Mancha y Gato La Aventura - TopicsExpress



          

Mancha y Gato La Aventura Nacido en Ayacucho, Emilio Solanet (1887-1879) se recibió de médico veterinario con medalla de oro en 1908, doctorándose en 1910. Productor agropecuario, profesor universitario, académico de número de la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria, dirigente político de la UCR en su pueblo y electo diputado nacional, dedicó gran parte de su vida a la recuperación y perfeccionamiento de la raza de caballos criollos. Fue miembro fundador de la Asociación de Criadores de Caballos Criollos de Argentina, y publicó las obras Pelajes Criollos (1968), Capas del Yeguarizo Criollo e Hipotecnia. La hazaña lograda por los caballos Gato y Mancha, que guiados por el profesor suizo Aimé Tschifelly viajaron durante tres años y medio uniendo Buenos Aires con Nueva York, tuvo su principal impulso en la convicción del Dr. Solanet acerca de los valores de la raza. Nacido en Zofingen, Aimé Félix Tschiffely (1895-1954) se educó en su país natal, donde fue jugador de rugby, boxeador y docente. Previo paso por Inglaterra, en 1917 llegó a Argentina. Durante nueve años fue profesor de deportes en el Saint George´s College de Quilmes, tiempos en los que solía romper la monotonía con cabalgatas en paseos de domingo. En su espíritu emprendedor y dinámico ya estaba latente la idea de una gran aventura, y así fue que una tarde se entrevistó en la redacción del diario La Nación (periódico que publicaría sus relatos de viaje) con el Dr. Osvaldo Peró, y le comentó sus planes: “En Europa he galopado con caballos vigorosos hasta aplastarlos, y ellos se rendían sin que yo me sintiese cansado. Pero aquí, confieso que yo reviento antes de cansar a mis cabalgaduras. Ustedes, los argentinos, no saben, señor, lo que vale el caballo criollo, y no solamente no lo aprecian, sino que hasta hay quienes le hacen tenazmente la guerra. Pues bien: yo quiero probarles lo que es el caballo criollo. Me propongo ir a New York con dos, y demostraré que resisten tan bien los altos calores como los fríos más intensos, que su sobriedad y resistencia les hacen sobreponerse a la sed y al hambre, y que lo mismo galopan en la tierra dura o blanda que en el barro o en los peñascales. Demostraré que el caballo criollo es igualmente útil en el llano y en la montaña, en cualquier latitud y en cualesquiera circunstancias. Al hablar de un viaje a New York, no tengo miedo de que los caballos se me queden en el camino, tengo miedo de que me cansen ellos. Estoy bien entrenado. Le aseguro que iré a sofrenarlos en la luna. (…) Sus patas vigorosas, cuello corto y grueso, los ollares derechos, les dan un aire tan alejado del tipo “hunter” inglés como el Polo Norte está alejado del Polo Sur. Pero se conoce al árbol por sus frutos, y sostendré valientemente mi opinión diciendo que no hay ninguna raza en el mundo ni más resistente ni más sólida.” Peró contactó a Tshiffely con su amigo Emilio Solanet, dueño de la estancia “El Cardal” de Ayacucho, fundada en 1880 por Felipe Solanet y su esposa Emilia Testevin. Emilio, que en 1911 había seleccionado y traído desde Colonia Sarmiento, sudoeste del Chubut, un lote de padrillos y yeguas madres indias pertenecientes a la tribu del cacique tehuelche Liempichún (animales que recorrieron 1600 kilómetros en un arreo y serían la base de los actuales campeones de la raza), escuchó los planes de aquel hombre. El gringo lo reconocía como una autoridad en materia equina, había asistido a sus charlas en la Facultad de Agronomía y Veterinaria ponderando las virtudes que el noble y estoico caballo criollo había prodigado en las duras guerras de emancipación, y quería que le diera una mano en su proyecto. Como en aquel asunto se jugaba el prestigio de sus amados criollos, Solanet lo puso a prueba. Lo hizo recorrer varias veces 20 o 30 leguas bajo cualquier circunstancia climática. De día, de noche, con sol abrasador o lluvia torrencial. Aquel tipo era de fierro. Al cabo de las pruebas Solanet lo llevó hasta los corrales y le ofreció dos ejemplares reconocidos como buenos y