HISTORIAS POLICIACOS ROJO SANGRE Gene Caldwell apura la fría - TopicsExpress



          

HISTORIAS POLICIACOS ROJO SANGRE Gene Caldwell apura la fría cerveza de un solo trago, y sale del bar. Las cosas no le han ido demasiado bien... Mejor dicho, las cosas le van bastante mal desde hace algún tiempo. Camina con paso rápido hacia su pequeño estudio de pintor, donde ha quedado con Ania Fajardo, su representante artístico, para hablar de su exposición. Sabe que Ania le dirá que su obra ya no es lo que era. Que ha perdido carácter, fuerza. Pero también sabe que, al final, escogerá cuatro o cinco cuadros y les buscará un hueco en la pequeña galería de “Fifth Avenue” Gene saluda a su casero con un rápido gesto, ha de evitar por todos los medios que el anciano le entretenga, sabe que si lo hace le saldrá con la historia de los alquileres que le debe de hace dos meses, y sube corriendo la escalera hasta su pequeño estudio. -Llevo media hora esperando, Gene -Ania sentada en un escalón de la escalera enciende un pequeño cigarro puro y aspira-. ¿Dónde te habáis metido? -Tomando una cerveza -el hombre abre la puerta y se aparta para dejar paso a la mujer, que entra en el estudio y toma asiento en una de las dos únicas sillas del habitáculo. La mujer a pesar de su edad, ronda la cuarentena, posee cierta belleza salvaje, acentuada por unos negrísimos y enormes ojos, y unos labios extraordinariamente carnosos que enmarcan una boca grande y sensual. Sin embargo, para cualquiera que conozca personalmente a Ania Fajardo, americana de padres mexicanos, todo lo descrito anteriormente pierde interés en el momento en que la mirada se posa en su busto. Dos enormes y fascinantes pechos, que se bambolean libres bajo la blusa de seda azul, o bajo cualquier blusa o traje, pues la representante de Gene Caldwell no suele llevar sujetador. -Y bien, Ania, ¿qué te parecen las nuevas pinturas? -Gene no intenta, ni por un momento, disimular la atracción física que siente por la mujer, y sus ojos siguen todos y cada uno de los movimientos de la hermosa dama. Ania, con el purito entre los labios, se alza de la silla y se encoge de hombros con gesto de impotencia, al hacerlo, sus grandes pechos suben y bajan. -Querido Gene -con aire tierno, casi maternal, acaricia la barbuda mejilla izquierda del hombre-. No creo que esta vez consiga encontrar un hueco para ninguno de tus nuevos cuadros. -Pero necesito el dinero, Ania. -Quizás podamos hacer algo con alguno de los viejos -ella se limita a volver a encogerse de hombros-. Pero tu nueva obra... Gene toma la cajita de puros del bolsillo de la cara chaqueta de cuero de su representante y enciende uno de los cigarrillos. -¿De verdad no puedes hacer nada? -Mira a la mujer a través de la fina columna de humo del purito. -Lo siento, pero no. Con tus nuevas pinturas no -Ania se levanta de la silla y se dirige a la puerta del estudio. Antes de salir, sin embargo, se vuelve hacia el pintor-. Pero te prometo que lo intentaré, Gene. Gene, una vez a solas sale a la pequeña terraza donde suele pintar la mayoría de sus cuadros. Sus ojos recorren sus cinco últimas creaciones. Aún sin título. Aún sin bautizar. -Mierda -se detiene ante la primera. Acaricia la tela y frunce el ceño con actitud pensativa y crítica-. Ania tiene razón. Esto es basura. Pura basura -y, antes de darse cuenta, coge el lienzo y lo estrella contra la puerta de cristal de la terracita. Después, toma su chaqueta y su bloc de dibujo, junto a su lapicero y su rotulador de punta fina, y sale a la calle en busca de inspiración. Durante cerca de una hora, Gene Caldwell pasea por las calles de New York, buscando una idea, algo nuevo para sus obra. Pero... -Mierda. ¿Dónde te has metido, querida Musa? Con pasos lentos, arrastrando los pies, inicia el camino de retorno al diminuto estudio que tiene alquilado. Cruza una solitaria y oscura calle, cuando: -¡Dejadme en paz, jodidos cabrones! -Tendido en