LAUDATIO: Adiós a Madiba por Gonzalo Villarruel (Notas) el - TopicsExpress



          

LAUDATIO: Adiós a Madiba por Gonzalo Villarruel (Notas) el viernes, 28 de junio de 2013 a la(s) 7:58 Cuando tenía 8 años, el mundo era demasiado grande, no como ahora. Ibamos a la escuela, volvíamos, merendábamos, hacíamos tarea, jugábamos en el jardín con los amigos o en las veredas del barrio. De la TV jamás nos enganchaba un noticiero, sólo los héroes diarios de las series y los dibujos. Por eso no sabía que en un lugar llamado Sudáfrica un hombre era encarcelado por ser negro, por sus ideas libertarias y por su liderazgo avasallador y duro contra un sistema injusto del que jamás había oído hablar. De hecho, yo vivía en una democracia, quizás la más grande de todas, y apenas sabía de oídas que había un mundo de ideas y prácticas contrarias, donde un individuo carecía de derechos como tal. Pero en esa democracia, aprendí sin embargo que las personas negras eran “el otro”, y me parecía raro pero no lo cuestionaba. Tenía 8 años, en un tiempo en que la conciencia de lo que sucedía alrededor no estaba tan llena de información ni de política como ahora. Como no sabía, tampoco me enteré que ya en ese año un sudafricano negro también ganaba un Premio Nobel de la Paz, por su lucha contra la opresión, o que en un lugar distante de ese pobre país, llamado Sharpeville, la policía asesinaba a 69 personas por el sólo hecho de tener la piel negra y protestar por sus derechos. Bueno, de más está decir que se me escapaba el mero concepto de Premio Nobel. No me preocupaba lo que sucedía más allá del limitado espacio de mi infancia acomodada y relativamente feliz, no me alcanzaban los dramas de la gente tan lejana, las miserias vividas por centenares de miles que tenían la mala fortuna de ser extranjeros en su propia tierra. Los nombres de Nelson Mandela o Albert Luthuli, o del African National Congress, no significaban nada a mis 8 años. No lo significaron por mucho, muchísimo tiempo, quizás más del debido. Ni aún cuando era adolescente y creía en eso de cambiar el mundo; cuando admiraba de reojo y en silencio las protestas de una generación cuestionadora de valores y las rebeliones en otros mundos, cargadas de consignas irrealizables y provocaciones que indignaban a mis padres y sus pares por igual. Seamos honestos, a casi nadie le importaba Sudáfrica cuando el mundo universitario argentino, alborotado por la rebeldía setentista, lloraba por el Che o se entusiasmaba por los fracasos del imperialismo y el colonialismo en lugares como Vietnam o China. Mi generación leía a Sartre no a Steve Biko, porque Sartre era francés y nuestra cultura política, lamentablemente, mamó desde temprano del Iluminismo y el revolucionarismo izquierdoso de neto cuño rousseauneano. Discutíamos a un Marx desjarretado por el leninismo y, aún peor, perfumado del estructuralismo y chapucería charlatana, también franceses, de Althusser; ni sabíamos de la existencia de los intelectuales africanos como Amílcar Cabral o Leopold Sedar Senghor. Acusábamos a toda nuestra educación y cultura de colonizada y eurocentrista, mientras nos rendíamos intelectualmente a la “vanguardia” revolucionaria de Gramsci, Korsch, Lukacs o Marcuse; una menuda contradicción que no queríamos ni siquiera considerar. Mientras hacíamos todo eso, en aquel lugar del planeta transcurría la mayor tragedia de la humanidad después del nazismo y el stalinismo, el Apartheid. Y mientras millones en el mundo clamaban por la libertad y asociaban a ella a hienas de la calaña de los Castro, o Guevara, o Ho Chi Minh en una voltereta de hipocresía intelectual que me costó muchos años sacudir de mi cabeza, un nombre, un hombre, construía su destino de leyenda y forjaba su propia grandeza ética que lo llevaría ser el artífice de una de las historias más nobles en la historia innoble de la política internacional. Mandela nunca fue, ni es, ni será un santo ni un ícono de la perfección. Su juventud y la naturaleza