LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA DE 1848 A 1850….PARTE - TopicsExpress



          

LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA DE 1848 A 1850….PARTE 3 Después de las derrotas de 1849, nosotros no compartimos, ni mucho menos, las ilusiones de la democracia vulgar agrupada en torno a los futuros gobiernos provisionales in partibus. Esta democracia vulgar contaba con una victoria pronta, decisiva y definitiva del «pueblo» sobre los «opresores»; nosotros, con una larga lucha, después de eliminados los «opresores», entre los elementos contradictorios que se escondían dentro de este mismo «pueblo». La democracia vulgar esperaba que el estallido volviese a producirse de la noche a la mañana; nosotros declaramos ya en el otoño de 1850, que por lo menos la primera etapa del período revolucionario había terminado y que hasta que no estallase una nueva crisis económica mundial no había nada que esperar. Y esto nos valió el ser proscritos y anatematizados como traidores a la revolución por los mismos que luego, casi sin excepción, hicieron las paces con Bismarck, siempre que Bismarck creyó que merecían ser tomados en consideración. Pero la historia nos dio también a nosotros un mentís y reveló como una ilusión nuestro punto de vista de entonces. Y fue todavía más allá: no sólo destruyó el error en que nos encontrábamos, sino que además transformó de arriba abajo las condiciones de lucha del proletariado. El método de lucha de 1848 está hoy anticuado en todos los aspectos, y es éste un punto que merece ser investigado ahora más detenidamente. Hasta aquella fecha todas las revoluciones se habían reducido a la sustitución de una determinada dominación de clase por otra; pero todas las clases dominantes anteriores sólo eran pequeñas minorías, comparadas con la masa del pueblo dominada. Una minoría dominante era derribada, y otra minoría empuñaba en su lugar el timón del Estado y amoldaba a sus intereses las instituciones estatales. Este papel correspondía siempre al grupo minoritario capacitado para la dominación y llamado a ella por el estado del desarrollo económico y, precisamente por esto y sólo por esto, la mayoría dominada, o bien intervenía a favor de aquélla en la revolución o aceptaba la revolución tranquilamente. Pero, prescindiendo del contenido concreto de cada caso, la forma común a todas estas revoluciones era la de ser revoluciones minoritarias. Aun cuando la mayoría cooperase a ellas, lo hacia consciente o inconscientemente al servicio de una minoría; pero esto, o simplemente la actitud pasiva, la no resistencia por parte de la mayoría, daba al grupo minoritario la apariencia de ser el representante de todo el pueblo. Después del primer éxito grande, la minoría vencedora solía escindirse: una parte estaba satisfecha con lo conseguido; otra parte quería ir todavía más allá y presentaba nuevas reivindicaciones que en parte, al menos, iban también en interés real o aparente de la gran muchedumbre del pueblo. En algunos casos, estas reivindicaciones más radicales eran satisfechas también; pero, con frecuencia, sólo por el momento, pues el partido más moderado volvía a hacerse dueño de la situación y lo conquistado en el último tiempo se perdía de nuevo, total o parcialmente; y entonces, los vencidos clamaban traición o achacaban la derrota a la mala suerte. Pero, en realidad, las cosas ocurrían casi siempre así: las conquistas de la primera victoria sólo se consolidaban mediante la segunda victoria del partido más radical; una vez conseguido esto, y con ello lo necesario por el momento, los radicales y sus éxitos desaparecían nuevamente de la escena. Todas las revoluciones de los tiempos modernos, a partir de la gran revolución inglesa del siglo XVII, presentaban estos rasgos, que parecían inseparables de toda lucha revolucionaria. Y estos rasgos parecían aplicables también a las luchas del proletariado por su emancipación; tanto más cuanto que precisamente en 1848 eran contados los que comprendían más o menos en qué sentido había que buscar