la acera, un mendigo intenta protegerse de los golpes que le lanzan tres jóvenes adolescentes “Skin Heads” Y Gene queda paralizado como hipnotizado, contemplando la escena. Testigo del asesinato de un hombre indefenso e inocente, a manos de tres salvajes sin escrúpulos. Espera a que los jóvenes “Cabezas Rapadas” se hayan marchado, la buena Mrs Caldwell no gastó veinticinco años de su vida en educar a un tonto, y con paso vacilante, cruza la calle hasta llegar al cadáver, caliente y sonrosado todavía que yace en la acera, en un charco de su propia sangre. Roja, cálida, chillona... Gene mira a un lado y a otro, antes de sacar su teléfono móvil y marcar el número de la Policía. Sin embargo, se dispone a pulsar el último dígito, cuando una extraña idea entra en su cerebro, y, con gesto hipnótico, se agacha sobre el cuerpo, y palpa la sangre, ya medio coagulada, para después manchar con ella la primera hoja en blanco de su bloc de dibujo. Luego, algo más calmado, vuelve a marcar el número de la Policía. Todo el número. Aquella noche, tras cenar media pizza fría y una cerveza helada, Gene toma sus pinceles, su vieja paleta de madera, y un lienzo en blanco... Gene Caldwell no es lo que se dice un hombre afortunado. Aunque es tenaz y muy trabajador, y eso según su madre, equivale a tres cuartas partes del éxito. Abandonó su pequeña localidad natal con veinticinco años. Un idílico lugar llamado “RockBridge”, con la única y casi obsesiva idea de ser más famoso que la figura local por excelencia. Aunque por otros motivos..., menos violentos. Lleva cinco años viviendo... mejor dicho, sobreviviendo en el monstruoso New York. Con salvajes altibajos económicos. A merced del éxito de sus cuadros. Siempre esperando esa gran oportunidad. Esa gran obra que le abra las puertas del “Modern Art Museum”. Y esa oportunidad acababa de llegar bajo la forma del asesinato de un inocente, una persona anónima, sin nombre. Pero, ¿qué importancia tiene eso, cuando la fama y la fortuna llaman a tu puerta? A las tres de la madrugada, Gene Caldwell, en pleno éxtasis creativo, vuelve a sacar su teléfono móvil y marca el número de Ania. En su mente se conserva fresca la primera vez que vio a la exuberante dama, cuatro años atrás. La fiesta de presentación de un joven artista, un escultor de gran talento, que se suicidó tres meses después de su primera y única exposición. Allí estaba ella, hermosa y radiante hembra de treinta y tantos años. Casada con uno de los hombres más ricos y poderosos de la ciudad, un vejestorio que ya no cumpliría los sesenta y cinco años, dueño de una de las firmas de abogados más prestigiosas de “La Gran Manzana” A mitad de la agradable, pero aburrida velada, aquella hermosa dama, de enormes pechos y carnosos labios se acercó a Gene, que perdido entre tanta gente, a la que ni tan sólo conocía de vista, se había parapetado tras la mesa de los canapés y los bocaditos de “Roquefort” -Tú no eres de por aquí -sostenía con elegancia una copa de martín. Pero, ¿quién se fija en la elegancia, cuando dos grandes y turgentes tetas se mueven libres bajo la fina y suave seda de un vestido de setecientos dólares? Diez minutos más tarde compartían anécdotas mientras tomaban “Dom Perignon” Y tres horas después, fornicaban como dos adolescentes entre las sábanas de raso de la cama de matrimonio de la mujer. A esa vez, siguieron muchas otras. Gene se convirtió en el amante, en el protegido de Ania Fajardo. La mujer, por su parte, se comprometió a convertirse en su representante y, durante los tres años siguientes, le abrió las puertas de varias galerías de arte, y pequeñas exposiciones. Todo esto, claro está, gracias al dinero de su anciano marido, el cual, por otra parte, sabía y conocía todas las andanzas y manejos de su esposa. Tras la muerte del viejo, Ania se convirtió en una viuda joven y hermosa. Y millonaria. Por desgracia, Gene Caldwell, también cayó en un pozo de inactividad