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MENSAJE AL PUEBLO DE DIOS Hermanos y hermanas: «Gracia y paz a vosotros de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (Rm 1, 7). Obispos de todo el mundo, invitados por el Obispo de Roma, el Papa Benedicto XVI, nos hemos reunido para reflexionar juntos sobre «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana» y, antes de volver a nuestras Iglesias particulares, queremos dirigirnos a todos vosotros, para animar y orientar el servicio al Evangelio en los diversos contextos en los que estamos llamados a dar hoy testimonio. 1. Como la samaritana en el pozo Nos dejamos iluminar por una página del Evangelio: el encuentro de Jesús con la mujer samaritana (cf. Jn 4, 5-42). No hay hombre o mujer que en su vida, como la mujer de Samaría, no se encuentre junto a un pozo con un cántaro vacío, con la esperanza de saciar el deseo más profundo del corazón, aquel que sólo puede dar significado pleno a la existencia. Hoy son muchos los pozos que se ofrecen a la sed del hombre, pero conviene hacer discernimiento para evitar aguas contaminadas. Es urgente orientar bien la búsqueda, para no caer en desilusiones que pueden ser ruinosas. Como Jesús, en el pozo de Sicar, también la Iglesia siente el deber de sentarse junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para hacer presente al Señor en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo, porque sólo su Espíritu es el agua que da la vida verdadera y eterna. Sólo Jesús es capaz de leer hasta lo más profundo del corazón y desvelarnos nuestra verdad: «Me ha dicho todo lo que he hecho», confiesa la mujer a sus vecinos. Esta palabra de anuncio —a la que se une la pregunta que abre a la fe: «¿Será Él el Cristo?»— muestra que quien ha recibido la vida nueva del encuentro con Jesús, a su vez no puede hacer menos que convertirse en anunciador de verdad y esperanza para los demás. La pecadora convertida deviene mensajera de salvación y conduce a toda la ciudad hacia Jesús. De la acogida del testimonio la gente pasará después a la experiencia personal del encuentro: «Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que Él es verdaderamente el Salvador del mundo». 2. Una nueva evangelización Conducir a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia Jesús, al encuentro con Él, es una urgencia que afecta a todas las regiones del mundo, tanto las de antigua como las de reciente evangelización. En todos los lugares se siente la necesidad de reavivar una fe que corre el riesgo de apagarse en contextos culturales que obstaculizan su enraizamiento personal, su presencia social, la claridad de sus contenidos y sus frutos coherentes. No se trata de comenzar todo de nuevo, sino —con el ánimo apostólico de Pablo, quien afirma: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9, 16)— de insertarse en el largo camino de proclamación del Evangelio que, desde los primeros siglos de la era cristiana hasta el presente, ha recorrido la historia y ha edificado comunidades de creyentes por toda la tierra. Por pequeñas o grandes que sean, éstas son el fruto de la entrega de tantos misioneros y de no pocos mártires, de generaciones de testigos de Jesús, de los cuales guardamos una memoria agradecida. Los cambios sociales, culturales, económicos, políticos y religiosos nos llaman a algo nuevo: a vivir de un modo renovado nuestra experiencia comunitaria de fe y el anuncio, mediante una evangelización «nueva en su ardor, en sus métodos, en sus expresiones» (Juan Pablo II, Discurso a la XIX Asamblea del Celam, Puerto Príncipe, 9 de marzo de 1983, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de marzo de 1983, p. 24), como dijo Juan Pablo II. Una evangelización dirigida, como nos ha recordado Benedicto XVI, «principalmente a las personas que, aun estando bautizadas, se han alejado de la Iglesia y viven sin tener en cuenta la praxis cristiana [...], para favorecer en estas personas un nuevo encuentro con el Señor, el único que llena de significado profundo y de paz nuestra existencia; para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente de gracia que trae alegría y esperanza a la vida personal, familiar y social» (Benedicto XVI,Homilía en la celebración eucarística para la solemne inauguración de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, 7 de octubre de 2012: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de octubre de 2012, p. 3). 3. El encuentro personal con Jesucristo en la Iglesia Antes de entrar en la cuestión sobre la forma que debe adoptar esta nueva evangelización, sentimos la exigencia de deciros, con profunda convicción, que la fe se decide toda en la relación que establecemos con la persona de Jesús, que sale a nuestro encuentro. La obra de la nueva evangelización consiste en proponer de nuevo al corazón y a la mente, no pocas veces distraídos y confusos, de los hombres y mujeres de nuestro tiempo y, sobre todo a nosotros mismos, la belleza y la novedad perenne del encuentro con Cristo. Os invitamos a todos a contemplar el rostro del Señor Jesucristo, a entrar en el misterio de su existencia, entregada por nosotros hasta la cruz, ratificada como don del Padre por su resurrección de entre los muertos y comunicada a nosotros mediante el Espíritu. En la persona de Jesús se revela el misterio