esta emancipación. Hasta en París, las mismas masas proletarias ignoraban en absoluto, incluso después del triunfo, el camino que había que seguir. Y, sin embargo, el movimiento estaba allí, instintivo, espontáneo, incontenible. ¿No era ésta precisamente la situación en que una revolución tenía que triunfar, dirigida, es verdad, por una minoría; pero esta vez no en interés de la minoría, sino en el más genuino interés de la mayoría? Si en todos los períodos revolucionarios más o menos prolongados, las grandes masas del pueblo se dejaban ganar tan fácilmente por las vanas promesas, con tal de que fuesen plausibles, de las minorías ambiciosas, ¿cómo habían de ser menos accesibles a unas ideas que eran el más fiel reflejo de su situación económica, que no eran más que la expresión clara y racional de sus propias necesidades, que ellas mismas aún no comprendían y que sólo empezaban a sentir de un modo vago? Cierto es que este espíritu revolucionario de las masas había ido seguido casi siempre, y por lo general muy pronto, de un cansancio e incluso de una reacción en sentido contrario en cuanto se disipaba la ilusión y se producía el desengaño. Pero aquí no se trataba de promesas vanas, sino de la realización de los intereses más genuinos de la gran mayoría misma; intereses que por aquel entonces esta gran mayoría distaba mucho de ver claros, pero que no había de tardar en ver con suficiente claridad, convenciéndose por sus propios ojos al llevarlos a la práctica. A mayor abundamiento, en la primavera de 1850, como se demuestra en el tercer capítulo de Marx, la evolución de la república burguesa, nacida de la revolución «social» de 1848, había concentrado la dominación efectiva en manos de la gran burguesía que, además, abrigaba ideas monárquicas, agrupando en cambio a todas las demás clases sociales, lo mismo a los campesinos que a los pequeños burgueses, en torno al proletariado; de tal modo que, en la victoria común y después de ésta, no eran ellas, sino el proletariado, escarmentado por la experiencia, quien había de convertirse en el factor decisivo. ¿No se daban pues todas las perspectivas para que la revolución de la minoría se trocase en la revolución de la mayoría? La historia nos ha dado un mentís, a nosotros y a cuantos pensaban de un modo parecido. Ha puesto de manifiesto que, por aquel entonces, el estado del desarrollo económico en el continente distaba mucho de estar maduro para poder eliminar la producción capitalista; lo ha demostrado por medio de la revolución económica que desde 1848 se ha adueñado de todo el continente, dando, por vez primera, verdadera carta de naturaleza a la gran industria en Francia, Austria, Hungría, Polonia y últimamente en Rusia, y haciendo de Alemania un verdadero país industrial de primer orden. Y todo sobre la base capitalista, lo cual quiere decir que esta base tenía todavía, en 1848, gran capacidad de extensión. Pero ha sido precisamente esta revolución industrial la que ha puesto en todas partes claridad en las relaciones de clase, la que ha eliminado una multitud de formas intermedias, legadas por el período manufacturero y, en la Europa Oriental, incluso por el artesanado gremial, creando y haciendo pasar al primer plano del desarrollo social una verdadera burguesía y un verdadero proletariado de gran industria. Y, con esto, la lucha entre estas dos grandes clases que en 1848, fuera de Inglaterra, sólo existía en París y a lo sumo en algunos grandes centros industriales, se ha extendido a toda Europa y ha adquirido una intensidad que en 1848 era todavía inconcebible. Entonces, reinaba la multitud de confusos evangelios de las diferentes sectas, con sus correspondientes panaceas; hoy, una sola teoría, reconocida por todos, la teoría de Marx, clara y transparente, que formula de un modo preciso los objetivos finales de la lucha. Entonces, las masas escindidas y diferenciadas por localidades y nacionalidades, unidas sólo por el sentimiento de las penalidades comunes, poco desarrolladas, no sabiendo qué partido tomar en definitiva