voluntariosos. Era el primer encuentro entre Tschiffelly y quienes serían sus dos camaradas de aventura: Mancha, un overo rosado de dieciséis años, y Gato, un gateado de quince. Dos salvajes que habían hecho trabajar a destajo a varios domadores antes de mostrar cierta docilidad, y se complementaban a la perfección trabajando en equipo. Mancha era una especie de perro guardián siempre atento y desconfiando de los extraños. Gato mostraba menos expresividad e intuición, pero era más voluntarioso. Mancha con su fuerte carácter ejercía una suerte de dominación sobre Gato, que tenía una natural contracción para el trabajo y parecía mirarlo todo con sorpresa infantil, aunque el viaje demostraría que también poseía una gran intuición para enfrentar pantanos y tembladerales. Muchos años después de aquel primer encuentro, Tschiffely escribió en sus memorias que si los dos caballos hubieran tenido las facultades de la voz y la comprensión humanas, hubiera recurrido a Gato para confiarle sus preocupaciones y secretos, y a Mancha con su destacada personalidad para ir de fiesta. Durante seis meses Tschiffely se fue entrenando y preparando para la excursión. La prensa se mostraba escéptica y ciertas personas lo criticaban diciendo que en aquella empresa sólo demostraría su crueldad con los animales. Los apoyos vinieron de parte de algunos deportistas, de la sociedad “Criadores de Criollo” y del inglés Edmundo Griffin, propietario de la estancia “La Palma” cercana a Paysandú que puso a su disposición un cirigote, silla de montar usada en Entre Ríos. Atento a que el peso total de su atavío no superara los sesenta kilos, el suizo completó su equipo con un poncho impermeable, un mosquitero, una Smith & Wesson 45, una carabina a repetición calibre 12, un Winchester 44, mapas, pasaporte, brújula, barómetro, una manta y una provisión de monedas de plata. “Finalmente sólo había que hacer una cosa: juntar todas las fuerzas, quemar todos los puentes detrás de mí y comenzar una nueva vida, poco importaba a dónde podría llevarme. Convencido de que quien no ha vivido con audacia jamás ha probado la sal de la vida, un día decidí arrojarme al agua.” La mañana del 25 de Abril de 1925 Aimé dejó su alojamiento céntrico y en compañía de un perro de policía belga que también sería de la partida fue al encuentro de los caballos, que habían sido enviados al predio de la Sociedad Rural desde Ayacucho en un viaje que no fue nada fácil, ya que lo más parecido a una ciudad que habían visto eran las tolderías de Liempichún. Ignorando la alfalfa y la avena que les llevaban y devorando la paja del establo, en el comienzo pusieron las cosas bastante ásperas. Mancha se largó a corcovear apenas montado y dio por tierra con el jinete suizo. La presencia del perro no les gustó nada, y sería también Mancha quien durante el primer día de viaje le asestaría una coz obligándolo a quedarse en la ciudad. Tiempo después, el viajero escribiría desde el Perú: “Mancha tiene dinamita adentro, todavía bellaquea.” Sin desanimarse, finalmente montado en Gato y con Mancha de carguero, recibiendo el saludo de unos pocos amigos y las sonrisas con mal disimulada sorna de algunos periodistas que habían ido a retratarlos (“Es necesario dejar reír a los locos. Los valientes van hacia adelante y terminan llevándose las palmas”), Tschiffely inició la marcha mientras una tenue garúa comenzaba a caer sobre Buenos Aires. Un muchacho montado en un hermoso caballo ofreció acompañarlo y mostrarle el mejor camino para salir de la ciudad. Horas después, frente a un camino de tierra removida, indicó seguir por ahí, dio media vuelta y se volvió. “Su pura sangre sudaba a mares mientras que mis dos criollos, absolutamente frescos, no mostraban ningún signo de fatiga.” La llovizna, que se convirtió en lluvia torrencial antes de llegar a Morón, obligó a hacer noche en un boliche. Por caminos casi intransitables y en un tren de marcha muy lento, los tres aventureros arribaron a Rosario luego de varios días. De vez en cuando cruzaban un automóvil, y los conductores no sólo mostraban poca consideración hacia los viajeros, sino