de amor de Dios Padre por toda la familia humana. Él no ha querido dejarla a la deriva de su imposible autonomía, sino que la ha unido a sí por medio de una renovada alianza de amor. La Iglesia es el espacio ofrecido por Cristo en la historia para poderlo encontrar, porque Él le ha confiado su Palabra, el bautismo que nos hace hijos de Dios, su Cuerpo y su Sangre, la gracia del perdón del pecado, sobre todo en el sacramento de la Reconciliación, la experiencia de una comunión que es reflejo del misterio de la Santísima Trinidad y la fuerza del Espíritu que genera la caridad hacia todos. Hemos de constituir comunidades acogedoras, en las cuales todos los marginados se encuentren como en su casa, con experiencias concretas de comunión que, con la fuerza ardiente del amor, —«Mirad como se aman» (Tertuliano, Apologético, 39, 7)— atraigan la mirada desencantada de la humanidad contemporánea. La belleza de la fe debe resplandecer, en particular, en la sagrada liturgia, sobre todo en la Eucaristía dominical. Precisamente en las celebraciones litúrgicas la Iglesia muestra su rostro de obra de Dios y hace visible, en las palabras y en los gestos, el significado del Evangelio. Es nuestra tarea hoy el hacer accesible esta experiencia de Iglesia y multiplicar, por tanto, los pozos a los cuales invitar a los hombres y mujeres sedientos y posibilitar su encuentro con Jesús, ofrecer oasis en los desiertos de la vida. De esto son responsables las comunidades cristianas y, en ellas, cada discípulo del Señor. Cada uno debe dar un testimonio insustituible para que el Evangelio pueda encontrarse con la existencia de todos. Por eso, se nos exige la santidad de vida. 4. Las ocasiones del encuentro con Jesús y la escucha de la Escritura Alguno preguntará cómo llevar a cabo todo esto. No se trata de inventar nuevas estrategias, casi como si el Evangelio fuera un producto para poner en el mercado de las religiones, sino redescubrir los modos mediante los cuales, ante el encuentro con Jesús, las personas se han acercado a Él y por Él se han sentido llamadas y adaptarlos a las condiciones de nuestro tiempo. Recordamos, por ejemplo, cómo Pedro, Andrés, Santiago y Juan han sido llamados por Jesús en el contexto de su trabajo, cómo Zaqueo ha podido pasar de la simple curiosidad al calor de la mesa compartida con el Maestro, cómo el centurión ha pedido la intervención del Señor ante la enfermedad de una persona cercana, cómo el ciego de nacimiento lo ha invocado como liberador de su propia marginación, cómo Marta y María han visto recompensada su hospitalidad de la casa y del corazón con su propia presencia. Podríamos continuar aún recorriendo las páginas de los Evangelios y encontrando tantos y tantos modos en los que la vida de las personas se ha abierto, desde diversas condiciones, a la presencia de Cristo. Y lo mismo podríamos hacer con todo lo que la Escritura nos dice de la experiencia misionera de los apóstoles en la Iglesia naciente. La lectura frecuente de la Sagrada Escritura, iluminada por la Tradición de la Iglesia que nos la entrega y la interpreta auténticamente, no sólo es un paso obligado para conocer el contenido mismo del Evangelio, esto es, la persona de Jesús en el contexto de la historia de la salvación, sino que, además, nos ayuda a descubrir espacios de encuentro con Él, formas de acción verdaderamente evangélicas, enraizadas en las dimensiones fundamentales de la vida humana: la familia, el trabajo, la amistad, la pobreza y las pruebas de la vida, etc. 5. Evangelizarnos a nosotros mismos y disponernos a la conversión Ay de nosotros si pensamos que la nueva evangelización no nos toca en primera persona. En estos días, muchos obispos, varias veces, nos han recordado que, para poder evangelizar el mundo, la Iglesia debe, ante todo, ponerse a la escucha de la Palabra. La invitación a evangelizar se traduce en una llamada a la conversión. Sentimos sinceramente que debemos convertirnos, ante todo nosotros mismos, a la potencia de Cristo, que es capaz de hacer nuevas todas las cosas, sobre todo nuestras pobres existencias. Hemos de reconocer con humildad que la miseria y las debilidades de los discípulos de Jesús, especialmente de sus ministros, hacen mella en la credibilidad de la misión. Somos plenamente conscientes, nosotros los obispos los primeros, de no poder estar nunca a la altura de la llamada del Señor y del Evangelio que nos ha entregado para su anuncio a las gentes. Sabemos que hemos de reconocer humildemente nuestra debilidad ante las heridas de la historia y no dejamos de reconocer nuestros pecados personales. Estamos convencidos, además, de que la fuerza del Espíritu del Señor puede renovar a su Iglesia y hacerla de nuevo esplendorosa si nos dejamos transformar por Él. Lo muestra la vida de los santos, cuya memoria y el relato de sus vidas son instrumentos privilegiados de la nueva evangelización. Si esta renovación fuese confiada a nuestras fuerzas, habría serios motivos de duda, pero en la Iglesia la conversión y la evangelización no tienen como primeros actores a nosotros, pobres hombres, sino al mismo Espíritu del Señor. Aquí está nuestra fuerza y nuestra certeza, que el mal no tendrá jamás la última palabra, ni en la Iglesia ni en la historia: «No se turbe vuestro corazón y no tengáis miedo» (Jn 14, 27), dijo