criminal del régimen bajo el cual nació y vivió, bajo el cual sus connacionales sufrieron todas las bajezas inimaginables, lo llevaron a cuestionar dentro del ANC lo que veía como la futilidad de la lucha política pacífica. En ese mundo que usaba la violencia para combatir regímenes injustos (reales o no), especialmente en su propio continente que se deshacía del atuendo colonial, creyó llegada la hora de enfrentar al enemigo como lo que era, un peligro para la sobrevivencia de la población mayoritaria de su país. Fundó Umkonto We Zizwe (“Lanza de la Nación”) para atacar al régimen en sus entrañas: sabotajes, atentados parcialmente exitosos, y asesinatos selectivos que nunca se llevaron a cabo por la eficiencia represiva del Estado, que estaba a años luz en el trabajo de inteligencia de lo que podía estar un grupúsculo minoritario de jóvenes armados en aquella horrenda dictadura civil. Desarticular a Umkonto y pegar a toda la lucha antiapartheid en esa metodología fue un juego de niños para un sistema estatal aceitado durante décadas en la sucia tarea del espionaje interno, la represión social y la propaganda mentirosa. Fue su pecado revolucionario el que lo llevó a la cárcel, el hacinamiento, la tortura y la indignidad del confinamiento, más que su liderazgo de opositor joven que ya asomaba como vital dentro de la ANC. Mandela comprendió el tamaño de su error histórico y la derrota que su estrategia le había propinado a todo el arco político que desde la clandestinidad luchaba contra la opresión. Pero por sobre todas las cosas comprendió que no se lucha contra el totalitarismo desde el totalitarismo, y que se debería, primero, combatirlo con una ética imposible de derrotar; que era primero desde la trinchera ética donde comenzaría la derrota de la iniquidad boer. Y que esa ética debía estar presente no sólo en el discurso sino, y por sobre todas las cosas, en la acción del gran movimiento liberador; debía transmitirse a cada uno de los ciudadanos, negros, mestizos y blancos por igual, en un proceso de toma de conciencia profundo, mucho más allá de los problemas y las demandas de la lucha diaria. Que el resultado debía ser una victoria final PARA TODOS, una nación para todos, incluso para aquellos que se la habían negado a su pueblo durante tanto tiempo. Sólo así podría pensarse en que el final del sistema del Apartheid pudiera ser un final feliz y realmente victorioso, porque debía ser una victoria ética. Mandela fue Madiba desde entonces, un grito de lucha, y "Amandla" (poder) laconsigna política del deseo común. No fue el único héroe de la liberación; hubo muchos nombres de hombres y mujeres que pelearon, sufrieron y murieron por la libertad de su gente y de su nación. El régimen lo aisló, lo sometió a torturas tan abyectas como las físicas para quebrarlo. El ANC también tuvo momentos de escasa gloria y miserias propias; su familia no le fue en zaga. Asistió, desde el confinamiento, a la deslealtad de su propia esposa, Winnie, que pasó de ser la Madre de la Nación a una vulgar dirigente llena de resentimiento y ansia desmedida de poder y de corrupción, al punto tal de ordenar la muerte de un opositor a su movimiento. Winnie cometió el pecado de muchos y muchas: creerse su propio mito. Madiba tuvo que vivir todo esto y superarlo en medio de las torturas psicológicas que le propinaba el Estado en la infame Robben Island. Y sin embargo, tuvo la osadía de completar sus estudios de abogado auxiliado por la University of London y su External Programme. Una lección de coraje y fortaleza para sus carceleros, de un hombre al que nunca pudieron doblegar. Y un día nos cayeron Sudáfrica y su Apartheid como de la nada. Las justificaciones de la lucha por “la libertad” en Vietnam o por el socialismo en Afghanistán quedaron éticamente enanas frente a lo que sucedía en Pretoria, Ciudad del Cabo, Johannesburgo. Nos despertamos a Soweto y con ello al racismo boer. Supimos de Mandela, de Biko, de Luthuli y del ANC porque ya el