Hace tiempo que nos hemos convertido en testigos atónitos e - TopicsExpress



          

Hace tiempo que nos hemos convertido en testigos atónitos e impotentes de la disolución de las significaciones esenciales de lo real en favor de sucedáneos, meras réplicas avivadas por la presencia alienígena de los presupuestos capitalistas. En el transcurso de esta devastación implacable, se ha visto gravemente amenazada nuestra cultura material y espiritual: la relación con la naturaleza, la ciudad histórica, las antiguas creencias, las costumbres… Todo ha sufrido el mortífero ahuecamiento de su condición más íntima, indispensable para el libre trasiego de la mercancía, que se ha convertido en protagonista del escenario de la economía escindida. Tanto destruye nuestra época, que se ha dicho que no deja ruinas: “Dentro de cien años la gente tendrá una evidencia más tangible de la Roma de Adriano que de la Nueva York de fibra óptica” (1). Pero, ¿es verdaderamente cierta esta anunciada ausencia de vestigios? Y si así fuera, ¿por qué tal ansia de que nada permanezca? Con toda certeza el crimen sin huellas responde a que la ruina se imagina todavía desasosegante y perturbadora. Su presencia incomoda porque encarna aquello que este sistema no puede asimilar: tiene pasado, está usada, el tiempo se asoma en ella. Así, en un mundo que exalta la immaculada pureza de la mercancía, la constante regeneración de cuerpos y objetos en el mercado, la fugacidad del presente y la amnesia perpetua, la ruina, en su lento e indolente desmoronamiento, exhibe con gallardía la riqueza del pasado vivido, el pecado de su caída en desuso, un despojamiento indigente y la contagiosa insalubridad de la comunidad que concurre en torno suyo. Desde la profundidad de sus cimientos retumba el eco de una historia que se quiere acallar. La ruina preserva del olvido e incita a la ensoñación, por ello es proscrita de una civilización que silencia la memoria que habla a través de sus piedras y se afana en aquietar las arriesgadas convulsiones de una imaginación no diseñada por ella. Pero, ¿no están nuestras ciudades llenas de ruinas? En efecto, pues interesa atraer el espectáculo turístico. Pero entonces la ruina institucionalizada no es más que mera mascarada de la abigarrada realidad que fue. Nuestra época huye ciertamente de la presencia problemática de la ruina, pero aunque la destrucción ha sido infligida a sangre y fuego, inevitablemente quedan restos en el campo de batalla. Son vestigios, diseminados aquí y allá, de un mundo antaño pujante, más tarde acosado y finalmente arrinconado y vencido: ruinas de la ciudad histórica, viejas calles y plazas, tiendas o bares, lugares que ‘consienten…el cruce a otros tiempos, “conejeras” que conducen a pliegues de la imaginación’ (2) y que milagrosamente resisten la amenaza de la piqueta; restos de una economía caduca: campos cultivados en medio del paisaje postindustrial, fábricas abandonadas, antiguos almacenes y talleres ya en desuso (3); vestigios de naturaleza indómita, islas del tesoro en el océano de la conurbación; anticuados objetos que han perdido su utilidad y que cuando ‘terminan de dar la talla acostumbrada comienzan a revelar propiedades desconocidas’ (4). Junto a estos restos tangibles y palpables, ¿no adquieren igualmente estatus de ruina las formas de vida, costumbres y tradiciones del pasado? Son también escombros y cadáveres que deja a su paso el “viento del progreso”. A veces estas ruinas de nuevo cuñoirrumpen en nuestra cotidianeidad, asaltan nuestro presente, y como apariciones, nos sobresaltan con su presencia. Recientemente fui testigo de una escena desarrollada en plena calle en la que una pareja de jóvenes, que paseaba a un bebé y a dos perros, era abordada por un hombre anciano, acompañado también de su perro, y que deseando conversar, se dirigió a ellos diciendo: “qué felices debéis de estar, con un niño y dos perros…”. Ante tal cándida manifestación de calor humano, los jóvenes salieron huyendo despavoridos, sin contestar, como si hubieran visto al fantasma,entrado en años, que toda ruina posee(5). Un pavor similar, esta vez teñido de odio racial, se apoderó del personal médico y asistencial de cierto hospital madrileño cuando un grupo de gitanos, ante la amarga noticia de que un familiar había fallecido allí dentro, invadió el centro sanitario, llevándose por