Jesús a sus discípulos. La tarea de la nueva evangelización descansa sobre esta serena certeza. Nosotros confiamos en la inspiración y en la fuerza del Espíritu, que nos enseñará lo que debemos decir y lo que debemos hacer, aun en las circunstancias más difíciles. Es nuestro deber, por eso, vencer el miedo con la fe, el cansancio con la esperanza, la indiferencia con el amor. 6. Reconocer en el mundo de hoy nuevas oportunidades de evangelización Esta serena valentía sostiene también nuestra mirada sobre el mundo contemporáneo. No nos sentimos atemorizados por las condiciones del tiempo en que vivimos. Nuestro mundo está lleno de contradicciones y de desafíos, pero sigue siendo creación de Dios, y aunque herido por el mal, siempre es objeto de su amor y terreno suyo, en el que puede ser renovada la siembra de la Palabra para que vuelva a dar fruto. No hay lugar para el pesimismo en la mente y en el corazón de aquellos que saben que su Señor ha vencido la muerte y que su Espíritu actúa con fuerza en la historia. Con humildad, pero también con decisión —aquella que viene de la certeza de que la verdad siempre vence—, nos acercamos a este mundo y queremos ver en él una invitación del Resucitado a ser testigos de su nombre. Nuestra Iglesia está viva y afronta los desafíos de la historia con la fortaleza de la fe y del testimonio de tantos hijos suyos. Sabemos que en el mundo debemos afrontar una dura batalla contra «los Principados y las Potencias» y «los espíritus del mal» (Ef 6, 12). No ocultamos los problemas que tales desafíos suponen, pero no nos atemorizan. Esto lo señalamos especialmente ante los fenómenos de globalización, que deben ser para nosotros oportunidad para extender la presencia del Evangelio. También las migraciones —aun con el peso del sufrimiento que conllevan, y con las que queremos ser sinceramente cercanos, con la acogida propia de los hermanos— son ocasiones, como ha sucedido en el pasado, de difusión de la fe y de comunión en todas sus formas. La secularización y la crisis del primado de la política y del Estado piden a la Iglesia repensar su propia presencia en la sociedad, sin renunciar a ella. Las muchas y siempre nuevas formas de pobreza abren espacios inéditos al servicio de la caridad: la proclamación del Evangelio compromete a la Iglesia a estar al lado de los pobres y compartir con ellos sus sufrimientos, como lo hacía Jesús. También en las formas más ásperas de ateísmo y agnosticismo podemos reconocer, aun en modos contradictorios, no un vacío, sino una nostalgia, una espera que requiere una respuesta adecuada. Frente a los interrogantes que las culturas dominantes plantean a la fe y a la Iglesia, renovamos nuestra confianza en el Señor, ciertos de que también en estos contextos el Evangelio es portador de luz y capaz de sanar la debilidad del hombre. No somos nosotros quienes conducimos la obra de la evangelización, sino Dios. Como nos ha recordado el Papa: «La primera palabra, la iniciativa auténtica, la actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también nosotros llegar a ser —con Él y en Él— evangelizadores». (Benedicto XVI, Meditación en la primera congregación general de la XIIIAsamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, 8 de octubre de 2012: L’ Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de octubre de 2012, p. 9) 7. Evangelización, familia y vida consagrada Desde la primera evangelización la transmisión de la fe, en el transcurso de las generaciones, ha encontrado un lugar natural en la familia. En ella —con un papel muy significativo desarrollado por las mujeres, sin que con esto queramos disminuir la figura paterna y su responsabilidad— los signos de la fe, la comunicación de las primeras verdades, la educación en la oración, el testimonio de los frutos del amor, han sido infundidos en la vida de los niños y adolescentes en el contexto del cuidado que toda familia reserva al crecimiento de sus pequeños. A pesar de la diversidad de las situaciones geográficas, culturales y sociales, todos los obispos del Sínodo han confirmado este papel esencial de la familia en la transmisión de la fe. No se puede pensar en una nueva evangelización sin sentirnos responsables del anuncio del Evangelio a las familias y sin ayudarles en la tarea educativa. No ocultamos el hecho de que hoy la familia, que se constituye con el matrimonio de un hombre y una mujer que los hace «una sola carne» (Mt 19, 6) abierta a la vida, está atravesada por todas partes por factores de crisis, rodeada de modelos de vida que la penalizan, olvidada de las políticas de la sociedad, de la cual es célula fundamental, no siempre respetada en sus ritmos ni sostenida en sus compromisos por parte de las propias comunidades eclesiales. Precisamente por esto, nos vemos impulsados a afirmar que tenemos que desarrollar un especial cuidado por la familia y por su misión en la sociedad y en la Iglesia, creando itinerarios específicos de acompañamiento antes y después del matrimonio. Queremos expresar nuestra gratitud a tantos esposos y familias cristianas que con su testimonio continúan mostrando al mundo una experiencia de comunión y de servicio que es semilla de una sociedad más fraterna y pacífica. Nuestra reflexión se ha dirigido también a las situaciones familiares y de convivencia en las que