y cayendo desconcertadas unas veces en el entusiasmo y otras en la desesperación; hoy, el gran ejército único, el ejército internacional de los socialistas, que avanza incontenible y crece día por día en número, en organización, en disciplina, en claridad de visión y en seguridad de vencer. El que incluso este potente ejército del proletariado no hubiese podido alcanzar todavía su objetivo, y, lejos de poder conquistar la victoria en un gran ataque decisivo, tuviese que avanzar lentamente, de posición en posición, en una lucha dura y tenaz, demuestra de un modo concluyente cuán imposible era, en 1848, conquistar la transformación social simplemente por sorpresa. Una burguesía monárquica escindida en dos sectores dinásticos, pero que, ante todo, necesitaba tranquilidad y seguridad para sus negocios pecuniarios, y frente a ella un proletariado, vencido ciertamente, pero no obstante amenazador, en torno al cual se agrupaban más y más los pequeños burgueses y los campesinos; la amenaza constante de un estallido violento que, a pesar de todo no brindaba la perspectiva de una solución definitiva: tal era la situación, como hecha de encargo para el golpe de Estado del tercer pretendiente, del seudodemocrático pretendiente Luis Bonaparte. Este, valiéndose del ejército, puso fin el 2 de diciembre de 1851 a la tirante situación y aseguró a Europa la tranquilidad interior, para regalarle a cambio de ello una nueva era de guerras. El período de las revoluciones desde abajo había terminado, por el momento; a éste siguió un período de revoluciones desde arriba. La vuelta al imperio en 1851 aportó una nueva prueba de la falta de madurez de las aspiraciones proletarias de aquella época. Pero ella misma había de crear las condiciones bajo las cuales estas aspiraciones habían de madurar. La tranquilidad interior aseguró el pleno desarrollo del nuevo auge industrial; la necesidad de dar qué hacer al ejército y de desviar hacia el exterior las corrientes revolucionarias engendró las guerras en las que Bonaparte, bajo el pretexto de hacer valer el «principio de las nacionalidades», aspiraba a agenciarse anexiones para Francia. Su imitador Bismarck adoptó la misma política para Prusia; dio su golpe de Estado e hizo su revolución desde arriba en 1866, contra la Confederación Alemana y contra Austria, y no menos contra la Cámara prusiana que había entrado en conflicto con el Gobierno. Pero Europa era demasiado pequeña para dos Bonapartes, y asín la ironía de la historia quiso que Bismarck derribase a Bonaparte y que el rey Guillermo de Prusia instaurase no sólo el Imperio pequeño-alemán, sino también la República Francesa. Resultado general de esto fue que en Europa llegase a ser una realidad la independencia y la unidad interior de las grandes naciones, con la sola excepción de Polonia. Claro está que dentro de límites relativamente modestos, pero con todo lo suficiente para que el proceso de desarrollo de la clase obrera no encontrase ya un obstáculo serio en las complicaciones nacionales. Los enterradores de la revolución de 1848 se habían convertido en sus albaceas testamentarios. Y junto a ellos, el heredero de 1848 el proletariado se alzaba ya amenazador en la Internacional. Después de la guerra de 1870-1871, Bonaparte desaparece de la escena y termina la misión de Bismarck, con lo cual puede volver a descender al rango de un vulgar junker. Pero la que cierra este período es la Comuna de París. El taimado intento de Thiers de robar a la Guardia Nacional de París sus cañones provocó una insurrección victoriosa. Una vez más volvía a ponerse de manifiesto que en París ya no era posible más revolución que la proletaria. Después de la victoria, el poder cayó en el regazo de la clase obrera por sí mismo, sin que nadie se lo disputase. Y una vez más volvía a ponerse de manifiesto cuán imposible era también por entonces, veinte años después de la época que se relata en nuestra obra, este poder de la clase obrera. De una parte, Francia dejó París en la estacada, contemplando cómo se desangraba bajo