Identidad sinaloense 1ra. Parte Los Orígenes da “La - TopicsExpress



          

Identidad sinaloense 1ra. Parte Los Orígenes da “La Tambora” Por Héctor R. Olea La Región del noroeste desde las más remotas edades fue habitada por el hombre. En el campo de la pre-historia, lo que estuvo antes de la historia, podemos encontrar esas narraciones que semejan a nuestro país con las tradiciones orales de la antigua Babilonia. El mito primero y, después, la leyenda llevan el conocimiento humano a límites que están fuera de lo que propiamente es la historia. En esa época mitológica, obscura, fue “cuando estas naciones ciegas, no supieron género de letras, pintura, ni arte”, según el cronista Fray Andrés Pérez de Rivas. Ahora bien: en la antropología existen los datos suficientes para saber por medio de la cerámica, fósiles, basureros de concha, las etapas sucesivas de cultura. Estos pueblos eran bastante numerosos: los zuaques (después llamados Sinaloas), los tehuecos o teguecos, los ahomes, los vacoregues, (llamados también guazaves), los batucaris, los comporis, los zoes, los huites, los ocoronis, los níos, los ohueras, los cahuimetos, los chicoratos y los basopas. La etnografía era un verdadero mosaico de tribus primitivas. El estadio de cultura de estas tribus era inferior: unos cazadores y otros Pescadores, algunos eran nómadas, andaban broncos, desnudos y vagabundos o como dice el citado cronista “era gente bozal, resabidos y serranos”. Estas naciones vivían en diversos estadios de cultura, según el antropólogo Paul Kirchhoff hasta allí llegaban los límites geográficos de Mesoamérica, pero conservaban sus ritos, costumbres y primitivas tradiciones legendarias. En ese mundo mítico, irreal y fantástico, —dice el citado cronista— “…estas gentes no tenían conocimiento alguno de Dios, ni de alguna deidad, aunque falsa, ni adoración explícita de Señor que tuviese dominio en el mundo…….”. La proto-historia es un relato que elevó al primer plano el tema humano. En esa época primera de la historia se llegó al conocimiento de una organización tribal totémica y que entre estas gentes bárbaras existía “una Babel de lenguas”. La comprobación de esta afirmación es el reconocimiento que hacían los aborígenes de los grados de parentesco, de consanguinidad y afinidad, es decir, había transcurrido ya la infancia del género humano, el empleo alimenticio de los peces, la invención del arco y de la flecha y, sobre todo esto, el descubrimiento del fuego por medio del frotamiento, indicios de que ya había pasado el estadio superior del salvajismo. Los sociólogos sitúan a estas naciones dentro de la etapa del barbarismo, debido al uso de la alfarería y por el número muy elevado de características culturales marcadamente mesoamericanas, en consecuencia, puede asegurarse que estas tribus se encontraban en el estadio medio de la barbarie al consumarse la conquista en el siglo XVI. Estas naciones en las más remotas edades tuvieron tres medios elementales de comunicación: el fuego, el caracol marino y los rudimentarios instrumentos de percusión como los tambores. El fuego se empleaba cuando incendiaban sus bosques o breñales para las cacerías colectivas, también hacían fogatas para la celebración de sus fiestas o para defenderse del frío durante el invierno y, por último, usaban del fuego para hacer grandes humaderas como medio de comunicación colectiva. El caracol marino, acústicamente similar al cuerno usado por las culturas asiáticas y europeas, en América fue desconocido hasta la introducción de la ganadería, cuando ya tenían conocimiento del caracol que fue genérico su uso en todos los pueblos con la cultura llamada de los concheros, aún se encuentran los vestigios de su existencia en los amontonamientos residuales, restos dejados por una población costera que vivía de la recolección de mariscos y de la pesca en el mar. El antropólogo Eduardo Seler conservaba un dibujo precolombino procedente de México, representando a una persona que tocaba sobre un caracol marino. El mismo científico colectó, además, en varias partes de nuestro país, unas trompetas de caracol prehispánicas clasificadas en zoología como hechas de fasciolaria gigas y turbinella scolvmus que son del mar Caribe y, otras más, de fasciolaria prínceps del Océano Pacífico. La existencia del caracol marino en el noroccidente está comprobada debidamente por la narración del cronista Pérez de Rivas, cuando habla de algunos derivados gasterópodos, por ejemplo al describir la cultura de la concha en las tierras bajas escribió: “Algunas naciones usaban cuando entregaban a la desposada doncella a su marido, le quitaban del cuello una concha labrada, que suelen traer las tales como joyel y señal de su virginidad, la cual si pierden antes de casarse es cosa afrentosa entre ellos”. Era común, en consecuencia, el uso de los productos de la concha por los indios. La aplicación del caracol marino es antiquísima y universal, pues también se encuentra en la historia, la poesía y las mitologías griegas