no se muestra la imagen de unidad y de amor para toda la vida que el Señor nos ha entregado. Hay parejas que conviven sin el vínculo sacramental del matrimonio; se extienden situaciones familiares irregulares construidas tras el fracaso de matrimonios anteriores: acontecimientos dolorosos que repercuten incluso sobre la educación en la fe de los hijos. A todos ellos les queremos decir que el amor de Dios no abandona a nadie, que también la Iglesia los ama y es una casa acogedora con todos, que siguen siendo miembros de la Iglesia, aunque no puedan recibir la absolución sacramental ni la Eucaristía. Que las comunidades católicas estén abiertas a acompañar a cuantos viven estas situaciones y favorezcan caminos de conversión y de reconciliación. La vida familiar es el primer lugar en el cual el Evangelio se encuentra con la vida ordinaria y muestra su capacidad de transfigurar las condiciones fundamentales de la existencia en el horizonte del amor. Pero no es menos importante, para el testimonio de la Iglesia, mostrar cómo se abre esta vida en el tiempo a una plenitud que va más allá de la historia de los hombres y que conduce a la comunión eterna con Dios. Jesús no se presenta a la mujer samaritana simplemente como Aquél que da la vida sino como el que da la «vida eterna» (Jn 4, 14). El don de Dios que la fe hace presente, no es simplemente la promesa de unas mejores condiciones de vida en este mundo, sino el anuncio de que el sentido último de nuestra vida va más allá de este mundo y se encuentra en la comunión plena con Dios que esperamos al final de los tiempos. De este horizonte ultraterrenal del sentido de la existencia humana son particulares testigos en la Iglesia y en el mundo cuantos el Señor ha llamado a la vida consagrada, una vida que, precisamente porque está dedicada totalmente a Él, en el ejercicio de pobreza, castidad y obediencia, es el signo de un mundo futuro que relativiza cualquier bien de este mundo. Que de la Asamblea del Sínodo de los obispos llegue a estos hermanos y hermanas nuestros la gratitud por su fidelidad a la llamada del Señor y por la contribución que han hecho y hacen a la misión de la Iglesia, la exhortación a la esperanza en situaciones nada fáciles para ellos en estos tiempos de cambio y la invitación a confirmarse como testigos y promotores de nueva evangelización en los diversos ámbitos de vida en que los carismas de cada instituto los sitúa. 8. La comunidad eclesial y los muchos agentes de la evangelización La obra de la evangelización no es labor exclusiva de alguien en la Iglesia sino de las comunidades eclesiales como tales, donde se tiene acceso a la plenitud de los instrumentos del encuentro con Jesús: la Palabra, los sacramentos, la comunión fraterna, el servicio de la caridad, la misión. En esta perspectiva emerge sobre todo el papel de la parroquia como presencia de la Iglesia en el territorio en el que viven los hombres, «fuente del pueblo», como le gustaba llamarla a Juan XXIII, en la que todos pueden beber encontrando la frescura del Evangelio. Su función permanece irrenunciable, aunque las condiciones que han cambiado pueden requerir una articulación en pequeñas comunidades o vínculos de colaboración en contextos más amplios. Sentimos, ahora, el deber de exhortar a nuestras parroquias a unir a la tradicional atención pastoral del Pueblo de Dios las nuevas formas de misión que requiere la nueva evangelización. Éstas, deben alcanzar también a las variadas formas de piedad popular. En la parroquia continúa siendo decisivo el ministerio del sacerdote, padre y pastor de su pueblo. A todos los presbíteros, los obispos de esta Asamblea sinodal expresan gratitud y cercanía fraterna por su no fácil tarea y les invitan a unirse cada vez más al presbiterio diocesano, a una vida espiritual cada vez más intensa y a una formación permanente que los haga idóneos para afrontar los cambios. Junto a los sacerdotes reconocemos la presencia de los diáconos así como la acción pastoral de los catequistas y de tantas figuras ministeriales y de animación en el campo del anuncio y de la catequesis, de la vida litúrgica, del servicio caritativo, así como las diversas formas de participación y de corresponsabilidad por parte de los fieles, hombres y mujeres, cuya dedicación en los diversos servicios de nuestras comunidades nunca agradeceremos suficientemente. También a todos ellos les pedimos que orienten su presencia y su servicio en la Iglesia en la óptica de la nueva evangelización, cuidando su propia formación humana y cristiana, el conocimiento de la fe y la sensibilidad a los fenómenos culturales actuales. Mirando a los laicos, una palabra específica se dirige a las varias formas de asociación, antiguas y nuevas, junto con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades. Todas ellas son expresión de la riqueza de los dones que el Espíritu concede a la Iglesia. También a estas formas de vida y compromiso en la Iglesia expresamos nuestra gratitud, exhortándoles a la fidelidad al propio carisma y a la convencida comunión eclesial, de modo especial en el ámbito de las Iglesias particulares. Dar testimonio del Evangelio no es privilegio exclusivo de nadie. Reconocemos con gozo la presencia de numerosos hombres y mujeres que con su vida son signos del Evangelio en medio del mundo. Lo reconocemos también en tantos de nuestros hermanos y hermanas cristianos con quienes la unidad lamentablemente no es todavía perfecta, pero también ellos llevan la señal del bautismo del Señor y son sus anunciadores. En estos días nos ha conmovido la experiencia de escuchar las voces de tantos responsables reconocidos de Iglesias y Comunidades eclesiales que nos han dado testimonio de su sed de Cristo y de su dedicación al anuncio del Evangelio, convencidos también ellos de que el mundo tiene necesidad de una nueva evangelización. Estamos agradecidos al Señor por esta unidad en la exigencia de la misión. 