creativa. Y contra ello, ni todo el dinero de Ania sirvió de nada. Hasta esa tarde... -¿Diga? -La voz de la mujer llega hasta el joven artista cargada de sueño y cansancio-. ¿Gene, eres tú? -Cansancio y soñolencia que desaparecen en el instante en que la madura dama reconoce la voz de su joven protegido. -¿Ania, te he despertado? -Gene se muestra tan nervioso y excitado como un muchacho al que su padre lleva a un burdel como regalo por su mayoría de edad-. Disculpa, pero tengo algo que decirte. -Cariño, son las tres de la madrugada -la voz de Ania Fajardo vuelve a mostrar cansancio-, espero que sea algo realmente importante. -Lo es -Gene sigue excitado, paseando por la pequeña terraza como un animal enjaulado-, prepárame la galería para una exposición. -¿¡Qué, he oído bien!? -¡Sí! -Gene se ha detenido y mira su nueva obra con expresión casi paternal. -¿Para cuando quieres la exposición? -Ania ha vuelto a despejarse, y, sentada en el borde de su cama, fuma uno de sus cigarros puros-. ¿Podré ver algo de tu nueva obra antes de...? -Dentro de... cuatro semanas -el joven pintor sonríe para sí-. Y no, quiero que sea una sorpresa. Así que, hasta el día de la exposición... -Está bien, como quieras. Tras unas cuantas palabras de cariño, se despiden. Siete y media del día siguiente. El agente David Peng llama a la puerta del despacho del Comisario Al Vásquez. -Buenos días, jefe. -Buenas, Peng -Vásquez dedica una breve mirada al agente de origen vietnamita-. ¿Algo nuevo? -Después, vuelve a centrar su atención en los papeles que tiene sobre el escritorio. -Todavía nada -David sabe perfectamente que no es el hombre preferido de Vásquez, que es blanco de las burlas racistas del comisario y de la mayoría de agentes de la Central. -¿Todavía no han identificado a la víctima? -No, jefe -Peng sabe que Vásquez odia que le llamen jefe, pero ¡qué carajo! -Los muchachos están en ello. -¿Y la llamada? -Alfred Vásquez sigue son la mirada fija en los papeles del escritorio-. ¿Se sabe algo del tipo que hizo la llamada? -¡Uh! Todo lo que sabemos es que se hizo con un teléfono móvil -David, saca un paquete de “Pall-Mall” y ofrece uno a su superior, que estira la diestra para coger un cigarro-, un móvil de tarjeta. -¿Y? -Pues que va ser algo complicado encontrar al tipo que hizo la llamada. -De acuerdo -Vásquez se lleva el pitillo a los labios, lo enciende con su carísimo y apreciado “Zippo” de oro macizo, regalo de su segunda esposa por su cincuenta y dos cumpleaños, y añade-. Espero resultados en veinticuatro horas. Después vuelve a centrar toda su atención en los papeles que tiene encima de la mesa. Peng sale del despacho de Vásquez y se dirige a la vieja máquina de café, colocada junto a la puerta de entrada de la Comisaría, y tras meter dos monedas de cincuenta centavos, saca un cortado con poca leche y menos azúcar. -Buenos días, Dave. -Hola, Tracey -el joven oriental sonríe a la agente Tracey Dickerson, que acaba de entrar por la puerta acristalada-. ¿Qué tal has pasado la noche? -¡Bufff! Tracey mueve la cabeza con gesto de resignación, hace tiempo que padece intensas jaquecas, y sonríe, o al menos, lo intenta. Después, Peng se encamina al teléfono que hay en el vestíbulo de la Comisaría y llama al hospital. -¿Operadora? -Espera un par de minutos-. ¿Sí? ¿Me pone con la quinientos doce? -Sí, señor -voz femenina gangosa, mezclada con el sonido inconfundible de masticación-, ahora mismo le paso. Peng espera otro minuto. -¿David? -Por fin, la suave voz de Ángela Peng, enfermera destinada en la ciudad de Saigon durante la guerra de Vietnam, se enamoró del soldado raso Den Peng, regresó con el a América, al terminar la contienda y dos años después haciendo caso omiso de las quejas de toda su familia, se casaba con el joven soldado vietnamita y dos años más tarde, nacía David Den Peng, llega hasta el joven agente de Policía. -Hola, mamá -Dave mira el reloj con gesto nervioso-. ¿Qué tal está