que parecían encantados al observar cómo su paso encabritaba a los caballos. Algunos hasta solicitaron que Tschiffely los ayudara con sus animales a sacar autos encajados en el barro. “Eran mi aversión preferida desde el principio del viaje hasta el fin, y si todos mis deseos hubieran llegado a lo alto, los infiernos estarían llenos de motores y de automovilistas.” De Rosario tomaron rumbo noroeste por Santiago del Estero, Tucumán y Jujuy, aquí atravesando un profundo valle. En los lugares donde se detenían se los recibía con alimentación, dato nada menor, ya que Aimé no contaba con subvención alguna y durante los preparativos había destinado todos sus fondos a solventar la excursión. Por varias semanas alternaron lluvias, frío y calor, cruzaron pantanos, ríos y nubes espesas de polvo calcinado. A veces el jinete llegaba a los descansos quemado, con grietas y sangre en los labios. Los mapas sólo le aportaban generalidades de la topografía, y las personas a quienes preguntaba invariablemente le decían cosas como “siga derecho nomás” o “está cerquita, aquí a la vuelta.” Un día llegaron a una quebrada, donde un viejo indio les contó una fábula. “En los tiempos de nuestros viejos antecesores, vivía en un lado del valle una tribu de indios poderosa y próspera y en las laderas de la montaña opuesta, habíase instalado una tribu igualmente fuerte y bien organizada. La envidia y la ambición los convirtió en enconados enemigos y se libraron entre ambas feroces batallas. El cacique de una tribu tenía un hijo y su enemigo de la otra tribu, una hermosa muchacha. Por las noches solían verse. Pronto despertaron sospechas y un día el padre de la joven envió un mensajero a su rival, amenazándole con ejecutar a su hijo si lo descubría con su hija. En una ocasión fue descubierto, tomado prisionero y conducido ante el enemigo. Éste ordenó que lo decapitaran enseguida, orden que se cumplió de inmediato. La cabeza, separada del cuerpo, fue llevada a la muchacha, quien la acarició en un arrebato nervioso. Según cuenta la leyenda, los ojos de la cabeza, aún tibia, se abrieron y dejaron escapar dos lágrimas. Desde entonces ese valle se ha llamado Humahuaca, que quiere decir “cabeza que llora”. El trío siguió camino hacia el altiplano boliviano. Entre indios aymaraes atravesaron Potosí, triste bastión del saqueo europeo, y llegaron a La Paz. Tschiffely, a quien el viajar por las alturas entre el sol ardiente y las tormentas de arena le hacía sangrar la nariz y lo obligaba a protegerse con una máscara y un par de lentes, fue recibido por personal de la embajada argentina que no esperaba verlo llegar hasta allí, gente absorta con el estado de Gato y Mancha, que parecían haber dado un paseo matinal. Luego de descansar y reaprovisionarse, reanudaron el viaje. Llegando a la desembocadura del lago Titicaca, cruzaron un puente y entraron en el Perú. Las cumbres andinas con sus caminos áridos y pedregosos les tenían reservadas grandes sorpresas. En las bajadas, el suizo distribuía el equipaje entre sus dos caballos y marchaba adelante. En las subidas, ponía al frente a Mancha, se agarraba de su cola y dejaba a Gato cerrando la marcha, porque éste como guía prefería cortar siempre derecho sin tener en cuenta los obstáculos. Luchaban a cada momento contra hordas de mosquitos, gusanos chupasangre y vampiros, que una noche dejaron debilitados a los caballos, a los que Tschiffely pudo recuperar untándoles una capa de pimienta india, un remedio local. En un alto, muy estrecho y peligroso camino desde el que el río Apurimac parecía una cinta, el jinete de pronto escuchó un ruido que lo estremeció. Al darse vuelta vio a Gato perder el equilibrio, balancearse al borde del acantilado y comenzar a caer sobre el precipicio. Milagrosamente, un solitario árbol detuvo su caída. Lentamente, con infinitos cuidados, Tschiffely, una persona que pasaba por el lugar y Mancha pudieron organizar el rescate de Gato, desde un primer momento muy consciente del peligro. “Fue remolcado sano y salvo, pero si no hubiera abierto las manos como lo hacen los sapos, hubiera caído inevitablemente