delante puertas y demás mobiliario, con la pretensión de sustraer el cadáver para velarlo en el seno de su comunidad. En ambos casos se manifiesta la reacción hostil ante la extrañeza que provocan –atrincherados como estamos en la seguridad de nuestro aislamiento, confortablemente cobijados– comportamientos que se consideran ya anticuados. En el primer caso se trata de la repulsa a toda comunicación si no está mediada y a todo contacto con el otro y con lo desconocido, especialmente cuando puede contagiar con su aliento envejecido. En el segundo, se hace evidente el brutal choque entre dos formas diferentes de enfrentar el desamparo más absoluto, esto es, la muerte: la eficacia aséptica de la modernidad técnica, que ignora la muerte, porque también rechaza la vida y encara aquella como un paso más del protocolo sanitario, donde todo debe inspirar normalidad y contención, y el desgarro arcaico de una cultura que asume la muerte como parte de la vida y la integra en un ritual de duelo. Sin embargo, y a pesar de estas retransmisiones en directo de lo que resta de las antiguas formas de afrontar las relaciones humanas, desearía ahora abordar aquellas que se admiten en diferido y que pertenecen al campo del documento. Pienso, en general, en las fotografías y filmaciones que documentaban la vida cotidiana de las clases populares del siglo pasado y, en particular, en el trabajo de ciertos autores, como el británico Humphrey Spender (6) y sus fotografías del período de entreguerras, o más cercano a nosotros en tiempo y espacio, en el fotógrafo catalán Joan Colom, y sus trabajos del barrio chino de Barcelona de finales de los años 50 (7). ¿Por qué estas imágenes? ¿Qué suerte de ruinas exhiben? Da la impresión de que nos encaran con una vida todavía encantada, cuyo desenvolvimiento testimonia una conciencia y una sensibilidad distintas, modeladas por lo común. De alguna manera muestran una sociedad robusta y vigorosa, “fuerte”, frente a la sociedad “débil” del sistema de mercado, en la que ‘no son las relaciones entre los hombres las que producen sociedad, sino el hecho de que los hombres, aislados unos de otros, se relacionan con las mismas cosas y de la misma forma’ (8). Precisamente Joan Colom afirmaba que el barrio chino de Barcelona era el único lugar “donde encuentro al ser humano”, maravillándose con la variedad y riqueza de las relaciones sociales que allí se le ofrecían. Y esa vida de tratos directos entre los seres humanos, establecidos al calor del diálogo, del intercambio y la reciprocidad, del humor –también de la violencia y de la dominación–, donde mujeres y hombres “se interpelaban a la vista”, se desarrollaba mayormente en ese teatro social cuyo escenario es la calle. Es el aire de la calle el que nos hace libres. Tanto las fotografías de Humphrey Spender como las de Joan Colom, y especialmente una filmación que este último robó en el barrio chino de Barcelona, muestran calles rebosantes de gente: mujeres tendiendo ropa mil veces remendada, jóvenes en animada charla, –paseando en la verbena, en plena ceremonia del cortejo o del desamor– ancianos reunidos al calor de un banco callejero, una toilette en la vía pública… Y niños jugando, siempre niños jugando, con alegría frenética, con furor salvaje, en la plenitud del deseo: tiempo de juego, tiempo lleno de tiempo. Juegan a juegos sencillos donde la imaginación se pone en marcha o a extraños juegos donde lo que se alerta es el instinto de supervivencia. Se rozan, retozan, comparten fluidos corporales… En un juego regocijante de sinestesias, estas imágenes encienden otros sentidos, aparte de la mirada: transmiten calidez y despiden olor –y en esto se parecen a las ruinas, con su intenso olor a humedad y podredumbre, muy distantes de la actual asepsia inodora. Otras fotografías documentan oficios que ya sólo pertenecen a la memoria, como el de fotógrafo callejero, maestro de ceremonias del ritual de la fotografía del domingo o el de vendedor de periódicos, pregonero de noticias gratuitas. Otras transmiten un diferente concepto del tiempo y un diálogo distinto con la máquina. En la película de Colom, un niño juega con una peonza en la calzada mientras que un coche dispuesto a aparcar espera pacientemente a que el juego termine. Se diría que aquí lo comunitario vertebra la existencia con una armonía tal que podríamos hablar de una