HOMILÍA PARA ESTE DOMINGO 10 DE NOVIEMBRE (Fr. Marcos) - TopicsExpress



          

HOMILÍA PARA ESTE DOMINGO 10 DE NOVIEMBRE (Fr. Marcos) RESURRECCIÓN: LA GRAN ESPERANZA “Vale la pena morir…cuando se tiene la firme esperanza de que Dios nos resucitará para la vida” Esta contundente afirmación de la Primera Lectura resume en forma breve y concisa el núcleo de la esperanza cristiana. Porque en Jesús se nos abre una nueva perspectiva de la vida, que no se agota en su etapa temporal. La vida en Cristo no es otra cosa que la manifestación extrema del amor de Dios, y ese amor divino tiene siempre vocación de eternidad: no pasa nunca. Si el amor de Dios es la vida, entonces el odio –en todas sus manifestaciones: egoísmo, indiferencia, envidia, injusticia, crimen, mentira– es el aniquilamiento de esa vida que se nos ha ofrecido como regalo. El aliento vital del ser humano –salvo rarísimas excepciones– no supera hoy los cien años; sin embargo, a pesar de ser este un lapso de tiempo que podríamos considerarlo muy breve, es al mismo tiempo el único chance con el que contamos para responder a la pregunta por lo que somos, por lo que buscamos, por lo que queremos. No obstante, el corto tiempo que caracteriza la existencia biológica de los seres humanos no es, no puede ser, el fin total de su experiencia personal, de su yo más profundo. Es muy trágico y absurdo pasar por la vida mortal con un frenesí desmedido, tratando de sacar placer de cada instante vivido porque se nos ha dicho que todo se va cuando la muerte llega. Esto es lo que Jesús discute en el Evangelio de este domingo con los Saduceos –que precisamente rechazaban la posibilidad de una existencia más allá de este lapso terrenal–: ellos niegan tajantemente la resurrección de los muertos, porque –según dicen– en la Sagrada Escritura no se menciona nada al respecto; Jesús, recurriendo también a la misma Escritura, afirma que el hombre fue creado para ser eternamente hijo de Dios; existe algo divino en nuestra naturaleza humana que es inmortal, que no se reduce a los límites de nuestra carnalidad, algo que no muere cuando muere el cuerpo, sino que –precisamente en ese momento de colapso temporal– nos lanza a una plenitud eterna, que es imposible de alcanzar mientras se está en este itinerario histórico y cambiante. Solo desde la fe puede el ser humano acceder a la única vida plena y totalizante; lo que comúnmente entendemos como vida humana es tan solo una apariencia transitoria que invariablemente se termina desvaneciendo con el tiempo; y –por paradójico que parezca– tan solo después de desvanecerse es que el hombre puede conocer aquel vivir que, por estar injertado en el mismo corazón de Dios, no se agota ni en el tiempo ni en el espacio, porque rebasa y trasciende la temporalidad espacial. Allá, en el mundo futuro, según confirma Jesús, “seremos como ángeles”. Y, sin embargo, eso no significa que pasemos a ser algo distinto de lo que ahora somos, porque la esencia humana que nos caracteriza y define se conserva y no muta: este mismo cuerpo mortal que nos da existencia terrena es el mismo –no otro– que resucitará para la vida eterna cuando Dios se haga definitivamente Todo en todos. Ahora bien, la resurrección tampoco se reduce a una simple prolongación de esta vida terrena; de ahí el ingenuo error de los saduceos, que preguntan: “¿De cuál de los siete maridos será esposa esta mujer en la otra vida?”. Este mundo contemporáneo –con su fanática adicción al placer, a la técnica y a al poder– sigue siendo, en su ideología y comportamiento, esencialmente saduceo: la sociedad y el hombre se estructuran y entienden a sí mismos como dueños y constructores de un presente histórico y material que se impone como único absoluto y como única respuesta a cualquier búsqueda humana. Todo empieza y termina aquí abajo, se nos dice. El cristianismo, en línea contrapuesta, nos invita a los creyentes en Cristo a ser constructores de otra historia, de aquella que se construye con visión sobrenatural, de aquella historia que no es ni contingente ni relativa, porque no pasará nunca: será el sitio donde descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin sin fin (San Agustín). A un mundo que es saduceo en sus prácticas y doctrinas Jesús le sigue diciendo con Su Evangelio que el Dios que Él revela “no es Dios de muertos, sino de vivos; porque para Él todos están vivos”. Esto significa que Dios siempre se impone sobre cualquier destino fatal, sobre la injusticia, sobre el odio y la muerte. Dios, como fuente de vida, reivindica siempre principalmente a todos aquellos que han perecido víctimas de una muerte injusta o luchando por defender una noble verdad asumida (como el caso de los Macabeos, en la Primera Lectura). Por eso solo la firme convicción de la victoria divina sobre el poder de la muerte podrá darnos la clave para vivir a plenitud esta vida terrena, aún y con los reveces cotidianos que ella conlleva. Es demasiado fatalista suponer que la muerte es el “non plus ultra” (el último final) de la vida. No tiene sentido vivir una vida que se pierda irremediablemente con la muerte. Seríamos un “simple producto químico-biológico” si nuestro proyecto existencial no pudiese proyectarse más allá de los estrechos y frágiles límites de lo orgánico. Para construir y descifrar nuestro proyecto de vida no basta lo biológico: existe en nosotros una esencia espiritual que no se confunde ni corrompe con la oscuridad de la tumba, porque la muerte del cuerpo no implica ni supone la muerte espiritual. Todo lo contrario, solo muriendo a sí mismo puede el hombre conocer verdaderamente el rostro de ese Dios que no nos deja perdidos en la muerte. Fue la muerte de Dios en la cruz la que abrió al ser humano una posibilidad más allá de todo límite: solo porque Dios murió puede ahora el hombre vivir para siempre, y luchar por una forma de vida distinta, identificándose con los crucificados de la historia y buscando transformar el mundo desde dentro. Lo cierto es que desde la fe cristiana deberíamos cambiar el sentido que damos tanto a la vida como a la muerte. Existe en el ser humano un ansia de inmortalidad que es consustancial a nuestra propia esencia; pero hoy –tan enredados como estamos en los vaivenes habituales– ni siquiera nos preguntamos en función de qué existimos. Nosotros vivimos en una cultura obsesionada por los cuerpos esbeltos, por la piel sin arrugas y por una apariencia física perennemente joven. Se trata de una civilización alocada por conseguir una vida larga, pero descuidada por conquistar la eterna. Y en medio de este vano y pasajero frenesí por lo cosmético y estético, hemos olvidado la semilla de eternidad que cargamos dentro: hemos confundido y/o cambiado la eternidad por la longevidad. Ante esto, la buena nueva de Jesús es siempre un mensaje esperanzador, y lo es precisamente porque nos recuerda y asegura que las cosas más esenciales y bellas en nuestra existencia (la justicia, la vida, el amor) no envejecerán nunca, no tendrán final, porque pertenecen directamente al Corazón de Dios, y lo que en Él se esconde en Él permanece: esta es la gran Esperanza que nos alienta a los que aguardamos la nueva y eterna resurrección.
Posted on: Fri, 08 Nov 2013 17:32:23 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015