MOSQKILL! Eran las once y media de la noche cuando Ramírez - TopicsExpress



          

MOSQKILL! Eran las once y media de la noche cuando Ramírez apagó la televisión, repleto el espectáculo estaba de insolentes mensajes referidos al insomnio: un psicólogo había disertado sobre la necesidad de que la persona construyera, a través de la costumbre, sus horarios para dormir y que los respetara, pero algún que otro gracioso, también partícipe del programa, se encargó de destruir con una absurda parafernalia de cuentos y chistes de mal gusto todo lo conceptualmente viable dicho y esclarecido por el especialista. Por suerte Ramírez hizo caso de la sabia palabra y, respetando el habitual momento que se antepone al onirismo (mecanismo por el cual se producen y se desarrollan los sueños), se recostó no más, en el horario antes señalado. Besó a su mujer en la mejilla, que roncaba a más no poder y apagó la luz de su velador. La negrura de la habitación, solo corrompida por un finísimo haz de luz proveniente da algún lejano farol situado más allá sobre la vereda, que se colaba por un agujerito de su persiana, lo tentaba a persuadirse definitivamente ante el sereno y dulce canto de Morfeo, que como la mansa brisa de la noche que afuera, tan perezosa como la luna, se deshacía en silencio. Cerró los ojos y se acurrucó entre las cobijas, mientras sus pies desnudos sentían entre sus dedos la libertad sin medias. Quiso comenzar un sueño recurrente suyo, aguas adentro, en el mar anaranjado del atardecer, navegando o naufragando, al tiempo que (aunque no es correcto hablar de tiempos en el transcurso de un sueño) dialogaba con una mujer que practicaba la oniromancia con él mismo; él siempre, llegada la parte del sueño que el mar estaba nerviosamente calmo, le preguntaba ¿Qué conclusiones de adivinación puede usted sacar si siempre estudia el mismo sueño mío?, a lo que la mujer respondía “Yo no estaría tan segura de que se trate siempre del mismo sueño. Mire bien allá”, y en ese momento, Ramírez miraba al horizonte y descubría las costas de un lugar que no recordaba, o que al menos, su imaginativa mente no había podido fantasear aun. Siempre se trataba de las costas de una nueva ciudad. Pero de pronto, la pacífica noche se astilló. El barco comenzó a hundirse en las negras aguas de una pesadilla. Luego, el zumbido se hizo presente, aletargado al principio, algo moribundo, como la respiración entrecortada de un gigante dormido. Miró allá, al horizonte, siguiendo la palabra de la adivina, y solo vio la oscuridad de la noche carente de estrellas y con una luna escondida, eclipsada, detrás de un velo fúnebre. Miró, con la cabeza aun clavada sobre la cómoda almohada, hacia la ventana. El zumbido se reiteró, mas profundo al principio para degradarse a un ululato. Ramírez lo presintió cercano y percibió, apenas se hubo de calmar el molesto sonido, que algo, de incuestionable maldad, se había posado sobre su hombro. Lo sintió desplazarse entonces por la sedosa tela de su pijama. Abruptamente se levantó de la cama, mientras los ronquidos de su mujer, Mirna, no bajaban no aminoraban su intensidad. El concierto de ruidos menoscababa su serenidad y se encontraba en su primer movimiento. Así el allegro transcurría con los solos del mosquito omnipotente con sus alitas chillonas y su pico perverso. Ramírez, con un pesado almohadón en la mano, se dirigió en la oscuridad hacia la tecla de la luz, la cual presionó violentamente. La luz amarillenta inundó el recinto y perspicazmente, cerró la puerta entreabierta que comunicaba a la pieza con un pasillo que llevaba al living de la casa. El primitivo cazador que Ramírez llevaba en la sangre, la misma sustancia que el inesperado vampiro buscaba, surgió vehemente al percatarse de que aquel se encontraba felizmente colgado de la blanca cortina de la ventana. Le largó así no más un almohadonazo que se estroló contra la pared. Sin verlo, escuchó el zumbido del insecto al escapar. Expectante, esperó a que la criatura se manifestara nuevamente. Y lo hizo, atacándole la cara ferozmente, como un Kamikaze en pleno océano Pacífico. El esquive lo llevó a caer en el suelo y golpearse el tobillo con la punta de la cama al caer. Se repuso, valeroso, con ambas manos en la posición previa al aplauso, esperando el festejo al ver al bicho cruzar por donde no debía si aun quería perpetuar su díptera especie. Caminó algo desorientado por el borde de la cama y recordó que Mirna había comprado el otro día un insecticida en aerosol. Activar el mecanismo criminal no lo tentaba, porque quería capturar y destrozar con sus propias manos a la criatura. Algo adormilado (recordando al especialista de la tele que bajo ningún punto de vista aceptaba eludir el sueño natural, y se recriminaba sobre qué sería lo que diría de él si lo viera ahí parado al lado de su velador, casi agazapado y con la impronta de un luchador de sumo a la espera del paso de la diminuta bestia) se debatía contra su orgullo. Fue entonces cuando la punzada en el cuello lo cegó y el dolor se perdió en su médula y en todo su ser. Luego devino la atroz picazón, que irremediable, elevó un pequeño montículo en su piel. “¡Al carajo mismo! ¡Yo te tiro con el pesticida, bicho de mierda!”, gritó y salió hacia la cocina. No tenía tiempo