9. Para que los jóvenes puedan encontrar a Cristo Los jóvenes nos importan de un modo muy especial, porque son parte relevante del presente y del futuro de la humanidad y de la Iglesia. La mirada de los obispos hacia ellos en absoluto es pesimista. Preocupada sí, pero no pesimista. Preocupada porque precisamente sobre ellos confluyen los embates más agresivos de estos tiempos; no pesimista, sobre todo porque, lo resaltamos, el amor de Cristo es quien mueve lo profundo de la historia, pero también porque descubrimos en nuestros jóvenes aspiraciones profundas de autenticidad, de verdad, de libertad, de generosidad, por las cuales estamos convencidos de que Cristo es respuesta que sacia. Queremos ayudarles en su búsqueda e invitamos a nuestras comunidades a que, sin reservas, entren en una dinámica de escucha, de diálogo y de propuestas valientes ante la difícil condición juvenil. Para aprovechar y no apagar la potencia de su entusiasmo. Y para sostener en su favor la justa batalla contra los lugares comunes y las especulaciones interesadas de las fuerzas de este mundo, interesadas en disipar sus energías y a agotarlas en su propio interés, suprimiendo en ellos toda memoria agradecida por el pasado y cualquier planteamiento serio para el futuro. La nueva evangelización tiene un campo particularmente exigente pero al mismo tiempo prometedor en el mundo de los jóvenes, como muestran no pocas experiencias, desde las más multitudinarias como las Jornadas mundiales de la juventud, a aquellas más ocultas pero no menos importantes, como las numerosas y diversas experiencias de espiritualidad, servicio y misión. Los jóvenes tienen un papel activo en la obra de la evangelización, sobre todo en sus ambientes. 10. El Evangelio en diálogo con la cultura y la experiencia humana y con las religiones La nueva evangelización tiene su centro en Cristo y en la atención a la persona humana, para hacer posible el encuentro real con Él. Pero su horizonte es tan ancho como el mundo y no se cierra a ninguna experiencia del hombre. Eso significa que la nueva evangelización cultiva, con particular atención, el diálogo con las culturas, con la confianza de poder encontrar en todas ellas las «semillas del Verbo» de las que hablaban los santos Padres. En particular, la nueva evangelización tiene necesidad de una renovada alianza entre fe y razón, con la convicción de que la fe tiene recursos suficientes para acoger los frutos de una sana razón abierta a la trascendencia y tiene, al mismo tiempo, la fuerza de sanar los límites y las contradicciones en las que la razón puede caer. La fe no deja de contemplar los lacerantes interrogantes que plantea la presencia del mal en la vida y la historia de los hombres, obteniendo la luz de su esperanza en la Pascua de Cristo. El encuentro entre fe y razón nutre el esfuerzo de la comunidad cristiana en el mundo de la educación y la cultura. Un lugar especial en este campo lo ocupan las instituciones educativas y de investigación: escuelas y universidades. Donde se desarrolla el conocimiento del hombre y se da una acción educativa, la Iglesia se alegra de aportar su propia experiencia y contribuir a una formación integral de la persona. En este ámbito merecen una atención especial las escuelas y universidades católicas, en las que la apertura a la trascendencia, propia de todo itinerario cultural sincero y educativo, debe completarse con caminos de encuentro con la persona de Jesucristo y de su Iglesia. Que la gratitud de los obispos llegue a todos los que, en condiciones a veces difíciles, desempeñan esta tarea. La evangelización exige que se preste gran atención al mundo de las comunicaciones sociales, que son un camino, especialmente en el caso de los nuevos medios, en el que se cruzan tantas vidas, tantos interrogantes y tantas expectativas. Son el lugar donde en muchas ocasiones se forman las conciencias y se muestran los hechos de la propia vida. Es una oportunidad nueva para llegar al corazón de los hombres. Un particular ámbito de encuentro entre fe y razón se da hoy en el diálogo con el conocimiento científico. Éste, por otro lado, no se encuentra lejos de la fe, siendo manifestación del principio espiritual que Dios ha puesto en sus criaturas y que les permite comprender las estructuras racionales que se encuentran en la base de la creación. Cuando la ciencia y la técnica no presumen de encerrar la concepción del hombre y del mundo en un árido materialismo se convierten, entonces, en un precioso aliado para el desarrollo de la humanización de la vida. También a los responsables de esta delicada tarea del conocimiento se dirige nuestro agradecimiento. Queremos, además, agradecer su esfuerzo a los hombres