para atrás y, muy probablemente, me hubiera arrastrado en la caída, ya que yo estaba detrás de él para dirigir la maniobra.” Pasaron varias semanas entre Cuzco y Lima. Atravesando puentecitos suspendidos en el aire veían abajo las osamentas de los equinos que no habían podido con las montañas. Los caminos eran cada más estrechos y empinados, hasta que en un punto los ríos tormentosos y los deslizamientos de tierra hicieron imposible el avance. El suizo se vio obligado a dar un gran rodeo y contratar un guía indio, que después de mucho andar los dejó frente a un puente aterrador. Colocado una centena de metros sobre un río, era una especie de extensa hamaca que se balanceaba entre dos rocas, una estructura raquítica con piso de palos entrecruzados, de un metro de ancho. Tschiffely tensó las riendas de Mancha a lo indio, se tomó de su cola y lo siguió. “Al pisar la pasarela, Mancha dudó un momento, resopló con desconfianza la estera que cubría el piso, y después de haber examinado el extraño decorado que nos rodeaba, respondió a mi invitación y avanzó con prudencia. En cuanto nos aproximamos al medio, el puente comenzó a balancearse terriblemente, y en un instante, temí que el caballo tratara de volver sobre sus pasos, lo que hubiera sido fatal; pero no, simplemente se detuvo para esperar que el balanceo disminuyera, después avanzó de nuevo. (…) En cuanto comenzamos a remontar después de haber atravesado el medio, pareció comprender que habíamos dejado detrás nuestro lo más peligroso; se apresuraba en ir a una zona segura. El puente se sacudía tanto a nuestros pies que debí amarrarme de los hilos de hierro tendidos de los costados para poder encontrar el equilibrio. Gato avanzó más seguro, con pie firme, como si estuviera andando sobre un sendero.” Siguieron subiendo. Fueron varias jornadas sin sol, bajo lluvias torrenciales, hasta que calados de frío llegaron a un pequeño poblado en el techo del mundo. Allí los dejó el guía, y el trío comenzó un largo descenso hacia Lima. Comenzaban los arenales y desiertos de la costa. Se adentraron en una zona conocida como el Desierto Matacaballo. “Viajar por semejantes desiertos es una verdadera prueba. Primero el cuerpo padece pesadamente, después todo lo que resta del físico va reduciéndose progresivamente. La actividad cerebral se adormece, las ideas embrollan, la indiferencia enmaraña, todo se funde en un sueño extraño que sólo deja subsistir la voluntad, el deseo de llegar a la meta y de permanecer despierto.” Como para descansar la vista en medio de la pelea con las dunas de arena que amenazaban tragarlos, en las afueras de la ciudad de Ancon una pausa del desierto les permitió observar los huesos blanquecinos de soldados chilenos y peruanos que habían peleado tiempo atrás. “Contrariando la práctica de la mayoría de los viajeros de las regiones secas, no llevé agua. Para mi uso personal disponía de una caramañola de coñac y otra llena de jugo de limón mezclado con sal. Esta bebida resultaba muy estimulante, pero de sabor tan ingrato que nunca sentí deseos de beber mucho de una sola vez. En cuanto a los caballos, calculé que la energía que gastarían en transportar agua, sería muy superior al beneficio derivado de beberla, así que sólo la tuvieron cuando llegamos a algún río o poblado. Creo que mi teoría era sólida; con carga ligera ganábamos en velocidad y evitábamos que los caballos se lastimasen los lomos, porque el agua es la carga más incómoda que un animal puede llevar. Sólo en raras ocasiones parecieron mis caballos sufrir algo de sed”. Por estas latitudes la aridez de los caminos y constantes desiertos los obligaban a un día de marcha y dos o más de descanso. Por las noches Aimé solía pedir albergue en las comisarías. En la pared de un calabozo leyó “El bueno y patriota ciudadano peruano Pedro Álvarez, sufrió hambre y lloró aquí durante seis meses”. También supo acampar en un cementerio, donde la tumba que le sirvió de almohada mostraba un singular epitafio: “Aquí yacen los huesos de XX, que era un buen hombre pero mal peleador.” Al llegar a Olmos para pernoctar en otra