planeta se achicaba y la TV y las radios nos contaban que el mundo había decidido un boicot contra el gobierno sudafricano y su política de segregación y sus bantustanes, las supuestas naciones libres que no eran otra cosa que ghettos para encerrar y dividir a las diferentes comunidades étnicas; naciones que ningún gobierno legítimo ni ninguna organización internacional reconoció (salvo, tristemente, nuestro Tito Lectoure). En 1987 conocí personalmente a Nadine Gordimer, la escritoria sudafricana dirigente de la ANC que apenas cuatro años después ganaría el Nobel de Literatura. Nos dio un seminario en el Colegio de México, en el DF donde vivía y cursaba mi Maestría, y tuve la suerte -y el honor- de ser designado por la directora de mi programa para acompañarla a un evento literario en su honor, ese mismo día. Tomando un café con ella me empapé de gestas, grandes y pequeñas, de hombres y mujeres empeñados en la causa de la libertad, que ennoblecían las palabras marcadas a fuego de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Cuando le pregunté por Mandela, todavía en prisión, se le iluminó el rostro; tal era la fuerza del gigante. El mundo de la segunda posguerra se desmoronó a comienzos de los 90s. Si el comunismo olía a naftalina, el Apartheid olía a muerto. Madiba salió de prisión y el planeta se conmovió con la estatura de su personalidad y su fortalez. El Nobel de la Paz le quedó demasiado chico a él y demasiado grande a De Klerk, sin dudas. Y la venganza nunca se consumó contra los opresores. Tenía todo el derecho, cargaba con el dolor y la muerte de centenares de miles sobre sus espaldas, y los deseos de millones que los apoyaban desde afuera, para pararse delante del enemigo y exigirle no sólo su capitulación incondicional, sino para imponerle la pena de muerte. Pero fue allí, justamente en el momento de subirse al carro de la victoria y pasear los despojos del vencido, en que Mandela cumplió con su destino y el de su país: hacer la verdadera nación del verdadero Nunca Más, la nación de la página que se da vuelta, de la reconstrucción y del mañana con respeto al individuo y al sacrificio de todos. Nación no del olvido, sino, justamente, de la memoria. No creo que haya leído el Martín Fierro, pero sin duda aprendió, y enseñó, aquello de “…sepan que olvidar lo malo, también es tener memoria”. Hoy se está apagando, a mi entender, el último estadista del siglo XX, porque Madiba fue un hombre de su tiempo, a pesar de haber trascendido el milenio. Miro alrededor, miro en mi pobre país desgajado por infames, miro las pantallas de los noticieros y diarios del mundo, y no veo más estadistas; no quedan, no hay, o no sirven para la política del nuevo milenio. Se nos perdió la estatura moral, y a los líderes mundiales, parece, se les resolvió el dilema ético. Se apaga Madiba y los hombres y mujeres de este planeta lo van a extrañar, tienen la obligación de extrañarlo. En sus funerales desfilarán personajes que ni siquiera merecen estar allí, plantados delante de los restos de un gigante, como enanos y enanas que son. Y me temo que nosotros, y espero equivocarme, deberemos asistir a los divagues de la historia distorsionada y manchada de relato militante de nuestra megalómana de turno, en un verdadero insulto a su memoria. Cuando Mandela termine de irse habrá un vacío que la Historia ya no podrá llenar. Tendrá ampliamente ganado el amor, el cariño, la admiración, el respeto y la envidia de su gente que lo llorará sin límites y con el total derecho que le da su legado. Se me hace que el mundo será un poquito peor sin él. Quedará su propia historia con todo lo que tiene de bueno y de malo, y su ejemplo de lucha y de amor por su tierra y su gente, pero sobre todo, por la libertad del individuo, que es la única y verdadera Libertad con mayúsculas. Adiós, Madiba. AMANDLA! Me gusta · · Compartir. Escribe un comentario...
Posted on: Fri, 28 Jun 2013 18:11:30 +0000

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