y mujeres que se dedican a otra expresión del genio humano: el arte en sus varias formas, desde las más antiguas a las más recientes. En sus obras, en cuanto tienden a dar forma a la tensión del hombre hacia la belleza, reconocemos un modo particularmente significativo de expresión de la espiritualidad. Estamos especialmente agradecidos cuando sus bellas creaciones nos ayudan a hacer evidente la belleza del rostro de Dios y de sus criaturas. La vía de la belleza es un camino particularmente eficaz en la nueva evangelización. Más allá del arte, toda obra del hombre es un espacio en el que, mediante el trabajo, él se hace cooperador de la creación divina. Al mundo de la economía y del trabajo queremos recordar cómo de la luz del Evangelio surgen algunas llamadas urgentes: liberar el trabajo de aquellas condiciones que no pocas veces lo transforman en un peso insoportable con una perspectiva incierta, amenazada a menudo por el desempleo, especialmente entre los jóvenes; poner a la persona humana en el centro del desarrollo económico; y pensar este mismo desarrollo como una ocasión de crecimiento de la humanidad en justicia y unidad. El hombre, a través del trabajo con el que transforma el mundo, está llamado también a salvaguardar el rostro que Dios ha querido dar a su creación, también por responsabilidad hacia las generaciones venideras. El Evangelio ilumina también las situaciones de sufrimiento en la enfermedad. En ellas, los cristianos están llamados a mostrar la cercanía de la Iglesia hacia los enfermos y discapacitados, y gratitud a quienes, con profesionalidad y humanidad, trabajan por su salud. Un ámbito en el que la luz del Evangelio puede y debe iluminar los pasos de la humanidad es el de la vida política, a la cual se le pide un compromiso de cuidado desinteresado y transparente por el bien común, en el pleno respeto de la dignidad de la persona humana desde su concepción hasta su fin natural, de la familia fundada sobre el matrimonio de un hombre y una mujer, de la libertad educativa, en la promoción de la libertad religiosa, en la eliminación de las injusticias, desigualdades, discriminaciones, violencia, racismo, hambre y guerra. Un testimonio límpido se les pide a los cristianos que, en el ejercicio de la política, viven el precepto de la caridad. El diálogo de la Iglesia tiene un interlocutor natural en los seguidores de las religiones. Si evangelizamos es porque estamos convencidos de la verdad de Cristo, y no porque estemos contra nadie. El Evangelio de Jesús es paz y alegría, y sus discípulos se alegran de reconocer cuanto de bueno y verdadero el espíritu religioso humano ha sabido descubrir en el mundo creado por Dios y ha expresado en las diferentes religiones. El diálogo entre los creyentes de las diversas religiones quiere ser una contribución a la paz, rechaza todo fundamentalismo y denuncia toda violencia que se produce contra los creyentes y las graves violaciones de los derechos humanos. Las Iglesias de todo el mundo están cerca, desde la oración y la fraternidad, de los hermanos que sufren, y piden a quienes tienen en sus manos los destinos de los pueblos que salvaguarden el derecho de todos a la libre elección, confesión y testimonio de la propia fe. 11. En el Año de la fe, la memoria del concilio Vaticano II y la referencia al Catecismo de la Iglesia católica En el camino abierto por la nueva evangelización incluso podremos sentirnos a veces como en un desierto, en medio de peligros y privados de referencias. El Santo Padre Benedicto XVI, en la homilía de la Misa de apertura del Año de la fe, ha hablado de una «“desertificación” espiritual» que ha avanzado en estos últimos decenios, pero él mismo nos ha dado fuerza afirmando que «a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir» (Benedicto XVI, Homilía en la celebración eucarística para la apertura del Año de la fe, 11 de octubre de 2012: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de octubre de 2012, p. 20). En el desierto, como la mujer samaritana, se va en busca de agua y de un pozo del que sacarla: ¡dichoso el que en él encuentra a Cristo! Agradecemos al Santo Padre por el don del Año de la fe, preciosa entrada en el itinerario de la nueva evangelización. Le damos las gracias también por haber unido este Año a la memoria gozosa por los cincuenta años de la apertura del concilio Vaticano II, cuyo magisterio fundamental para nuestro tiempo se refleja en el Catecismo de la Iglesia católica, que se vuelve a proponer, a los veinte años de su publicación, como referencia segura de la fe. Son aniversarios importantes que nos permiten reafirmar nuestra plena adhesión a las enseñanzas del Concilio y nuestro convencido esfuerzo en continuar su puesta en marcha. 