comisaría, evitando el desierto de Sechura, Tschiffely ya había oído muchas historias de bandidos, muerte, violencia y hambre. Pero por suerte la única molestia que sufrió en aquel lugar fue la presencia de numerosas ratas, una de las cuales le mordió una oreja. La siguiente escala del itinerario fue la región montañosa de Ecuador. Otra vez alturas, frío y equilibrio sobre estrechos desfiladeros. En este punto del viaje, mientras en Buenos Aires la repercusión era escasa (algunos diarios solamente consignaban escuetos cables con el nombre del país al que habían llegado o del que habían partido), las recepciones en los puntos que tocaban eran cada vez más numerosas, aumentando la magnitud de la hazaña. Las fiestas y banquetes venían tanto de parte de simples pobladores como de jefes de estado, y en ellos Tschiffely tenía que vigilar permanentemente a Mancha y Gato, cuyos pelos de la cola o crines eran un buen recuerdo para sus admiradores. En las montañas ecuatorianas el suizo conoció a los indios jíbaros. “Habitan en el interior y son de un tipo distinto a los “runas”, en su mayoría agricultores, albañiles, barrenderos, etc. A los jíbaros se les llama a veces “cazadores de cabezas”, pero la mayor parte de las historias que corren acerca de su ferocidad y crueldad es invención de viajeros y escritores que se sirven más de la imaginación que del conocimiento de los hechos. Cuando el jíbaro mata a un enemigo, dispone de un procedimiento para reducirle la cabeza a un tamaño muy pequeño, sin desfigurar sus rasgos. He visto cabezas reducidas al tamaño del puño de un hombre y una vez tuve en mis manos la de una muchacha, la más hermosa que he visto jamás, porque parecía dormida. Cuando me cansé de llevar tan fúnebre carga, se la regalé a un conocido, lo que no he cesado de lamentar desde entonces”. Después de abandonar Quito, el trío cruzó el Ecuador, la jungla colombiana, y Bogotá. Vivió la aventura de atravesar el río de los cocodrilos y arribó a Cartagena. Luego fueron recibidos como héroes por los norteamericanos responsables del Canal de Panamá, y lo atravesaron a bordo del barco holandés Crynsson por esclusas asiduamente utilizadas por el ejército para pasar caballos. En el cruce del canal, Mancha pareció estar sentido de la pata trasera. Al examinarlo, se comprobó que tenía un profundo corte bajo la cuartilla. Llegando a Gallard ya estaba muy rengo, y entonces Tschiffely aceptó quedarse en un cuartel, donde permaneció hasta que Mancha estuvo curado. Para entonces, las cartas que el suizo enviaba a sus amigos, a veces breves mensajes garabateados, habían comenzado a ser publicados por la prensa sin que él lo supiera. Su fama crecía aunque él lo ignorara. Reiniciaron la marcha hacia el oeste, rumbo a Santiago. De allí pasaron a David y luego a Concepción entrando en la zona boscosa conocida como laberinto verde. Tschiffely describió con patetismo en sus memorias la cruel matanza de monos en la que participó y por la que se sintió un criminal común, aunque también reconoció que el hambre terminó lanzándolo a comer el típico “mono adobado” que antes había rechazado. Siguieron por San Salvador y Guatemala, país en el que un clavo de herradura mal puesto le provocó una lesión a Gato. En Tapachulá, el gateado siguió pasándola mal. Las repetidas patadas recibidas de parte de una mula atada a su lado terminaron dejándolo con una rodilla imposibilitada para seguir la marcha. Aimé lo curó durante un mes, pero al cabo su estado era tan grave que alguien hasta habló de sacrificarlo. En ese momento Tschiffely se comunicó con la embajada argentina en México y gestionó enviarlo por tren. Continuó el viaje solamente con Mancha, que durante días enteros dejó escapar lamentos por la ausencia de su compañero, casi iguales a los que Gato había dejado en el aire cuando el tren que lo llevaba se puso en marcha. Para suplantar a Gato, el suizo adquirió dos caballos que antes de llegar a la capital azteca regaló a un guía. Tras tocar Tehuantepec y Oaxaca entre las urbes más importantes, llegaron a la ciudad de México. En la capital mexicana Tschiffely