sociedad que aún no ha perdido “el secreto de su cohesión” que tanto preocupaba a Bataille y que vive apasionadamente, en plena descarga de afectividad. Sin embargo no todo es alegría. Si estas imágenes adquieren, desde mi punto de vista, la cualidad de ruinas es porque ilustran unas formas de vida desmoronadas, abandonadas y decadentes y que se convierten, por ello, en símbolo de descomposición. Pero, ¿a qué devastación aluden? Se refieren a una existencia pervertida por la dinámica de la sociedad de mercado, que ha conseguido corromper las antiguas relaciones entre las personas convirtiéndolas en simples relaciones entre mercancías. De ahí que aquellos contactos exuberantes entre hombres y mujeres sean ahora un obstáculo, un estorbo para las formas de vida del capital, que se inspiran en el desarraigo, el aislamiento y la separación. Se trata de desculturizar en las antiguas formas de existir y reculturizar en los nuevos preceptos con el fin de que la mercancía no encuentre impedimentos para colarse en todos los rincones. Aquella vida y sus manifestaciones pasan entonces a formar parte de una arqueología de las costumbres –que ya se exhibe en museos y galerías de arte–, una nueva rama de esta ciencia inaugurada por la devastación del capital. Aquella vida ha sido víctima de un daño irreparable. Es por ello que estas imágenes, además del pálpito vital, inspiran también dolor y desánimo. Y la alegría, un tanto frenética, que desprenden parece responder a la certeza de que la fiesta se acaba y que pronto habrá que superar el ritual de paso hacia la madurez de hábitos que impone la civilización capitalista. Si el pasado se ha hecho trizas, las fotografías semejan fragmentos que necesitarán de nuestra empatía imaginativa para completar y reconstruir ese pasado remoto, con el mismo esfuerzo que empleamos ante unas ruinas celtas o griegas… Entre aquel pasado y nuestro presente se abre un abismo tal que lo que parecía cercano y habitual, –modales, expresiones y gestos que vimos de pequeños o nuestros viejos nos han relatado– hoy causa un agudo extrañamiento, por distante y anacrónico, y no sólo por el tiempo transcurrido sino por la brutal desconexión entre estas formas y las de antaño. Lo que se desmorona no lo hace lentamente sino de manera abrupta, en un desplome repentino, como forzado o inducido. Y es que a nuestro mundo le interesa que la caída sea rápida, porque si no la ruina podríainspirar –tal y como lo ha hecho a lo largo de la historia. Digo experiencia integral, vida plena. Pero no quiero exaltar acríticamente una vida cruda por extrema. Sé que la pobreza y el dolor engendran abatimiento y mezquindad, también violencia y explotación del ser humano (9)–no oculto que un número importante de las fotografías tomadas por Colom en el barrio chino de Barcelona retrataban el submundo de la prostitución. La intención no es tampoco reclamarse de manera folklórica de una tradición tantas veces castrante. Deseo, eso sí, dejar constancia de una vida que se mostraba en su esplendor ­–y aquí caben la angustia y la desesperación pero también los enigmas y maravillas que toda vida encierra– a pesar de las carencias materiales. Ahora la abundancia del consumo se ha asentado –entiéndase, en el primer mundo– pero la vida nos ha sido arrebatada. Y frente a la experiencia total, la sociedad de mercado nos obliga a una muerte en vida, experiencia adormecida y sin riesgos donde se silencia los extremos vitales y se nivelan en el confort de una existencia fácil y protegida. Antes aludía al distancimiento que provocaban las fotografías de Humphrey Spender y de Joan Colom. Me refería a una lejanía más vital que temporal, quizás semejante a la que sintió Georges Bataille en los años 30 del siglo pasado ante unas fotografías, tomadas a finales del siglo XIX, que le sirvieron para ilustrar su artículo Figure humaines publicado en la revistaDocuments. Dichas fotografías, a pesar de la cercanía temporal, pues retrataban personajes que bien podían ser sus padres, se le hacían “demencialmente improbables” por la ridícula y despreciable comicidad de la fisonomía y los gestos de los retratados. En el caso que nos ocupa, lo que acontece es un desplazamiento de sentido por el que aquella sensación de extrañamiento se despierta, en un perverso juego de inversiones y en contraste con el tiempo que muestran las fotografías