12. Contemplando el misterio y cercanos a los pobres En esta óptica queremos indicar a todos los fieles dos expresiones de la vida de la fe que nos parecen de especial relevancia para testimoniarlas en la nueva evangelización. El primero está constituido por el don y la experiencia de la contemplación. Sólo desde una mirada adorante al misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sólo desde la profundidad de un silencio que se presenta como seno que acoge la única Palabra que salva, puede desarrollarse un testimonio creíble para el mundo. Sólo este silencio orante puede impedir que la palabra de la salvación se confunda en el mundo con los muchos ruidos que lo invaden. Vuelve de nuevo a nuestros labios la palabra de agradecimiento, ahora dirigida a cuantos, hombres y mujeres, dedican su vida, en los monasterios y conventos, a la oración contemplativa. Necesitamos que momentos de contemplación se entrecrucen con la vida ordinaria de la gente. Lugares del alma y del territorio que remiten a Dios; santuarios interiores y templos de piedra que sean cruce obligado para el flujo de experiencias donde corremos el riesgo de confundirnos. Espacios donde todos pueden sentirse acogidos, incluso aquellos que todavía no saben bien lo que buscan. El otro signo de autenticidad de la nueva evangelización tiene el rostro del pobre. Situarse junto a quien está herido por la vida no es sólo ejercicio de socialidad, sino ante todo un hecho espiritual. Porque en el rostro del pobre resplandece el rostro mismo de Cristo: «Todo aquello que habéis hecho por uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). A los pobres les reconocemos un lugar privilegiado en nuestras comunidades, un puesto que no excluye a nadie, pero que quiere ser un reflejo de cómo Jesús se ha unido a ellos. La presencia del pobre en nuestras comunidades es misteriosamente potente: cambia a las personas más que un discurso, enseña fidelidad, hace entender la fragilidad de la vida, exige oración; en definitiva, conduce a Cristo. El gesto de la caridad, al mismo tiempo, exige ser acompañado por el compromiso con la justicia, con una llamada que se realiza a todos, ricos y pobres. Por eso es necesaria la introducción de la doctrina social de la Iglesia en los itinerarios de la nueva evangelización y cuidar la formación de los cristianos que trabajan al servicio de la convivencia humana en la vida social y en la política. 13. Una palabra a las Iglesias de las diversas regiones del mundo La mirada de los obispos reunidos en Asamblea sinodal abraza a todas las comunidades eclesiales presentes en todo el mundo. Una mirada de unidad, porque única es la llamada al encuentro con Cristo, pero sin olvidar la diversidad. Una consideración particular, llena de afecto fraterno y gratitud, reservamos los obispos reunidos en el Sínodo a vosotros, cristianos de las Iglesias Orientales católicas, las herederas de la primera difusión del Evangelio, experiencia custodiada por vosotros con amor y fidelidad, y las presentes en el Este de Europa. Hoy el Evangelio se os vuelve a proponer como nueva evangelización a través de la vida litúrgica, la catequesis, la oración familiar diaria, el ayuno, la solidaridad entre las familias, la participación de los laicos en la vida de la comunidad y en el diálogo con la sociedad. En no pocos lugares vuestras Iglesias son sometidas a pruebas y tribulaciones que dan testimonio de vuestra participación en la cruz de Cristo; algunos fieles están obligados a emigrar y, manteniendo viva la pertenencia a sus propias comunidades de origen, pueden contribuir a la tarea pastoral y a la obra de la evangelización en los países de acogida. Que el Señor continúe bendiciendo vuestra fidelidad y que sobre vuestro futuro brillen horizontes de firme confesión y práctica de la fe en condiciones de paz y de libertad religiosa. Nos dirigimos a vosotros cristianos, hombres y mujeres, que vivís en los países de África y os transmitimos nuestra gratitud por el testimonio que ofrecéis del Evangelio muchas veces en situaciones situaciones de vida humanamente difíciles. Os exhortamos a relanzar la evangelización recibida en tiempos aún recientes, a edificaros como Iglesia «familia de Dios», a reforzar la identidad de la familia y a sostener la labor de los sacerdotes y catequistas, especialmente en las pequeñas comunidades cristianas. Afirmamos, además, la exigencia de desarrollar el encuentro del Evangelio con las antiguas y nuevas culturas. Dirigimos una llamada de atención al mundo de la política y a los Gobiernos de los diversos países africanos para que, con la colaboración de todos los hombres de buena voluntad, se promuevan los derechos humanos fundamentales y el continente sea liberado de la violencia y los conflictos que aún lo atormentan. Los obispos de la Asamblea sinodal os invitan a los cristianos de Norteamérica a responder con gozo a la llamada de la nueva evangelización, mientras admiramos cómo en vuestra joven historia vuestras comunidades cristianas han dado frutos generosos de fe, caridad y misión. También conviene reconocer que muchas de las expresiones de la actual cultura de vuestros países está lejos del Evangelio. Se hace, pues, necesario una invitación a la conversión, de la que nace un compromiso que no os coloca fuera de vuestra cultura, sino que os llama a ofrecer a todos la luz de la fe y la fuerza de la vida. Mientras acogéis en vuestras generosas tierras a nuevas poblaciones de inmigrantes y refugiados, estad dispuestos a abrir las puertas de vuestras casas a la fe. Fieles a los compromisos adquiridos en la Asamblea sinodal para América, sed solidarios con América Latina en la permanente tarea de evangelización de vuestro continente. El mismo sentimiento de gratitud dirige la Asamblea del Sínodo a las Iglesias de América Latina y el Caribe. Nos llama la atención en particular cómo se han desarrollado a