contrajo malaria. Después de recuperarse y recorrer varias leguas, un fotógrafo le adelantó una gran sorpresa. Aimé no reparó en la multitud que había acudido a recibirlo, atravesó el círculo que formaba y corrió hasta el lugar donde lo esperaba un viejo conocido: era Gato. Obvió todos los agasajos que se le habían preparado y se abrazó al cuello de su amigo, frotándole la frente como lo había hecho infinidad de veces. Cuando Gato vio a Mancha, soltó un relincho bajo, abrió sus fosas nasales y movió un poco el belfo superior. Mientras los dos caballos se volvían a unir, el suizo comprobó que aquel accidente no había dejado marca alguna en el gateado. La travesía mexicana duró varias semanas. En el norte de un país convulsionado, Tschiffely viajó acompañado de una escolta militar provista por el gobierno. Una noche, un hombre se le acercó sigilosamente y le preguntó si quería comprar el cráneo de Pancho Villa, asesinado recientemente, mostrándole lo que evidentemente era el cráneo de un niño. Cuando Tschiffely se lo remarcó, el mexicano le respondió: “Exactamente Señor, éste es el cráneo de Pancho Villa cuando era bebé.” Al cabo cruzaron el puente internacional de Laredo y se adentraron en territorio estadounidense. Recorrieron Texas, Oklahoma y Missouri, hasta Saint Louis. Allí Tschifelly tuvo que separarse nuevamente de Gato, ya que se hacía imposible viajar con dos caballos por carreteras con tanto tránsito, temiendo a cada momento un accidente fatal, especialmente en caóticos sábados y domingos que los obligaban a detener la marcha. Un automovilista incluso llegó a chocar deliberadamente a Mancha, mandándolo al suelo. El duro criollo por suerte sólo recibió heridas superficiales. “Si hubiera estado armado (Tschiffely había sido desarmado al cruzar la frontera de EEUU) no sé qué hubiera hecho con ese hombre.” Esta vez Gato quedó en poder de un adinerado hombre muy afecto a los caballos. Luego de cruzar el río Mississippi, siguieron por Indianápolis, Columbia a través de las montañas Blue Ridge, y las llanuras de Cumberland. De pronto el horizonte golpeó a Tschiffely con una imagen: ahí cerca se recortaba la silueta del Capitolio de Washington. Corría el 20 de setiembre de 1928, habían pasado tres años, cuatro meses y seis días desde la partida. La primera idea del suizo era concluir su viaje en Nueva York, pero luego de experimentar otros dos accidentes con automóviles por los caminos de Washington, donde estuvo unas semanas recibiendo atenciones y agasajos, resolvió dar por concluída su aventura en esa ciudad. “No quise exponer a Mancha a nuevos peligros, porque, después de todo, ambos caballos ya habían demostrado lo que valían y podían hacer. Además consideré que el corto trecho que va de Washington a New York no añadiría nada a lo hecho y, en cambio, dejaría la impresión de que yo buscaba una publicidad vulgar”. En síntesis, entre las principales ciudades que atravesaron se cuentan Rosario, Tucumán y La Quiaca (Argentina); La Paz (Bolivia); Cuzco, Lima y Trujillo (Perú); Quito (Ecuador); Medellín y Cartagena (Colombia); Colón (Panamá); San José (Costa Rica); San Salvador (El Salvador); Guatemala (Guatemala); Oaxaca, Puebla y México D.F. (México); y los estados de Texas, Oklahoma, Missouri, Indiana, Ohio y Maryland en USA. Recorrieron 4300 leguas (21.500 kilómetros) en 504 etapas, lo que da un promedio de 8,5 leguas por día (42,5 kilómetros). Llegaron a los 5900 metros sobre el nivel del mar en el paso de El Cóndor (Bolivia), obteniendo así dos récords mundiales, el de distancia y el de altura. Además, en ese paso boliviano soportaron -18º C, mientras que en los desiertos del norte del Perú conocidos como Matacaballos, marcharon 32 leguas (160 kilómetros) en 20 horas, con 52º C a la sombra sin agua ni comida, sólo arena y más arena, hundiéndose de 15 a 40 centímetros en ella a cada paso. Tschiffely se embarcó junto a Mancha en un ferryboat y juntos hicieron la travesía hasta Nueva York. Una vez allí, el caballo quedó alojado en Fort Jay, Governor´s Island, y el jinete aceptó una invitación del Club del Ejército y la Armada