para combatir contra las cucarachas en ese momento, otro día con mucho gusto lo haría. Ahora su enemigo era otro bien definido con la misma personificación del mal, al que no podía verle la diminuta cara pero del que sí podía escuchar el fatídico zumbido del final. No familiarizado con la muerte de un mosquito de una forma tan mecanicista, tuvo que analizar la pequeña letra que se exponía en el cilindro expelente. Leyó: ...mata moscas, jejenes, polillas, avispas... mosquitos... ¡Y era solo eso lo que quería saber en cuanto al alcance del spray!. En lo que respecta al método de uso, más abajo, se indicaba: ... agite bien antes de usar. Rocíe hacia arriba una pequeña cantidad, retírese. Después mantenga la habitación cerrada durante quince minutos... Evite el uso excesivo... Armado, se dirigió nuevamente hacia su dormitorio. Ya dentro, avistó una mancha en la pared: acaso la macabra sombra de su peor pesadilla lo esperaba, impávido, apoyado con sus patitas sobre el terso yeso. Apuntó y con su dedo índice activó el dispositivo. El entre amarillento y verdoso veneno se extendió en una nubosidad torpe y lenta que alcanzó al insecto unos segundos después. Ramírez, contemplaba la escena con perversa ansiedad, mientras una parálisis mortal se desataba sobre el visitante nocturno, que sin más remedio cayó al suelo, en una baldosa. Decidido a acabar definitivamente con el enemigo, Ramírez se acercó al cuerpo que con las patitas retraídas y las alitas rígidas yacía, y para cerciorarse de su muerte, lo pisó con el talón desnudo. Había vencido. Y buscando un reconocimiento en su esposa, se volvió hacia la cama. Pero ella no había sido testigo de nada, tan dormida estaba. Contempló su arma y alabó su eficacia. “¡Qué otra cosa se podía esperar de MOSQKILL!”, dijo. Fue entonces cuando, decidido a devolver a la cocina el aerosol, lo notó. Primero, su mano, la que tenía sujeta el aerosol, había desarrollado una rugosidad violácea que luego se tornó verdosa en los nudillos que comenzaron a picarle sobremanera aunque no sintiera la mano. Solo la picazón sobre ella. Loco, buscó a su alrededor otros parásitos. Comenzó a rociar toda la alcoba. El veneno se comenzó a filtrar por los poros de su piel, seleccionando cada orificio de su cuerpo (sí, todo orificio), difundiéndose por sus músculos. La afición del veneno por lo orgánico era tremenda; sus ojos se llenaron de un líquido cegador y su nariz se inundó por sus propias lágrimas. Una idéntica parálisis a la que el mosquito había sufrido se le hizo carne, y hasta sus propios huesos se partieron por la rigidez. Ramírez cayó sosteniendo el insecticida entre los dedos petrificados, duro. Su mujer, entre las colchas, se debatió en sueños, y murió también, asfixiada por las lágrimas que el veneno le indujo, embalsamada al natural. A la mañana siguiente, los dos cuerpos fueron encontrados en la alcoba matrimonial, exponiendo un extraordinario rigor mortis. Los peritos contemplaron con extrañeza la fuerza con la que el hombre retenía el cilindro, ya que parecía adherido a sus dedos; se miraron sorprendidos varias veces al analizar la escena. Luego de la intervención personal del comisario con jurisdicción en la zona, representantes técnicos de la empresa que producía MOSQKILL!(R) se hicieron presentes en la morada de los Ramírez. Ambos, trajeados de azul (los colores de la empresa) y con sendos maletines a tono, ingresaron por el zaguán de la casa. Uno de ellos, se acercó a la mano del difunto e indagó unos numeritos codificados en la parte de abajo del recipiente, los cuales comparó con los que el curioso y suspicaz comisario vislumbraba en una larga lista del papelerío que sacó de su maletín. Miró a su compañero y realizó un gesto afirmativo con la cabeza. “¿Qué pasa señores, qué son esos números?”, preguntó el comisario con la autoridad que su bigote bien afeitado le otorgaba, a lo que el técnico, acomodándose los anteojos sobre la nariz, respondió: “Ha habido una falla aparentemente. Esta partida de MOSQKILL! no ha pasado rigurosamente por el control de calidad al que todos nuestros productos son sometidos”. Delante del cuerpo frío y verdoso del pobre Ramírez, el técnico continuó; “Esto representará pérdidas cuantiosas para la empresa. Porque esta partida ha sido loteada completamente y ha sido distribuida por toda la nación”. El comisario, inquiriendo con profundo profesionalismo, cuestionó: “Pero, digamé qué tiene que ver esto de la partida sin control de calidad con la muerte de estas dos personas. No entiendo su punto, no veo la conexión. Este hombre está verde, o es que no lo ve.” “Mire, señor comisario, yo forense no soy, pero puedo asegurarle que esta partida no pasó por un control de calidad y que por ende, es probable con un noventinueve como noventinueve por ciento de certeza que toda la partida está truncada, inservible, ¿Me explico?. Además, observe el detalle”, comentó el técnico, señalando el cuerpo del mosquito aplastado en un pequeño charco de sangre. “Ve, el hombre tuvo que utilizar sus propios pies para matarlo. Esto no funciona”. El comisario se acercó para ver los pies de Ramírez, y en uno de sus talones encontró la prueba del crimen.
Posted on: Tue, 09 Jul 2013 04:54:52 +0000

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