INGRATITUD >> EL DRAMA DE UNA POBRE ANCIANA DE QUIEN SU HIJO SE - TopicsExpress



          

INGRATITUD >> EL DRAMA DE UNA POBRE ANCIANA DE QUIEN SU HIJO SE AVERGONZABA María de los Ángeles era una amable viejecita de setenta años y tenía un corazón suave como el algodón de azúcar. Tenía el rostro sonrosado y lleno de arrugas; ralas trencitas blancas atada con cordelillos en las puntas; y vivarachos pequeños ojos verdes que contagiaban de alegría a quienes la trataban. De joven, la vida la golpeó con dureza, pues se vio cbligada a dejar su humilde caserío en la sierra para borrar el triste recuerdo de un mal hombre que una vez le juró amor eterno, la embarazó y abandonó a su suerte. Su único pecado fue enamorarse; por eso, sus conservadores padres prefirieron expulsarla antes que convertirse en la vergüenza ajena del pueblo. Cuando llegó a Trujillo, desterrada, no supo qué hacer. Sufriendo, trabajó durante muchos años como empleada doméstica en casa de una familia pudiente para mantener a su pequeño hijo Sebastián. Año después, con el poco dinero que ahorró, María de los Ángeles se las ingenió para comprar una minúscula mesita de madera usada y un metro de mantel plástico. Luego, consiguió una piedra redonda de batán y decidió vender ají molido en el mercado de la ciudad. Con las ganancias de las modestas cositas que adquirió, rentó una casa en la calle Arequipa en el populoso barrio de Bellavista, y se encargó de criar sola a su retoño. Carmen—una maestra de escuela que era la propietaria del predio arrendado—, le había alquilado la vivienda por recomendación de una amiga del centro educativo en el cual trabajaba. Como el mercado donde vendía sus especias estaba a pocas cuadras de la calle Arequipa María se quedaba moliendo en su cuarto los aromáticos y diferentes tipos de ají hasta pasada la medianoche .Mientras el inocente Sebastián dormía para asistir al colegio al día siguiente, la sacrificada madre meneaba la piedra, de un lado para otro, con la fuerza del amor pujante, y terminaba con las manos rajadas por el ardor y con los ojos irritados. Entre escabeches, ajíes panca, rocotos multicolores, dientes de ajo y verdes hojas de culantro María soportaba con valentía sus terribles dolores de espalda, mientras molía las especies aromáticas, doblada de cansancio en una silla. Muchos años de sacrificio después, Sebastián se convirtió en hombre, terminó su carrera universitaria y se graduó como administrador de empresas. El tiempo siguió transcurriendo y el único hijo de la anciana se casó con una simpática abogada de tez morena llamada Josefina. Una vez contraído el matrimonio, los esposos tuvieron dos hijos y se instalaron en la casa que a muy bajo costo rentaba doña María de los Ángeles, gracias a su modesto oficio como vendedora ambulante de ají molido. Sin embargo, nada le hacía presagiar que aquel lazo marital sería el inicio de su calvario: el corazón de su nuera Josefina estaba rancio de vergüenza y de desprecio hacia ella. “Por favor, Sebastián, qué dirán nuestras amistades si llegaran a conocer a tu madre. Sabrían que vende ají y te rechazarán .Creo que nadie debe saberlo; te relegarían y seríamos la burla de nuestros amigos bancarios y de mis jefes, los jueces. Te sugiero construirle un cuartito en el corral para que no puedan verla cuando vengan a visitarnos”, dijo la malvada nuera. Fue así que luego de meditarlo, Sebastián cumplió el deseo de su cruel mujer. Una noche, cuando María de los Ángeles llegó cansada a su casa, cargando su mesita y canastas con especias que traía del mercado, se dio con la ingrata sorpresa de quela habían desalojado de su habitación.