para instalarse allí. Días después fue recibido en el municipio neoyorquino por el alcalde Jimmy Walker, quien le confirió la Medalla de la Ciudad ante la presencia del embajador argentino Manuel E. Malbrán. Luego de la ceremonia, la policía montada y una caravana de autos lo escoltó por Broadway y la Quinta Avenida, hasta el Central Park. Después de los homenajes que le brindaron en Nueva York, Tschiffely fue en busca de Mancha y Gato, permitiendo que ambos fueran exhibidos durante diez días en la Exposición Internacional de Caballos organizada en el Madison Square Garden. De regreso en Washington, el presidente Calvin Coolidge recibió a Tschiffely en la Casa Blanca. Luego, al aceptar una invitación de National Geographic para pronunciar una conferencia sobre el viaje, terminó salvando su vida y la de sus caballos. Al demorarse la partida hacia Buenos Aires, no embarcaron en el Vestris, que días más tarde naufragó provocando la muerte de más de un centenar de personas. En Buenos Aires, el 30 de agosto de 1928 el diario Crítica titulaba “Mancha y Gato han terminado su viaje”, para dejar en el cuerpo de la nota principal las palabras que Tschiffely había dicho al concluír el viaje: “Sólo el caballo criollo podía resistir esta prueba.” Al día siguiente trascendieron declaraciones del vocal de la Asociación de Criadores de Criollo, Timoteo Usher: “El caballo criollo come cualquier clase de pasto, no necesita de granos seleccionados como los caballos extranjeros y resiste sin cuidados las amenazas del campo. Tschiffely lo ha demostrado con las descripciones que nos hace de sus largas incursiones por insanos lodazales, el accidentado cruce de los ríos, las terribles odiseas por los bosques tropicales, el ataque de insectos dañinos, la potencia del sol meridional y el frío atenazante de las cumbres andinas. Todo coopera a darnos la sensación de una hazaña”. El 1º de diciembre de 1928 los tres camaradas embarcaron en el Pan America de la línea Munson (por una deferencia especial hacia ellos por primera vez se permitieron animales en el barco) rumbo a Buenos Aires. En sucesivas escalas tocaron Rio, Santos y Montevideo, hasta que el día 20 a las 12.30, el poco público que se había convocado en la Dársena Norte del Puerto de Buenos Aires pudo ver la silueta del gringo gaucho asomarse por la planchada. Lógicamente, entre quienes lo vivaban se contaban algunos patricios que le habían pronosticado la muerte cuando partió. La jinete Lidia M. Schneider se adelantó para entregarle un ramo de rosas y comisiones de la Sociedad Rural y de Retirados del Ejército le testimoniaron formalmente su admiración. Expresó Tschiffely: “Si me dieran mil millones no vuelvo a repetir el viaje. He recorrido unas 10.000 millas. Se sufre enormemente debido a la falta de alimentación y a los pésimos alimentos que uno encuentra en el trayecto. Tengo el estómago deshecho. Gato y Mancha no tienen vejiguillas ni sobrehuesos. Este triunfo es de la capacidad del caballo criollo y también, si se me permite, el del carácter. (…) Soy cervecero, es decir de la patria chica de Victorio Cámpolo, de Quilmes. Estoy sumamente satisfecho, aunque a veces, pienso si no sería todo un sueño, dada la diversidad de impresiones que he recogido durante el raid. Ahí están Gato y Mancha. Han sufrido más este regreso por mar, que en el largo e inacabable viaje por tierra. ¡Pobrecitos! Me ofrecieron una pequeña fortuna por ellos en los Estados Unidos, pero no los quise vender. Hay una cuestión de moral que es superior a los dólares. Ellos debían ser también partícipes de este homenaje y el descanso que se merecen, deben tenerlo aquí, en la Argentina”. Apenas terminadas las recepciones oficiales y los homenajes, el Dr. Emilio Solanet llevó a los caballos a sus pagos de Ayacucho. Alguien había propuesto dejarlos en el Jardín Zoológico para que la gente pudiera desfilar ante ellos, pero Tschifelly se opuso considerando que era mucho mejor y más humanitario dejar que pasaran los últimos años de sus vidas en “El Cardal”, y hacia allá fueron. Era una posición en todo coherente con lo que había