episcopal, desde que llegué a la diócesis de Tapachula, no ha cambiado: Cristo, único camino. Es lo que más deseo: que haya más discípulos misioneros de Jesús, más seguidores convencidos y apostólicos del Señor, más servidores del Pueblo de Dios en las diversas vocaciones, no sólo sacerdotales, sino también laicales y consagradas. Esto explica mi insistencia en que, al esforzamos por ser una Iglesia autóctona, no podemos poner el acento sólo sobre lo autóctono, sino ante todo en ser la Iglesia de Jesús. Para ello, debemos tener como centro de referencia, de verdad y de bien, a Jesucristo y su Evangelio. Es verdad que hay muchas “Semillas del Verbo” en nuestros pueblos indígenas, y muchos de sus valores más tradicionales son una vivencia sencilla y transparente del Evangelio, gracias sin duda al Espíritu Santo que actúa siempre; pero no somos antropólogos o activistas culturales para conservarlos como en un museo del pasado, sino anunciadores de Jesús, para que la fe de estos pueblos no se quede sólo en semillas, sino que logre la madurez en Cristo y así tengan la vida plena y definitiva que El ya nos dejó en su Iglesia. Llevémosles a esta plenitud; sería una traición a ellos y una falta de fe en Cristo, si no lo hiciéramos. Sólo El nos puede liberar, a ellos y a nosotros, de tantas cadenas y costumbres no evangélicas que nos aprisionan y esclavizan. Sólo Cristo nos hace plenamente libres y sólo El nos hace ser personas maduras en plenitud. Es por Jesucristo que soy sacerdote y es por El que estoy en esta diócesis como obispo. Es Jesús quien nos ha convocado a esta celebración, cuyo centro no es el obispo, sino el mismo Jesús, quien nos alimenta con su Palabra, con su Cuerpo y su Sangre. Sigamos siempre a Jesús. Nosotros pasamos; El permanece. Nosotros no somos los salvadores, los redentores, sino simples colaboradores del Reino de Dios, junto con todos los demás miembros del Pueblo de Dios. Que sea Jesús, pues, el centro de nuestra vida como fieles laicos, como consagradas y consagrados, como sacerdotes y obispos. Así lo expresamos en otro canto: Tú eres, Señor, nuestro Pastor; de los pobres y humillados defensor. Tú eres, Señor, nuestro Pastor; vas con nosotros; no hay nada que temer. Siguiendo el ejemplo de Juan Bautista, nosotros no somos los importantes; el importante, ayer, hoy y siempre, es Jesucristo. Al respecto, dice San Pablo: “Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que esta fuerza tan extraordinaria proviene de Dios y no de nosotros mismos”. Por ello, suplico a ustedes sus plegarias, sus consejos, sus correcciones, y que mis deficiencias personales no sean causa de que algunos se alejen de El y de su Iglesia. Pobres Dice la aclamación antes del Evangelio: El Señor me ha enviado para anunciar a los pobres la buena nueva y proclamar la liberación a los cautivos. Este amor preferencial por los que sufren, por los pobres y marginados, por los que viven en las llamadas periferias existenciales, es una exigencia del Evangelio, no una postura ideológica, ni una actitud mediática. Si no hacemos esta opción por los pobres, tan perentoria en el Evangelio y tan insistida en los documentos eclesiales, no seríamos la Iglesia de Jesús, no seríamos cristianos, ni siquiera seríamos verdaderamente humanos. Nuestra diócesis cuenta con muy altos niveles de marginación, con municipios tan pobres que sus enormes carencias son un reclamo a la conciencia nacional y diocesana. No podemos pasar ante ellos como el levita y el sacerdote del Antiguo Testamento. Debemos ser como Jesús, el buen samaritano, que se acerca, se inclina, siente el dolor ajeno como propio y hace cuanto sea necesario para ayudar al despojado y empobrecido por los ladrones de todos los tiempos. Que el Espíritu Santo nos purifique de nuestros egoísmos e insensibilidades, para que nos esforcemos por servir a tantos marginados que viven entre nosotros: ancianos, enfermos, indígenas, migrantes, presos, mujeres menospreciadas, trabajadores mal pagados, desempleados, niños y adolescentes sin un hogar estable, jóvenes sin horizonte, etc., y que El nos sostenga cuando vengan los rechazos e incomprensiones, por asumir esta opción prioritaria tan evangélica, que nos impulsa no sólo a brindar la necesaria asistencia, sino sobre todo a creer en el pobre y a construir el futuro con él. Que el Señor nos ilumine, para continuar los procesos de inculturación de la Iglesia, de la liturgia y de la misma acción pastoral, apoyando ante todo las traducciones bíblicas y litúrgicas, que son un derecho de los pueblos originarios. Amor mutuo En el Evangelio, Jesús nos insiste en que el motor fundamental que ha de motivar líneas y opciones pastorales, es el amor entre unos y otros: “Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado… Esto es lo que les mando: que se amen los unos a los otros”. Sin este amor, cualquier opción se queda en ideología y en pose personalista. En nuestra diócesis, como en todas partes, hay distintas formas de pensar y de actuar en la pastoral, con el peligro de absolutizar la propia y anatematizar las que son diferentes. Podemos incluso pretender excluir a los que quieren seguir a Jesús por caminos distintos a los nuestros, siendo que el Espíritu, con la libertad que le caracteriza, les puede llevar al Evangelio por otros senderos personales y eclesiales. Ante esta realidad, he insistido en que debemos esforzarnos por construir la unidad en la diversidad: respetarnos y aceptarnos unos a otros, dentro de nuestras legítimas diferencias, teniendo como único criterio el Evangelio de Jesús, cuyo anhelo más profundo es que sus seguidores logren reflejar la unidad que El tiene con el Padre. Jesús escogió a apóstoles muy distintos entre sí; su camino fue muy diferente al del Bautista; por consiguiente, nadie debe ser rechazado cuando trate de trabajar por el Reino de Dios, aunque no sea de nuestro grupo. Que el mismo Espíritu nos ayude a vivir esta unidad eclesial, siendo diferentes unos de otros; que nos purifique y fortalezca, para comprendernos y valorarnos, en respeto y fraternidad; que nos impulse a crecer en la madurez a la que aspira nuestro III Sínodo Diocesano; que tengamos apertura, sin caer en un relativismo religioso, incluso para amar a tantos hermanos que han optado por otras religiones, pues lo que nos va a salvar es el amor de unos a otros, el tener entrañas de misericordia. Que el amor nos una y nos salve, por encima de todo. Nuestra Eucaristía es un signo hermoso de esta unidad: todos nos alimentamos de una única Palabra, de un único sacramento eucarístico, de una única fe y esperanza. Que así como Dios nos ha convocado para esta acción de gracias por mi jubileo sacerdotal, nos unamos en la construcción de su Reino. Así sea . BODAS DE ORO SACERDOTALES HOMILIA EN SAN CRISTOBAL DE LAS CASAS 22 de agosto de 2013 + Felipe Arizmendi Esquivel Obispo de San Cristóbal de Las Casas
Posted on: Fri, 23 Aug 2013 14:39:04 +0000

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