de los documentalistas, ante la realidad que nos ha tocado soportar, que sí es grotesca y esperpéntica. Si lo que se intuía como cercano a una vida más auténtica se ha esfumado, enfrentarse a estas imágenes suscita un sentimiento de nostalgia que nos tienta a escapar del presente y a buscar refugio en las ruinas del pasado(10). Pero es una mirada insatisfecha con el presente la que permite descifrar el contenido latente de estas imágenes. Para Benjamin, son el recuerdo y la memoria los que sirven para romper con esta actualidad que tan poco nos gusta y detener su avance catastrófico. Pero si estas fotografías han conseguido que el pasado nos “asalte” y “pugne por hacer valer sus derechos” (11), es porque el pasado que muestran no es el de los vencedores de la historia. Al contrario, es un mundo de desheredados, de perdedores y desposeídos, aquellos contra los que se han cometido todas las injusticias, los “sin-nombre”, y su vida, una “historia de lo pequeño” frente a las grandes hazañas de los personajes ilustres. Si el “gran relato” ha sido forjado y utilizado por los que han triunfado para transmitir su historia y su cultura –que son producto de sus rapiñas–, aquí nos enfrentamos a lo que Benjamin denomina la “parte inédita”, “oculta” del pasado, y esta parte del pasado, la de los humillados, que irrumpe y se hace presente mediante el recuerdo –por el que participamos y tomamos conciencia del sufrimiento de las víctimas–, practica una suerte de revancha contra ese presente cuya ideología ‘refuerza los intereses de los vencedores de hoy’ y ‘facilita la reproducción de los males de ayer’ (12). De la mano de Benjamin, abandonamos el recuerdo melancólico hacia el pasado, cambiado la mirada histórica sobre este por una mirada política que nos ayude, no a “reconstruir” lo histórico de forma arqueológica, sino a ‘construirlo en función de un cambio presente’ (13). Es preciso buscar en el pasado aquello que pueda servir para edificar el presente y el futuro y, forjando una arqueología del porvenir, recoger aquello que nos haga libres, dejando atrás lo que nos esclavice (14). Esa vida anticuada de la que insisto hablar, arrinconada ya por las exigencias de la economía y su modernización tecnológica, era además del proletariado, una clase social cuyo modo de vida era visto por algunos intelectuales y artistas revolucionarios –el mismo Humphrey Spender– a través del prisma de la utopía (15). Y el reflejo que ese prisma devolvía era una vida liberadora en sí misma, –por la verdad que contenía– germinada por esa semilla de la revolución y llamada a desempeñar un papel esperanzador en los procesos de transformación de la sociedad. Partiendo de estas consideraciones, ¿sería una osadía sugerir que las imágenes que nos ocupan son ruinas por partida doble, pues narran una doble derrota? Si tan descorazonador desenlace se vislumbra en las fotografías de Humphrey Spender, en los documentos de Joan Colom el cataclismo de un proyecto revolucionario de vida aplastado por la guerra civil y el franquismo, constituye un hecho consumado. Ante tal tragedia de nuevo acude un sentimiento de melancolía y desolación: son imágenes atroces que relatan la caducidad e inconsistencia de las empresas humanas y nos obligan a desconfiar de ellas. Puede que tal recelo se disipe si recordamos con B. Brecht que las ruinas quizás sean proyectos inacabados, todavía grandiosos, que claman por su realización en otro tiempo… Nuestra civilización se esfuerza en no dejar restos, en ocultar los desechos y desperdicios –quizá porque también hablan de su propia derrota–, o en conseguir que estos se reencarnen en nuevas mercancías. Pero a pesar de esta voluntad persistente, la ruina siempre retorna y, al no encontrar su sitio dentro del mercado, se convierte en presencia que agrede y amenaza. En su regreso, desaparecido su valor de cambio, la ruina gana en valor de uso porque sigue inspirando y es lugar de la memoria. Y como en las sociedades primitivas ocurre con lo que sobra, la ruina adquiere entonces una condición sagrada pues su capacidad de ser usada, gastada,es ilimitada –y esto constituye un pecado en una sociedad que combate “el tiempo, el pasado de las cosas ya vividas” (16). Un mundo sin ruina sería inhabitable. LURDES MARTÍNEZ
Posted on: Thu, 19 Sep 2013 18:39:12 +0000

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