papá? -Bien, algo más animado -Ángela está mintiendo, su marido se haya muy lejos de estar mínimamente animado, un año antes los médicos le diagnosticaron leucemia, y la enfermedad había acabado por ganar terreno y, por fin, la guerra contra la salud de Den Peng, pero cree que su hijo no se da cuenta de las mentiras-. ¿Cuándo vas a venir a verlo? Peng queda en silencio. Esa es una pregunta para la que no tiene respuesta. Finalmente, logra articular un: -No lo sé, mamá. -David... tu padre te quiere... ¿sabes? -Y yo a él, mamá, pero... De nuevo el silencio. -Bueno mamá. Ya hablamos. -Ven a ver a tu padre. David no contesta y cuelga. Después sale de la comisaría. Piensa en su padre y lo quiere. Lo adora. Pero son demasiado parecidos, demasiado iguales para convivir tranquilos. Siempre discutiendo por cosas insignificantes: Fútbol, baseball... Siempre gritándose y en ocasiones, lanzándose amenazas. Aunque, por fortuna, siempre con la dulce Ángela entre los dos poniendo paz, calmando los ánimos de su hijo y su marido. Por desgracia, la última discusión de los dos hombres, había alcanzado el límite, todo empezó el día que David decidió entrar en el Cuerpo de Policía de New York dos años y medio atrás. Den Peng de cincuenta y cinco años de edad y el cabello tan negro como cuando tenía veinte menos, entró en el dormitorio de su único hijo, llevaba en la mano el resguardo de la solicitud de ingreso del Cuerpo de Policía. -Hola, papá -David miró el papel y después, el enjuto rostro de su padre. -¿Qué es esto, Dave? -¿Has hablado con mamá? -David se levantó de la silla del escritorio y tomó el papel de manos de su padre. -He visto el resguardo en la mesa de la cocina-. -Den apretó los puños y los dientes con expresión airada-. ¿Por qué, David? -No te entiendo, papá. Se trata de una solicitud de ingreso. Nada más. -¿Acaso no recuerdas lo qué hicieron en Vietnam? -¡Vaya! -David con una extraña sonrisa en los labios, abrió los brazos en señal de triunfo-. ¡Por fin salió tu jodido orgullo! Para que lo sepas, papá, la guerra acabó hace muchos años. -La guerra quizás, pero las cicatrices... ¡Tu no has tenido que ver cómo un grupo de soldados viola y golpea a tu hermana pequeña! ¡Tú no has tenido que ver cómo los mismos soldados americanos se divertían obligando a su padre y a tu abuelo a jugar a la ruleta rusa con pistolas que ni siquiera estaban cargadas! -Hablas como si tu pueblo no hubiese cometido ningún acto de salvajismo durante la guerra. -Dave volvió a dejarse caer en la silla-. ¿O he de recordarte los campos de concentración donde los vietnamitas torturaban a los soldados americanos? -¡Calla, calla! -Den Peng apretó los puños con tanta fuerza, que la sangre comenzó a deslizarse por entre sus dedos, cuando las uñas hirieron la blanda carne de la palma. Pero su hijo siguió hablando... -Ya que tanto odias a los americanos -David Peng suspiró hondamente antes de continuar-. ¿Cómo es que vives entre ellos? ¿Cómo es que trabajas para un hombre que, a buen seguro, mató a muchos compatriotas tuyos durante la guerra? ¿Cómo...? -¡He dicho que calles! -Y esa fue la primera y única vez que Den Peng pegó a su hijo una bofetada. -Yo, a eso... Lo llamo cobardía cómoda -el joven mantuvo durante un eterno segundo la negra mirada de su progenitor. Y el asunto, al día de hoy, todavía seguía caliente. Padre e hijo continuaban dos años después, sin dirigirse más que las palabras necesarias para pedirse las cosas en la mesa. David lleva sólo año y medio en el Cuerpo de Policía de New York, pero en ese corto espacio de tiempo, ha lograda hacerse un nombre entre sus compañeros (mucho de los cuales a sus espaldas hacen bromas y chistes racistas) Sin embargo, éste es el primer caso importante. ¡El asesinato de un indigente, vaya! En que se ve directamente involucrado. Tiene su propia teoría sobre lo ocurrido, por desgracia, sabe que si abre la boca, se juega el puesto, Vásquez hace tiempo que