"La Apuesta". Cuento. Luis Mario Pérez Ruiz tenía 50 años, - TopicsExpress



          

"La Apuesta". Cuento. Luis Mario Pérez Ruiz tenía 50 años, trabajaba haciendo changas de lo que podía conseguir, un día era plomero, al siguiente pintor y la próxima semana portero de una tanguería. Un divorcio de esos que rompen récords lo había dejado en la lona y, para tratar de salir de perdedor, había intentado varios negocios, una parrilla, un kiosco, una rotisería. Todos habían salido mal y lo habían dejado más arruinado que el anterior. Vivía en una pieza que le prestaba un primo de Bernal, donde amontonaba lo que había logrado salvar del más seco de los naufragios. El equipo de música, la bicicleta, un par de trajes, la guitarra eléctrica y algunos objetos más que transformaban la habitación en una carrera de obstáculos. Una cama de una plaza, el cubrecama con el escudo de River y el póster del Beto Alonso, ajado y amarillento de años y glorias de la memoria, de frente a la almohada, como custodio del sueño de aquel muchacho que vio en la bombonera los goles de la pelota naranja... Su ex esposa, Elvira, le negaba ver a los pibes porque él rara vez llegaba a cubrir el total de la cuota alimentaria. Entonces se escondía atrás de un árbol para verlos subir felices al auto de Roberto, la nueva pareja de su ex. Sus sonrisas, sus evidentes complicidades con ese hombre lo herían y alegraban, casi por igual. Sofía tenía 8 años y el pelo azabache y la risa a medio completar. Luisito tenía 11, un flequillo de otros tiempos y era el terremoto de la escuela y la calma de la casa, por alguna extraña razón. Luis Mario, preso como estaba de sus escaseces y sus incomodidades, nunca dejaba de intentarlo, y siempre tenía un nuevo plan. Pero debía mucho dinero, y a amigos y no tanto. Y tenía que pagar. La plata para poner la rotisería se la había pedido a un personaje turbio, conocido como "El Mono", un tipo gordito y que te miraba siempre como por una mirilla, que atendía en un barcito de Avenida de Mayo y Rivadavia, ahí donde Ramos Mejía se hace Nueva Dheli. El Mono este tenía contactos con la policía de la provincia, Luis Mario hacía tres meses que no le podía dar nada, y el tipo le mandó dos "patas negras" que lo agarraron bajando del colectivo, lo metieron a un baldío y lo cagaron bien a trompadas. Además de robarle los $300 que acababa de hacerse pintándole dos puertas a una jubilada. Le dieron una semana para juntar la mitad, o le rompían una pierna. No sabía si le dolían más los golpes ó el plazo. Era imposible que llegara a juntarla. Entre la renguera, la sangre que le caía de la nariz y desde el párpado derecho y la falta de aire producto de las patadas en las costillas, se las arregló para llegar hasta la pieza. Se tiró en la cama, después de buscar en la mesita de luz algo para los dolores y no encontrar más que una cédula del juzgado que había olvidado, y que trajo más dolor. Allí, panza arriba, las manos a los costados del cuerpo, con una toalla húmeda sobre la cara desfigurada, le pidió a dios que lo llevara, que terminara pronto con todo. Lloró despacio, como una tarde de domingo sin mates ni películas de los setentas. El sueño lo alcanzó a la vuelta de la quincuagésima pésima idea. Se despertó a la madrugada, con el recuerdo vívido de un sueño que incluía olores, colores, sonidos, caras... Estaba jugando a la ruleta, le ponía cinco mil pesos al 35 y lo agarraba pleno. "¡ Negro el 35!" anunciaba el croupier, y sabía que su vida cambiaba de repente. Que le pagaba al mono, que veía a los pibes... Miró el reloj: 03:35. Una señal. A la mañana fue a desayunar al bar de siempre, $35. Vio en el diario que en el Quini y el Loto había salido el 35. Cumplía años Carlos, su primo si, 35... No hizo esfuerzo alguno por dejar de interpretar todo como una enorme cadena de señales. Fue y buscó lo que le quedaba, la guitarra, el equipo