las balas de Mac-Mahon; de otra parte, la Comuna se consumió en la disputa estéril entre los dos partidos que la escindían, el de los blanquistas (mayoría) y el de los prondhonianos (minoría), ninguno de los cuales sabía qué era lo que había que hacer. Y tan estéril como la sorpresa en 1848, fue la victoria regalada en 1871. Con la Comuna de París se creía haber enterrado definitivamente al proletariado combativo. Pero es, por el contrario, de la Comuna y de la guerra franco-alemana de donde data su más formidable ascenso. El hecho de encuadrar en los ejércitos, que desde entonces ya se cuentan por millones, a toda la población apta para el servicio militar, así como las armas de fuego, los proyectiles y las materias explosivas de una fuerza de acción hasta entonces desconocida, produjo una revolución completa de todo el arte militar. Esta transformación, de una parte, puso fin bruscamente al período guerrero bonapartista y aseguró el desarrollo industrial pacífico, al hacer imposible toda otra guerra que no sea una guerra mundial de una crueldad inaudita y de consecuencias absolutamente incalculables. De otra parte, con los gastos militares, que crecieron en progresión geométrica, hizo subir los impuestos a un nivel exorbitante, con lo cual echó las clases pobres de la población en los brazos del socialismo. La anexión de Alsacia-Lorena, causa inmediata de la loca competencia en materia de armamentos, podrá azuzar el chovinismo de la burguesía francesa y la alemana, lanzándolas la una contra la otra; pero para los obreros de ambos países ha sido un nuevo lazo de unión. Y el aniversario de la Comuna de París se convirtió en el primer día de fiesta universal del proletariado. Como Marx predijo, la guerra de 1870-1871 y la derrota de la Comuna desplazaron por el momento de Francia a Alemania el centro de gravedad del movimiento obrero europeo. En Francia, naturalmente, necesitaba años para reponerse de la sangría de mayo de 1871. En cambio, en Alemania, donde la industria impulsada como una planta de estufa por el maná de miles de millones pagados por Francia se desarrollaba cada vez más rápidamente, la socialdemocracia crecía todavía más de prisa y con más persistencia. Gracias a la inteligencia con que los obreros alemanes supieron utilizar el sufragio universal, implantado en 1866, el crecimiento asombroso del partido aparece en cifras indiscutibles a los ojos del mundo entero. 1871: 102.000 votos socialdemócratas; 1874: 352.000; 1877: 493.000. Luego, vino el alto reconocimiento de estos progresos por la autoridad: la ley contra los socialistas; el partido fue temporalmente destrozado y, en 1881, el número de votos descendió a 312.000. Pero se sobrepuso pronto y ahora, bajo el peso de la ley de excepción, sin prensa; sin una organización legal, sin derecho de asociación ni de reunión, fue cuando comenzó verdaderamente a difundirse con rapidez 1884: 550.000 votos; 1887: 763.000; 1890: 1.427.000. Al llegar aquí, se paralizó la mano del Estado. Desapareció la ley contra los socialistas y el número de votos socialistas ascendió a 1.787.000, más de la cuarta parte del total de votos emitidos. El Gobierno y las clases dominantes habían apurado todos los medios; estérilmente, sin objetivo y sin resultado alguno. Las pruebas tangibles de su impotencia, que las autoridades, desde el sereno hasta el canciller del Reich, habían tenido que tragarse ¡y que venían de los despreciados obreros!, estas pruebas se contaban por millones. El Estado había llegado a un atolladero y los obreros apenas comenzaban su avance. El primer gran servicio que los obreros alemanes prestaron a su causa consistió en el mero hecho de su existencia como Partido Socialista que superaba a todos en fuerza, en disciplina y en rapidez de crecimiento. Pero además prestaron otro: suministraron a sus camaradas de todos los países un arma nueva, una de las más afiladas, al hacerles ver cómo se utiliza el sufragio universal.
Posted on: Thu, 22 Aug 2013 03:39:38 +0000

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