través de los siglos en vuestros países formas de piedad popular aún fuertemente enraizadas en el corazón de muchos, formas de servicio en la caridad y de diálogo con las culturas. Ahora, frente a los desafíos del presente, sobre todo la pobreza y la violencia, la Iglesia en Latinoamérica y en el Caribe está llamada a vivir en un estado permanente de misión, anunciando el Evangelio con esperanza y alegría, formando comunidades de verdaderos discípulos misioneros de Jesucristo, mostrando en el compromiso de sus hijos cómo el Evangelio es fuente de una sociedad justa y fraterna. También el pluralismo religioso interroga a vuestras Iglesias y les exige un renovado anuncio del Evangelio. También a vosotros, cristianos de Asia sentimos la necesidad de dirigiros una palabra de aliento y exhortación. Vuestra presencia, a pesar de ser una pequeña minoría en el continente en el que viven casi dos tercios de la población mundial, es una semilla fecunda, confiada a la fuerza del Espíritu, que crece en el diálogo con las diversas culturas, con las antiguas religiones y con tantos pobres. Aunque a menudo está situada al margen de la vida social y en diversos lugares incluso es perseguida, la Iglesia en Asia, con su fe firme, es una presencia preciosa del Evangelio de Cristo que anuncia justicia, vida y armonía. Cristianos de Asia, sentid la cercanía fraterna de los cristianos de los demás países del mundo, los cuales no pueden olvidar que en vuestro continente, en la Tierra Santa, nació, vivió, murió y resucitó Jesús. Una palabra de reconocimiento y de esperanza queremos dirigir los obispos a las Iglesias del continente europeo, hoy en parte marcado por una fuerte secularización, a veces agresiva, y todavía hoy herido por los largos decenios de gobiernos marcados por ideologías enemigas de Dios y del hombre. El reconocimiento es hacia un pasado, pero también hacia un presente en el cual el Evangelio ha creado en Europa certezas y experiencias de fe concretas y decisivas para la evangelización del mundo entero, muchas veces rebosantes de santidad: riqueza del pensamiento teológico, variedad de expresiones carismáticas, formas variadas de servicio de la caridad con los pobres, profundas experiencias contemplativas, creación de una cultura humanística que ha contribuido a dar rostro a la dignidad de la persona y a la construcción del bien común. Las dificultades del presente no os pueden abatir, queridos cristianos europeos: éstas se deben mirar como un desafío por superar y como ocasión para un anuncio más gozoso y vivo de Cristo y de su Evangelio de vida. Los obispos de la Asamblea sinodal saludan, finalmente, a los pueblos de Oceanía, que viven bajo la protección de la Cruz del Sur, y les damos las gracias por el testimonio que dan del Evangelio de Jesús. Nuestra plegaria por vosotros es para que, como la mujer samaritana en el pozo, también vosotros sintáis viva la sed de una vida nueva y podáis escuchar la palabra de Jesús que dice: «¡Si conocieras el don de Dios!» (Jn 4, 10). Comprometeos a predicar el Evangelio y a dar a conocer a Jesús en el mundo de hoy. Os exhortamos a encontrarlo en vuestra vida cotidiana, a escucharle y a descubrir, mediante la oración y la meditación, la gracia de poder decir: «Sabemos que este es verdaderamente el salvador del mundo» (Jn 4, 42). 14. La estrella de María ilumina el desierto Llegados al término de esta experiencia de comunión entre los obispos de todo el mundo y de colaboración con el ministerio del Sucesor de Pedro, sentimos resonar en nosotros el mandato de Jesús a sus apóstoles: «Id y haced discípulos de todos los pueblos [...]. Sabed que yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20). La misión de la Iglesia no se dirige a un territorio en concreto, sino que sale al encuentro de los pliegues más oscuros del corazón de nuestros contemporáneos, para llevarlos de nuevo al encuentro con Jesús, el Viviente que se hace presente en nuestras comunidades. Esta presencia llena de gozo nuestros corazones. Agradecidos por los dones recibidos de Él en estos días , le dirigimos nuestro canto de alabanza: «Proclama mi alma la grandeza del Señor [...] Ha hecho obras grandes por mí» (Lc 1, 46.49). Las palabras de María son también las nuestras: el Señor ha hecho realmente grandes cosas a través de los siglos por su Iglesia en los diversos rincones del mundo y nosotros lo alabamos, con la certeza de que no dejará de mirar nuestra pobreza para desplegar el poder de su brazo incluso en nuestros días y sostenernos en el camino de la nueva evangelización. La figura de María nos orienta en el camino. Este camino, como nos ha dicho Benedicto XVI, podrá parecer una ruta en el desierto; sabemos que tenemos que recorrerlo llevando con nosotros lo esencial: el don del Espíritu Santo, la cercanía de Jesús, la verdad de su Palabra, el pan eucarístico que nos alimenta, la fraternidad de la comunión eclesial y el impulso de la caridad. Es el agua del pozo la que hace florecer el desierto, e igual que en la noche en el desierto las estrellas se hacen más brillantes, así en el cielo de nuestro camino resplandece con vigor la luz de María, la Estrella de la nueva evangelización a quien, confiados, nos encomendamos.
Posted on: Sat, 28 Sep 2013 22:39:57 +0000

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