va tras él, esperando el más ligero desliz para poder abrirle un expediente disciplinario. -Testigos..., testigos -saca un pequeño bloc de notas, y lo abre por la mitad-. John Crow: Vio a un hombre alejarse del lugar del crimen. No oyó nada -cierra la pequeña libreta y mira al cielo con aire pensativo. “Bien, joven hijo de vietnamita, demuestra a estos americanos lo que eres capaz de hacer” -vuelve a abrir la libretita de notas para mirar la dirección del único testigo del caso. Después baja de la acera y llama a un taxi. Cinco minutos más tarde, el taxi lo deja en la puerta de un pequeño edificio de ladrillo rojo, de tan sólo cuatro plantas. Situado a veinte escasos metros del lugar del crimen. Aún hay restos de sangre de la víctima. David Peng pulsa el botón del tercer piso. -¿Mr. Crow? -Sí, ¿quién es? -Una voz chillona y desagradable surge del pequeño altavoz del portero automático. -Policía. Tenemos que hacerle unas preguntas sobre lo ocurrido la pasada noche. Se oye un bufido de disgusto. Pero la puerta del viejo edificio se abre. Peng mira el ascensor y, sin pensarlo dos veces, se dirige a las escaleras. John Crow le espera en la puerta del apartamento. En su rostro, pálido y surcado de arrugas, se puede leer el descontento. -Ya le conté a la Policía todo lo que sé. -A pesar de todo, el anciano deja entrar a Peng. -Lo sé, Mr. Crow. Sólo quería matizar algunos puntos de su declaración. El viejo frunce el ceño. No hace falta ser muy listo para ver que lo que más le molesta es que Peng sea medio oriental, seguro que perdió algún hijo en la guerra de Vietnam-. Está bien -deja que el joven agente lo siga hasta una diminuta y mal iluminada sala de estar- pero dese prisa. Tengo cosas que hacer. Peng suspira hondo, y saca su bloc de notas. -Mr. Crow, usted declaró haber visto la pasada noche... alrededor de las 21.30 horas a un individuo alejarse del lugar del crimen. -Todo eso ya lo dije anoche. Pero si quiere, se lo repito. Un fétido olor, mezcla de licor barato, galletas medio digeridas y dientes podridos golpe las fosas nasales del joven Policía, procedente de la boca del anciano. -No, no hace falta -David intenta mantener la calma ante la burlona voz de Crow-. Lo que si me gustaría es que intentase recordar cómo era el hombre que vio la noche... Algo que le llamase la atención. -No, nada... -John Crow se acaricia la rasposa barbilla con aire pensativo. -¿Está seguro? -Sí... no, espere -el viejo sonríe y se frota las manos-. Hizo algo curioso. -¿Sí? -Llevaba una libreta grande, no, era más bien un bloc. Sí, un bloc de esos que llevan los pintores callejeros. -Crow sonríe de nuevo y David siente nauseas ante la visión de la dentadura negro amarillenta del viejo-. Ya sabe... Esos tipos que te sacan dólar y medio por una mierda caricatura. -Muchas gracias, Mr. Crow. -Peng cierra su libreta de notas, y se dispone a marcharse. -Eh, agente -John Crow estira el brazo lo suficiente para tocar la espalda del Policía. En su rostro surcado de arrugas se aprecia una mirada extraña de difícil traducción-. Aún no le he contado lo mejor... Son las nueve menos cuarto de la mañana cuando David Peng entra de nuevo en el despacho de su inmediato superior. -¿Algo nuevo, Peng? -Creo que sí, Jefe -David saca su bloc de notas, y lo abre por la mitad. -¿Y bien? -Nuestro sospechoso puede que se trate de un artista -una vez leída la última anotación de la libreta, vuelve a guardarla en el bolsillo de su camisa-, un pintor para ser exactos. -Peng, muchacho -Alfred Vásquez alza la vista del montón de papeles que tiene sobre la mesa-. ¿Sabe la cantidad de pintores y dibujantes que tenemos en esta jodida ciudad? -Se llama Coldwell, Gene Coldwell -a duras penas, David Peng oculta la triunfal sonrisa que pugna por dibujarse en sus labios. -Uh, vaya -Vásquez alza las espesas y canosas cejas con clara expresión de sorpresa-. Veo que ha hecho un buen trabajo. Eso está bien... -¿Quiere que envíe