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La semana siguiente la dediqué a la lectura de textos bucólicos: Las geórgicas, Por el camino de Swann, María, Morada al sur, Hojas de hierba, hasta que el bicho no pudo más y se asomó. Caminaba por la cuchilla de la cordillera cuando sentí un hormigueo en el oído derecho. Me detuve. Sentí que asomó la cabeza. (Era muy pequeña para poder agarrarla. Esperé. Sudaba). De pronto arrumó sus anillos posteriores, estiró los anteriores y sacó la mitad del cuerpo, lo que aún no era suficiente. Yo estaba paralizado, no me atrevía ni a respirar, un movimiento en falso y el bicho se espantaría. Era probable que saliera un poco más y entonces sería fácil agarrar­lo. También podía suceder que, satisfecha su curiosidad, quizá desencan­tado del yermo paraje, ¡regresara a su bien surtida neuroteca para siempre! Esta posibilidad me aterró tanto que mandé la mano instinti­vamente abandonando toda precaución, lo agarré de la cabeza y jalé. Tenía 3 centímetros de largo y el aspecto típico de un intelectual. Era flaco, pálido y cabezón. Pensé destriparlo ahí mismo pero algo me contuvo. Quizá el pensar que en esa cabecita frágil que latía asustada entre el índice y el pulgar de mi mano derecha estaba ahora una parte considerable de mi base de datos fue lo que me detuvo. Quizá ya lo consideraba una parte de mí. Busqué una lupa y lo examiné. Su cuerpo era joven, esbelto y de una transparencia didáctica pero su cabeza estaba muy arrugada y en sus ojos brillaba una inteligencia que me aterró. Lo metí en un pequeño cilindro de plástico transparente, lo tapé bien, le hice orificios de ventilación, lo guardé con llave en la gaveta de la mesa en que escribo, y esa noche dormí tranquilo por primera vez en mucho tiempo. Lo cierto es que un día que llegué a la casa con unas copas me encontré de pronto llorando con el cilindro en la mano, confiándole mis cuitas al gusano sabio. Lo saqué de su prisión, lo contemplé con el amor que inspiran la inteligencia y la fragilidad de los insectos, esos pites inocentes y prodigiosos, y lo puse con cuidado en el pabellón de la oreja derecha –no fuera a caerse y sufrir un traumatis­mo cerebral–. El bicho pasó de inmediato a su gabinete, no sin antes limpiarse las patitas en el umbral, acto que me estremeció de ternura y cosquillitas. Las cosas han vuelto a la normalidad
Posted on: Mon, 02 Dec 2013 03:19:06 +0000

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