y romanas. Por los testimonios históricos se deduce el uso probable de la trompeta de caracol marino entre los naturales del noroeste del país. A la llegada de los españoles, en el siglo XVI, el instrumento musical más primitivo de estas naciones era “la tambora” de la cual no hay memoria de su invención, pero es probable que les sirvió y les seguía sirviendo para comunicarse a distancia cuando tenía impedimento por las lluvias para usar las humaderas producidas por el fuego o, en otras ocasiones, el viento impedía el toque de un instrumento de aliento como el caracol marino. Cuando los indios tenían que convocar a guerra o invitar a un festín general lo hacían, según el misionero, “a son de grandes tambores que sonaban y se oían a una legua”, esto es “la tambora”, palabra que se deriva de la voz cahita “támpora”, que significa tambor. El anterior pasaje del cronista comprueba, una vez más el uso común entre las naciones pre-hispánicas de esos “grandes tambores” (“la tambora”) que se escuchaba a grande distancia. El fuego, el caracol marino y “la tambora” fueron los tres elementos de que se sirvieron los indios para sus primeros atisbos de arte musical. Las leyendas de las culturas antiguas que florecieron en Mesoamérica señalan, desde esos remotos tiempos, las nacientes manifestaciones artísticas de nuestros pueblos. Aunque ignoramos, por ejemplo, si en las pituras rupestres y petroglifos las figuras de bisontes dibujados por los hombres del paleolítico pueden ser símbolos mágicos o recuerdos de caza. La música primitiva de esa época era mágica porque servía para acompañar las invocaciones del hechicero; era también bélica porque enardecía los ánimos de los guerreros; además, popular porque amenizaba los grandes mitotes indígenas después de las victorias. Los indios estaban en posesión de ideas religiosas (mitología), en esa época, que se reducían a la falta de explicación de la causa de los fenómenos naturales, carecían del concepto de divinidad, de idolatrías y de rituales teológicos. Para ellos sus teogonías elementales estaban constituidas por el fuego, el viento, el agua y la tierra. A través del tiempo recibieron los indios cahitas, tehuecos y mayos (llamados también pimas bajos), dos grandes influencias: primero, la cultura aportada por las invasiones tarascas o purépechas y segundo, las estaciones, por largos años, de la peregrinación azteca que dejó en su territorio las huellas perenes de toponimia. La institución del culto al sanguinario Dios Huitzilopochtli, por el año 544 según sus tradiciones, dio ocasión para que se conocieran los himnos a los Dioses, además tuvieron un concepto sobre la creación del mundo ya que su Dios junto con Quetzalcóatl creó los doce cielos, el agua, la tierra, el sol, las estrellas y la luna, refiere la mitología Náhuatl. Al convertirse las naciones indígenas en idólatras — adoradores del sol y la luna— la religión y el arte dejaron abundantes huellas de su cultura y organización social. Las diferentes tribus tenían sus fiestas regulares, especie de culto natural, elemental, manifestado a través de sus bailes, juegos y danzas primitivas. Los bailes y mi totes servían para regocijar a todo el pueblo. Estos se preparaban para celebrar sus victorias ante los trofeos de guerra que consistían, conforme el compilador de sus historias, “en la cabeza o cabellera del enemigo muerto u otro miembro, como pie o brazo, que se ponía en una asta en medio de la plaza y alrededor se hacía el baile, acompañado de algaraza bárbara y baldones al enemigo muerto”. En estos festines participaban las mujeres que se entregaban a la borrachera y baile general “al son de grandes tambores” Las fiestas al Dios de la Guerra, Huitzilopochtli, consistían en bailes y cantos que duraban veinte días. Los estudiosos de esta materia consideran que la música de estas ceremonias debe haber estado todavía muy cerca de la rudimentaria música mágica, inspirada por el nigromante o hechicero, ya que el sentido de la religión era incipiente en virtud de que apenas se iniciaba el culto a sus dioses. Los juegos, ya en el período en que Iniciaron la idolatría por haberse establecido el culto a Huitzilopochtli, tenían un sentido religioso y ritual dentro de la mitología. En ellos participaban los grandes señores, sacerdotes, hechiceros y los conductores de la peregrinación en busca del lugar para asentar su imperio. En la región los juegos predominantes eran los siguientes: la Hulama, el Male, el Patolillo, el Gojímare, la Teja y otros que no han sido estudiados por el folklore. Los juegos formaban parte activa de la mitología indígena. Huémac, entre los aztecas, así lo asegura Fray Bernardino de Sahagún (Historia General de las cosas de Nueva España, Cap. XIII, p. 28, lib. I), gustaba jugar al “tlachtli”, el juego divino o de dioses. En esas ocasiones solemnes la música que se ejecutaba estaba dedicada a los dioses supremos de sus antiguas teogonías. La danza en su origen tenía un sentido totémico. Este es medio propicio para que