escrito desde algún punto de la travesía: “Mis dos caballos me querían tanto que nunca debí atarlos, y hasta cuando dormía en alguna choza solitaria, sencillamente los dejaba sueltos, seguro de que nuca se alejarían más de algunos metros y de que me aguardarían en la puerta a la mañana siguiente, cuando me saludaban con un cordial relincho.” Aimé poco después partió hacia Europa. Continuando con su vocación de viajero recorrió desde el sur de Inglaterra hasta Escocia a caballo, escribió varios libros y en diciembre de 1933 se casó con Violeta Hume, una mujer de ascendencia escocesa-francesa nacida en Buenos Aires. También anduvo por la Patagonia en un Ford-T. Había vuelto a la Argentina luego de mucho tiempo y, como no podía ser de otra forma, se llegó hasta la estancia “El Cardal”. Con un silbido llamó desde lejos. Al trote suave fueron hacia él Gato y Mancha. Lo habían reconocido después de 18 años. Fue la última vez que se vieron. Al poco tiempo Tschiffely regresó a Europa. Durante la segunda guerra mundial fue voluntario de defensa y luchó en Londres. Al término de la contienda, se fue a vivir en las afueras de la ciudad y escribió otros dos libros: el relato de su aventura por América (Southern Cross to Pole Star, recientemente reeditado como Tschiffely´s Ride) y una biografía de su amigo Robert Cunninghan Graham, “Don Roberto”, otro enamorado de la tierra sudamericana. Siempre cuidados por el paisano Juan Dindart, Gato murió el 17 de febrero de 1944, a los 36 años de edad, y Mancha el 24 de diciembre de 1947, a los 40. Si bien sus restos descansan en los campos de “El Cardal”, los dos amigos están embalsamados en el Pabellón de Transportes del Museo de Luján. Gato lleva la montura de la travesía y Mancha los arreos de carga. Su embalsamamiento lo había dispuesto el Dr. Emilio Solanet, y fue efectuado por el taxidermista del Museo de La Plata, Dr. Ernesto Echevarría, junto a su ayudante Emilio Risso. El 5 de enero de 1954, un cable llegado desde Europa daba cuenta de la muerte de Tschiffely en una clínica londinense. Inmediatamente se formó una comisión de personalidades para lograr que sus cenizas descansaran en Argentina, cumpliendo con su última voluntad. El 13 de noviembre de ese mismo año la pequeña urna portadora de sus cenizas marchó par calles de Buenos Aires en ancas de un caballo gateado llevado de tiro por el jinete Jorge Molina Salas. Era la punta de una caravana que integraban diversos cuerpos de la policía y el ejército, paisanos de a caballo portando lanzas de caña de tacuara, representantes de clubes hípicos, agrupaciones tradicionalistas y la comitiva oficial, también de a caballo. Desde el parque Tres de Febrero, tomaron por avenida Libertador hasta Junín y desde allí hasta la Recoleta. Hubo discursos y guardia de honor de los Granaderos antes del depósito de la urna y la colocación de una placa. Las cenizas de Tschiffely permanecieron en el cementerio hasta 1998, cuando fueron llevadas a “El Cardal” y depositadas en un sencillo monumento junto a sus dos fuertes y fieles amigos. John Labouchere recorrió 8000 kilómetros a través de los Andes. Tim Severin fue desde Paris hasta Jerusalén en un viaje de dos años. CuChullaine O´Reilly anduvo más de 1600 kilómetros a través de las montañas Karakoram de Pakistán. Margarita Leigh atravesó Inglaterra en toda su extensión. Robin Hanbury-Tenison viajó a lo largo de la Gran Muralla China. Jacqui Knight cruzó Nueva Zelanda. Louis Bruhnke viajó desde la Patagonia hasta Alaska. Todas estas personas se inspiraron en quien tal vez fue el héroe ecuestre más asombroso del mundo: Aimé Félix Tschiffely, que dejó su marca en la historia junto a dos caballos criollos: Mancha y Gato. En 1999 el congreso argentino aprobó una ley declarando Día Nacional del Caballo cada 20 de setiembre, en conmemoración de la histórica jornada del año 1928 en la que Tschiffely arribó a la capital de Estados Unidos. El presente artículo fue publicado originalmente en TAG - Todo a Ganador a fines de 2011.
Posted on: Sat, 03 Aug 2013 04:55:24 +0000

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