de música, hasta la ropa, y lo vendió por lo que le dieron, míseros dos mil, en una casa de empeño. Le pechó los otros tres a Carlos, que se los dio diciéndole que era lo último, y que si no se los devolvía en una semana, que le dejara la pieza y no vuelva nunca más. Esperó la noche en la pieza, afiebrado de ideas y deseos. A las 22 caminó hasta la avenida y paró un taxi. "Al casino del barco", fue todo lo que dijo en el viaje, quería aprovechar esos minutos para pensar la estrategia necesaria para no dejar pasar la señal que sabía que iba a llegar como todas las de ese día. Iba a haber una señal inequívoca, y él la vería, y ese sería el momento preciso de romper para siempre el destino de concreto. Ingresó a la sala, atestada de la gente normal de un casino, gente rara. Sabía que para hacer esa apuesta debía ir a una mesa especial. Se dirigió al sector y encontró doce mesas, caminó casi una hora entre los apostadores, saltando atento de una a otra, las fichas en las que había cambiado su dinero chocando en el bolsillo del saco. El personal de seguridad ya había comenzado a seguirlo a distancia, pero sabían que había cambiado una buena cifra, con lo que decidieron chequearlo, sin molestarlo. Distraído viendo a un pelado de saco gris perder una fortuna, sintió que en la mesa que tenía detrás cantaron su número. "Ahí tengo que esperar la señal", pensó. Se acercó y pidió color. Cambió todo. Tras un nuevo "No va más", cantaron nuevamente el 35. Pero el esperaba una nueva señal, que no llegaba. Miraba las caras de la gente, miraba a los croupier directo a los ojos, trataba de escuchar alguna voz celestial. Esperó. 35, nuevamente. Y la señal que no llegaba. Los otros jugadores se empezaron a inquietar cuando cantaron el mismo número... diez veces seguidas. Hasta hubo cambio de equipo de mesa, porque no era normal lo que sucedía. En la décimo primera bola, se acercó una rubia angelical, con un vestido corto dorado, un cuerpo como de bomberos y una sonrisa digna de Leonardo, le apoyó la mano en el codo y lo saludó. Luis Mario se convenció al instante que esa era la señal, jamás una mujer así le había dirigido la mirada, siquiera. Colocó su apuesta un segundo antes del "¡No va más!", la bola voló ágil por el aro de la ruleta, en una carrera de miles de horas que transcurrieron en veinte segundos.. Chocó en uno de los diamantes, picó en el 21 y fue a morir, blanca, salvaje pero inerte, en el coloradísimo, demoníaco, número 3, exactamente al lado del negrísimo color del destino del 35. -¿ Vos no sos un ángel?. Le preguntó a la rubia que lo tomaba del brazo. -No, papi, pero si querés disfraz, se puede... Salió del casino aturdido, abrumado. Había tenido toda la nueva vida a un milímetro y ahora no tenía nada, tenía nada, menos aún de la nada que ya tenía. Caminó por las calles desiertas por horas. Bajo la autopista, en un rincón donde Lucifer perdió a cuchillo contra un pibe alma de tigre, un linyera con más mugre que la mugre, lo invitó a sentarse y compartir un vino de caja. Se sentó en un tacho de pintura, ni sintió el olor a mierda, ni vio las ratas. -¿Qué le pasa, amigo, que tiene esa cara?. Inquirió el inquilino de los baldíos. -Perdí todo en el casino. Me voy a matar, estoy pensando cómo hacerlo. -No puede hacer eso, es pecado. -¿Y qué carajo me importa que sea pecado?. ¿Quién sos, dios?. -Si. Le espetó el vagabundo. -Si sos dios... ¿Porqué carajo no tiraste el 35?. -Diez veces lo tiré, pero son ustedes los perdedores los que siempre esperan una mejor, la oportunidad ideal, que la mina sea linda además de buena gente, que el auto frene a tiempo, que el guardia mire para otro lado, que el virus no esté en esa baranda, o que los salve la ruleta. -¿Sos dios, en serio? -Andate, boludo, tengo mejores tipos para tomar vino...
Posted on: Wed, 28 Aug 2013 23:53:23 +0000

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