el hechicero representara su transformación dual de hombre-animal. En las danzas representativas de este género —animales o aves— el danzante, llamado mazoyilero, escogía el tótem que adoraban y bajo cuya protección estaba el clan endogámico, exógamico o que practicaba la poligamía o poliandría dentro de la tribu de la cual formaba parte. La danza de El Venado, una de las más primitivas, era común de las tribus que habitaban la región del río Zuaque (hoy Fuerte); esta danza tuvo una gran zona de influencia ya que de Mesoamérica llego hasta la América Arida (Sonora) donde fue conocida y practicada por las tribus yaquis y seris como se puede comprobar por la existencia de vestigios del paleolítico en las pinturas rupestres de La Pintada que se localizan en las cercanías del puerto de Guaymas. Desde la época de la Colonia viene la supervivencia de esta danza que todavía bailan los indios cahitas y mayos, en el norte de nuestro Estado. El Venado es una danza expresiva de gran ejecución plástica, en el fondo y en la forma es de un carácter interpretativo, de mímica y de imitación fiel de la majestuosidad y magnífica esbeltez del ciervo considerado como un animal sagrado. Los indios ejecutan esta danza durante sus fiestas familiares, cívicas, religiosas, defunciones, honras fúnebres y en el vivaque. La costumbre se ha conservado también entre los indios yaquis de Sonora. En esta danza se utiliza el tambor más primitivo de que se tenga noticia. El ejecutante o mazoyilero lo acompaña un trió de músicos: dos tañen sus respectivos juegos de “raspadores” y el tercero del grupo musical con un palillo da unos golpecitos intermitentes sobre una gueja o jícara grande, por lo general un guaje, calabazo o tecomate que en posición invertida o sea boca abajo se coloca dentro de una batea con agua, formando una caja acústica de la que se obtiene un sonido especial. Los músicos sentados en el suelo entonan un canturreo de tema bucólico, cantares estos que por fortuna se han conservado en la región sinaloense, principalmente en el pueblo de Ocoroni. La música o son de esta danza es de una melancolía profunda, abrumadora y cautivante a pesar de su venerable antigüedad. En todas sus danzas los indios empleaban instrumentos de aliento y percusión como la batea, el bule, el guaje, las sonajas de ayal o ayale, los tenavaris, hechos con capullos de cigarras llenos de pequeñas piedras o con los cascabeles de víbora, los “raspadores” de madera, la trompeta de caracol, la flauta de carrizo o chirimías, “la tambora” con parche de cuero de venado y otros instrumentos rudimentarios fabricados e inventados por los indios. Los nahoas introducen a la cultura India otros instrumentos musicales, en ocasiones más perfeccionados, como el “teponaxtli” (tambor de madera), el “huéhuetl” (tambor pequeño), el “ayacachtli” (sonaja de palo) o el “omichicauatztli” (sonaja de hueso), el “tetzilacatl” (timbal o gong) y las flautas, silbatos y ocasrinas. Mantenían el “mixcoacalli” que era una casa especial para los cantores. Sahagún glosó en su obra muchos cantos e himnos a sus dioses. En el Códice Florentino (Lib. IV, Cap. 7) aparece la escena de una orquesta precortesiana de músicos y danzantes con los instrumentos musicales llamados “huéhuetl” y “Teponaxtli”. Estos instrumentos no fueron adoptados o cayeron en desuso, bien pronto, entre las tribus de indios cahitas, mayos o pimas bajos. Los naturales de aquellas tierras siguieron haciendo uso exclusivo de “la tambora” para sus danzas, juego y bailes. Los géneros musicales cultivados en esa época por los naturales fueron de tres clases: la música mágica que era la más primitiva usada en el ritual del hechicero para acompañar las danzas sagradas; la música guerrera, que consistía en una invitación o invocación bélica, pero que también servía a los juegos para entonar los himnos a sus dioses; la música nativa o popular que amenizaba para su sofaz sus bailes o mitotes. Entre las naciones cahitas hubo diversos géneros de música como la tocada, bailada y cantada. En ellos la fuerza rítmica de los primitivos instrumentos se debió haber impuesto desde esa época. Un cronista virreinal explicó que, a principio del siglo XVII, ya los indios acompañaban a sus grandes tambores (“la tambora”) con chirimías y trompetas. Por una Carta Auna queda demostrado, por otra parte, que la introducción entre los indios de las pastorelas españolas (representación indígena pagano-religiosa que se hacía en las festividades de Navidad), se inició para la celebración de la Pascua durante el año de 1596. Pérez de Rivas al reseñar la edificación de la iglesia por la nación Zuaque refirió que se solemnizó de la manera siguiente: “En la plaza del pueblo, que era grande, se encendieron otros fuegos y en medio de el sus danzas y los tambores que antes habían servido a los zuaques para convocarse a guerra ahora entre cristianos cantose la misa con solemne música”.
Posted on: Tue, 25 Jun 2013 21:26:36 +0000

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