“Mamá, desde hoy este será tu nuevo espacio, ¿qué te parece? Está construido especialmente para ti, para que tengas más privacidad. Así no te podremos molestar y estarás más tranquila”, justificó. Al ver que sus pertenencias estaban apiladas como baratijas, una sobre otra, el corazón de la adolorida madre se hizo trizas de dolor: su propio hijo—aquel por quien se sacrificó durante madrugadas para convertirlo en un profesional—, la había desterrado por vergüenza dentro del predio que ella misma pagaba. Mientras observaba el rústico cuartucho al que había sido confinada a vivir, en medio del crudo frío invernal y de un sucio corral donde se criaban patos, gallinas y pavos, una amarga lágrima rodó por su ajada mejilla. No obstante, Josefina, sarcástica, ignoró el terrible sufrimiento de la humilde vieja y con disimulada hipocresía siguió burlándose de ella. “Ay, señora, no llore de emoción; no me lo agradezca porque yo fui la de la idea. Lo hicimos pensando en usted .Eso sí, doñita, esta noche habrá una reunión en la sala. Por favor, no vaya a salir porque a los amigos de Sebastián les gusta tomar demasiado licor y ya sabemos que a usted no gusta la música fuerte. Por la bulla, no se preocupe, no la vamos a molestar .Además, recuerde que no puede desvelarse porque mañana tiene que levantarse muy temprano para ir al mercado”, espetó Josefa con fingida amabilidad. Aquella noche, en su destartalado cuartucho, la pobre anciana lloraba amargamente su triste destino ,mientras permanecía acostada sobre un viejo duro colchón de paja. El olor a pavo asado llegaba hasta la improvisada casucha y María de los Ángeles escuchaba, con el corazón triste, el sonido de las alegres risotadas y roce de copas provenientes de la celebración. “Ay, Diosito, ¿por qué mi hijo se avergüenza de mí? ¿Qué le he hecho de malo? Toda mi vida trabajé duro para hacerlo un hombre de bien ya hora me paga mal. ¡Qué dolor tan grande siento en mi corazón! ¡Virgencita María, tú que has sido madre como yo, y sufriste la pena de perder aun hijo, apiádate de esta pobre ajicera que toda su vida se partió el lomo! ¡Señor, por favor, llévame contigo que ya no soporto tanto desprecio!”, rogaba María de los Ángeles, echadita en su litera, con las manos juntitas rajadas por el ají, elevando una suplicante oración al cielo, mientras lloraba desconsolada. Una semana después, la dulce anciana fue a visitar a su amiga, la profesora Carmen —una madre de familia de cuarenta años—, a quien le contó sus penurias y el destierro al que la había sometido su hijo Sebastián. “Señora, Carmencita—decía ahogada en llanto—, ni siquiera me dan de cenar; me dejan de hambre. Sebastián y Josefina salen a comer a la calle con sus hijos, pero no se acuerdan de mí. Hay días en los queme acuesto con la barriga vacía, sola y con mucho frío porque el viento helado entra por las rendijas de ese cuarto tan feo. Mi nuera es mala y me grita cuando me tropiezo; además, ha enseñado a mis nietos a hacer lo mismo. Ojalá que algún día Dios se apiade de mí y me quite este sufrimiento de una vez por todas”, le confesaba, mientras tomaba una caliente taza de café con leche y comía, desesperadita, dos sabrosos panes con queso que su buena amiga le había convidado. Terminada la visita, María de los Ángeles se despidió y, caminando muy despacio, volvió a su casa. El tiempo transcurrió y la vendedora de ají ya no visitaba a la bondadosa maestra que se había convertido en su paño de lágrimas. Extrañada, Carmen decidió buscarla en su humilde vivienda, pensando que su amiga estaba enferma, pues tampoco la veía en el mercado. Cuando llamó a la puerta, la profesora recibió una fatal noticia: María de los Ángeles había muerto quince días atrás, víctima de una terrible neumonía que contrajo por las condiciones inhumanas en las cuales vivía. Su hijo Sebastián y su nuera echaron su mesita y especias a la basura, pero pagaron el mal comportamiento que tuvieron con la humilde vendedora: la maestra los desalojó de su casa y, comono tenían a dónde ir, se vieron obligados a invadir un terreno baldío fuera de la ciudad. Carmen se encargó de contar a las amistades de ambos sobre los maltratos que infligían contra María de los Ángeles y les reveló, además, que ésta era la verdadera madre de Sebastián. Aunque Sebastián y Josefina estaba ligados a Un mundo de profesionales, las apariencias por crecer socialmente les hacía olvidar que no tenían en dónde caerse muertos”.
Posted on: Mon, 08 Jul 2013 00:45:29 +0000

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