a alguien a casa del sospechoso? -Que se encarguen Waist y Duncan. -De acuerdo, Jefe -David Peng está a punto de añadir algo, pero se contiene. No ha de tentar a la suerte. -Tómese la mañana libre. Vaya al hospital a ver a su padre. Descanse. David no sabe qué responder. Es la primera vez que ve sonreír a su superior. Entonces, Vásquez se levanta de su silla, rodea el escritorio y apoya su mano derecha en el hombro del Policía. Su morena piel huele a “after shave” barato. Y su boca desprende un agradable tufillo a caramelo de menta. -Muchacho -susurra en tono amistoso-. No soy el ogro que crees. -Oh -Peng, turbado, se limita a asentir con un leve cabeceo-. Claro que no... Jefe. En su pequeño estudio-apartamento, Gene Caldwell despierta en el suelo de su terracita, manchado de pintura y oliendo a aguarrás y a óleo. Son las diez y cuarto cuando los agentes Dan Waist y Peter Duncan aporrean la puerta del estudio de Caldwell. -¡Mierda, mierda! -Gene, mientras, con un trapo viejo empapado en trementina intenta limpiarse la pintura de manos y cara, se dirige hacia la puerta-. ¡Ya voy, ya voy! Una vez abierta la puerta, Waist, el más alto y grueso de la pareja de Policías no tiene ningún miramiento para empujar al sorprendido artista, que cae sobre la única silla del estudio. -¿Es usted, Gene Caldwell? -Duncan saca sus esposas, y obliga al joven pintor a alzarse de la silla. -S-sí -Gene mira a Duncan y a Waist alternativamente, incapaz de creer lo que le está ocurriendo-. ¿Qué pasa? ¿De qué se me acusa? Peter Duncan se limita a cerrar los grilletes en torno a las muñecas de Caldwell. Mientras su gigantesco compañero recita cual máquina. -Queda arrestado por asesinato. Tiene derecho a permanecer en silencio. Todo lo que diga podrá ser y será utilizado en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a consultar a un abogado y a que éste esté presente durante el interrogatorio. Si no puede pagar un abogado se le asignará uno de oficio. Después, Don Waist hace una llamada a la Central, pidiendo la asistencia del equipo forense. Mientras esperan, se dedican a admirar la obra pictórica del detenido. Y llegan al último cuadro pintado por Gene. -Buffff! -Duncan se dirige al detenido-. Amigo, la has cagado. -¿Qué? ¿Acaso creen que yo...? -Gene todavía cree que lo que está pasando no es algo demasiado real. -¿Qué me dice de esto? -Don Waist sostiene con la punta de los dedos el bloc de dibujo manchado de sangre-. Se tiene que estar muy loco para hacer algo así. -¿Ustedes creen que yo? -Gene sonríe con gesto nervioso-. ¡Dios, es una locura! ¡Yo no maté a aquel hombre! ¡Maldita sea! -Gene ya no ríe, ni sonríe. Boquea como un pez fuera del agua. Son las once en punto de la mañana cuando Gene Caldwell hace la única llamada que le permite su situación como detenido. -¿Ania? -¿Gene, eres tú? -la bella dama acaba de levantarse y sostiene una taza de café bien cargada en su mano derecha-. ¿Desde dónde llamas? -Cubre sus desnudas y rotundas curvas con una fina bata de gasa rosa. -Cariño, no..., no te lo vas a creer -Gene aprieta el auricular del teléfono con fuerza-. La Policía se presentó en mi casa hace poco más de media hora. -¿Gene, cariño? -Ania Fajardo se aparta el auricular de la oreja y lo mira fijamente-. ¿Intentas decirme que te han detenido? -M-me acusan de asesinato. -¿¡Qué!? -Me acusan del asesinato de un mendigo. -De acuerdo, cálmate y cuéntame que pasó. Lo dejaremos todo en manos de mis abogados. Dos semanas más tarde, el joven pintor se encuentra sentado en el estrado de la sala, defendido por Walter Parks, abogado de Ania Fajardo, que tiene que realizar verdaderas filigranas legales para enfrentarse al fiscal del Estado de New York, un anciano de engañosa mirada cargada de bondad, llamado John Gabin que, en ese momento mira al acusado con una tierna y cansada sonrisa en los labios, y el bloc de dibujo en la mano derecha. -Bien, Mr. Caldwell ¿no es verdad que, tras