Eran los tiempos en que las muchachas prometían vestir durante un - TopicsExpress



          

Eran los tiempos en que las muchachas prometían vestir durante un mes –o dos, o tres- el hábito café del Carmen, para que la Señora les cumpliera algún anhelo de esperanzado amor desesperado. Ese día llegó también a mi memoria la memoria de don Carmen, el hortelano de la pequeña huerta que al sur de la ciudad tenía mi señor abuelo. Era el fiel servidor hombre ya viejo, o al menos a mí me lo parecía, aunque debe haber tenido apenas 50 años. Viudo en su juventud, no volvió a tomar estado; llevaba vida solitaria, sin salir de su casa más que para ir a la misa de alba en el templo de San Juan Nepomuceno, y al rezo del rosario por las tardes. Todos sus afanes se centraban en el cultivo de aquel pequeño solar que por su cuido rendía generosos frutos: perones de cristal, rosas color de rosa, lechugas más frescas que una lechuga… Sucedió que cerca de la huerta se estableció una panadería. Los dueños eran dos hermanos, hombre y mujer, solteros ambos. Él hacía el pan; ella lo despachaba en el mostrador. Tendría esta muchacha unos 30 años, lo cual en aquel tiempo equivalía a no ser muchacha ya, sino quedada. Solterona, como antes se decía. La vio una tarde el hortelano, camino del rosario, y le nació un súbito deseo –jamás lo había sentido- de comer pan todos los días. Don Carmen era tímido, poco avezado a los usos mundanales, y ni con la mirada se atrevía a rozar a la lozana panadera, mujer en plenitud de formas y de vida. Pero una mañana se atrevió a verla a los ojos, y vio que ella lo veía también. Eso lo animó a dirigirle al día siguiente unas palabras de saludo, a las que ella respondió con amabilidad. Pasó un par de meses. Tras verla y saludarla cada día, después de pensar mucho las cosas, don Carmen venció con dificultad su timidez, y le dijo por fin, temblando, estas palabras: “Fíjese usted, Lupita –así se llamaba la muchacha- que anoche tuve un sueño”. “¿De veras, don Carmen? –se interesó ella-. Y ¿qué soñó usted?”. “Soñé –dijo el hortelano jugándose la vida- que le pedía que se casara conmigo”. Ella no respondió. Esbozó nada más una sonrisa vaga, como la de la Gioconda –toda mujer, hasta una panadera, es capaz de sonreír igual que la Gioconda-, y sin decirle nada le entregó su pan al hombre. No supo él qué pensar. Aquella noche no durmió. Se la pasó cavilando si aquella sonrisa fue de burla, de conmiseración. Oscuros pensamientos le llegaron. Había sido una locura poner los ojos, a su edad, con su pobreza, en aquella muchacha tan joven, tan hermosa, tan bien acomodada. Se propuso no volver nunca a la panadería; dejaría la huerta para ir a vivir en otro rumbo de la ciudad. Sólo por la fuerza de la costumbre asistió ese día a misa. De regreso pasó por la panadería y vio a Lupita. Decidió entrar a despedirse de ella. Antes de que él le hablara ella le habló. “Buenos días, don Carmen –le dijo-. ¿Recuerda usted el sueño que tuvo la otra noche?”. “Sí; lo recuerdo bien, Lupita” –pudo apenas responder el hortelano. “Pues fíjese –le dijo la muchacha- que anoche yo tuve otro sueño”. “¿Qué soñó usted?” –preguntó don Carmen trémulo de alma y cuerpo. Respondió la muchacha con sonrisa clara: “Soñé que le decía que sí”. Esa misma noche don Carmen vistió su único traje y se presentó ante el hermano de Lupita. “Fíjese usted, señor –le relató, ceremonioso-, que su hermanita y yo tuvimos cada uno por su lado un sueño”. “¿Ah sí? –replicó el hombre-. Y ¿qué soñaron?”. Contestó don Carmen: “Yo soñé que le pedía a Lupita que se casara conmigo, y ella soñó que me decía que sí”. “Pues cásense –dijo entonces sin más el panadero-. ¿Quién soy yo para estorbar los sueños de la gente?”. Y se casaron, claro, y fueron muy felices, como dicen los cuentos de los niños. Me atrevería a decir, cursi que soy, que desde entonces fueron más cristalinos los perones de don Carmen, y más rosas sus rosas, y más clara la sonrisa de la panadera. Si no digo eso es sólo porque los cuentos de los niños tratan de príncipes y de princesas, no de panaderas y hortelanos. Pero el relato me dejó una lección que he guardado para siempre: nadie debe estorbar que se cumplan los sueños de la gente. Y eso es todo por hoy. Perdonen mis cuatro lectores que este día me haya apartado de mi habitual modo de escribir. Mañana volveré de nuevo a contar chistes… FIN. Armando Fuentes Aguirre - Catón
Posted on: Thu, 15 Aug 2013 18:25:59 +0000

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