dar muerte a su indefensa víctima manchó este bloc de dibujo con sangre del fallecido? Gene lanza una mirada de auxilio a Parks, el cual se limita a encogerse de hombros. -Sí..., yo -Gene se pasa la palma de la mano por los labios resecos-. Me agaché y toqué la sangre -nueva mirada dirigida al abogado-. ¡Pero yo no le maté! -Oh, claro -Gabin se gira hacia el Jurado-. Fueron unos “Cabezas Rapadas” -¡Sí mierda! -Caldwell se alza de la silla y se dirige a la sala-. ¿Por qué no me cree nadie? Un mes después, tras estudiar ambas partes pruebas, datos y testimonios, el Jurado, escucha los alegatos de Walter Parks, abogado de la Defensa y de John Gabin, Fiscal de la acusación. -Señores del Jurado -Parks pasea por la sala, mientras apoya su mano en la barandilla de madera del estrado del Jurado-. Mi defendido es inocente. La única prueba contra él, es el testimonio de un anciano que en la rueda de reconocimiento dudó entre tres de los cinco posibles sospechosos -hace una pausa, y mira hacia su cliente-. También habrán oído que mi defendido manchó este bloc de dibujo -Walter señala con el índice derecho el bloc de dibujo pegado a un tablón de corcho-, con la sangre de su presunta víctima. ¿Acaso eso lo convierte en asesino? ¿Acaso ser morboso es un delito? Si eso es así... ¿cuántos de nosotros deberíamos estar ocupando el lugar de mi defendido? Muchas gracias. John Gabin, la bondadosa sonrisa eterna en sus gordezuelos labios, espera a que su colega y rival tome asiento para lanzar su pequeño pero bien estudiado discurso. -Aplaudan a Mr. Parks, miembros del Jurado. Sólo hace su trabajo. -El anciano, al contrario que el abogado, no se mueve ni un centímetro de donde se ha colocado para lanzar su alegato-. Pero su defendido no debe escapar de la Justicia -no alza la voz ni una sola vez-. Porque es un monstruo, una bestia feroz. Capaz de cometer un brutal asesinato para después plasmarlo en un cuadro... William McNicut, llegado este punto, toma su vaso de Whisky y da un pequeño sorbo. -¿Va a dejarnos con la intriga de lo que le sucedió al joven pintor, Sir McNicut? -Tranquilo, mi joven e impaciente amigo americano -el anciano escocés sonríe a sus dos invitados, una joven pareja de estadounidenses, recién casada. -Su relato es de lo más interesante -la joven americana toma también su vaso de licor, y al igual que su anfitrión, da un sorbo-. Por favor, díganos cómo acabo todo. ¿Condenaron a Caldwell? ¡Oh, por favor, dígame que le declararon inocente! -Por desgracia, el Jurado decidió que Gene Caldwell era culpable y lo condenaron a muerte. -Oh, que pena -la muchacha intercambia con su marido una mirada de tristeza. -En fin, así es la vida. -McNicut suspira con aire cansado y abatido, antes de alzarse de su hermoso sillón estilo Luis XIV-, ahora, si me permiten, pediré a Oswald les prepare la alcoba de invitados, seguro que estarán cansados después de la velada. -¿Qué piensa hacer usted? El viejo escocés sonríe de forma extraña. -No se preocupen por mí, tengo algo que solucionar antes de acostarme -dicho esto, William McNicut sale de la sala de estar y se dirige a su despacho. FIN EPÍLOGO El Alcalde Michael Saw se detiene ante la celda ocupada por Gene Caldwell. -Caldwell, tienes visita -abre la puerta de barrotes y acompaña al reo hasta la sala donde le espera una hermosa y radiante Ania Fajardo. -Hola cariño -la mujer se alza de la incómoda silla de hierro y besa al joven en los labios-. Tengo excelentes noticias. -¿Sí? -El joven pintor intenta sonreír-. ¿De qué se trata? -Tu cuadro. Un viejo escocés nos ofrece diez millones de dólares por el cuadro. -¿Hablas en serio? -Gene toma las manos de la bella dama entre las suyas y las aprieta con gesto cariñoso. -Totalmente. -Si eso es verdad, podría pagar a un nuevo abogado. -El mejor del país, amor mío, el mejor del país. By Phobia
Posted on: Fri, 06 Sep 2013 08:12:06 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015