Mantener fijos los ojos en Jesús Era ciclista. Un día le - TopicsExpress



          

Mantener fijos los ojos en Jesús Era ciclista. Un día le invitó al Señor a subir con él a su bici para que lo ayudara a pedalear. Cuando veía que ya no podía más, sentía que el Señor le miraba y le invitaba a seguir pedaleando... Dios mira con amor a todo lo creado. Y mira con ternura, con cariño inmenso, como lo hace una mamá con su hijo. Su mirada nos envuelve y nos da vida, como nos envuelve y nos da vida el aire que respiramos. Dios irrumpe en nuestra vida, en nuestro trabajo, en la familia, en la sociedad. A veces lo sentimos, percibimos su mirada; otras, las más, pasa desapercibida. Dios y Jesús nos miran. Y nosotros hemos de aprender a mirar como Dios nos mira. Si nuestra mirada está dañada, si nuestros ojos no reciben su luz y su amor, no podremos ver a Dios ni sus obras. Jesús es la luz del mundo. Él ha venido para que los que no ven, vean, para que los ciegos recuperen la vista, con una visión distinta del mundo, de los otros y de uno mismo. Para que veamos, a veces, nos pone barro, como al ciego de nacimiento, para que nos demos cuenta de la ceguera (Jn 9). El Evangelio nos habla de las miradas de Jesús en los encuentros con la gente. Jesús vio a Natanael cuando estaba debajo de la higuera (Jn 1,48). Y a Pedro le mira con amor, con una mirada totalmente cariñosa, benevolente, misericordiosa, sin ninguna intransigencia (Lc 22,61). Y más allá del pecado, mira también al buen ladrón; desde esta mirada ya empezó el paraíso (Lc 23,43). Y Jesús miró con amor a la Magdalena, a la adúltera, al centurión, a los ciegos, a los leprosos, a los pobres, a los pecadores... Un día se le acerca un joven excelente, entusiasta, con deseos de Dios y de perfección. Jesús, “fijando en él su mirada, le amó...” (Mc 10,21). Jesús miró con amor a Pedro. San Pedro manifestó su arrepentimiento con el llanto “Y saliendo fuera lloró amargamente” (Mt 26, 75). Fueron lágrimas de conversión. Las lágrimas de amor y arrepentimiento son siempre fruto del Espíritu Santo que actúa en el alma del justo. Hay lágrimas de compunción, pero también las hay de adoración y gratitud. Pedro conoció de cerca la fuerza de la mirada de Jesús. Lloró amargamente su traición y quedó sano. A Pedro se le habían secado los ojos. Estaban resecos y tiesos, sin vida. Y la ternura infinita de Dios se había metido dentro del corazón de Pedro y al ablandar el corazón, se humedecieron los ojos y empezaron de nuevo a ver la hermosura, la bondad de todo lo creado. Zaqueo trataba de ver quién era Jesús. En este deseo hay algo de esperanza, ilusión, utopía, pero mucho de curiosidad por conocer al Señor. Quizás quería ver a Jesús sin ser visto. “Se subió a una higuera para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: Zaqueo, baja pronto porque conviene que hoy me quede en tu casa” (Lc 19,5). Una mirada de Jesús cambió a aquel hombre rico. La mirada del Maestro cautiva, arrastra, seduce. El secreto de una vida cristiana es dejarse mirar por Jesús, confiar en él y tener la valentía de arriesgarlo todo, porque lo que no es Jesús resulta superfluo. Una mirada es algo muy sencillo, pero puede cambiar a una persona: puede transformar un deseo, puede sostener el peso de un anciano, puede llenar de felicidad al decaído, puede eliminar el odio más escondido, puede ser la chispa que encienda una nueva vida, puede cambiar hasta el corazón más empedernido. Una mirada de amor cura la herida más profunda, pone alas a los sueños olvidados, levanta al decaído, da confianza al tímido. No miramos a Jesús, porque nos encontramos ciegos. Nos ciega la vida con sus luces de colores, el dinero, la moda, la fama... Caemos en la trampa de la propaganda, de lo fácil, del placer, del consumo... Necesitamos luz para caminar, abrir los ojos a Dios. Si el mirar de Dios es amar, como decía san Juan de la Cruz, debemos aprender a mirar como Dios, como Jesús, para hacer de este mundo un paraíso. A Jesús le seguía mucha gente por distintos motivos: por curiosidad, porque les daba de comer, porque curaba, por los milagros que hacía... Las masas lo quisieron hacer rey, pero también pidieron su cabeza. Hubo un grupo de amigos incondicionales, decían ellos, que comieron y vivieron con él; pero a pesar de su buena voluntad, lo abandonaron en el momento de la persecución. Recibieron del Maestro la misión de hacer lo mismo: ir por todo el mundo anunciando la Buena Nueva (Mt 28,20). A unos y a otros les indicó que lo más importante era buscar a Dios, su Reino (Lc 12, 26). Les repitió muchas veces que no tuvieran miedo, que no dudaran, que creyeran de verdad (Jn 8,46). Dio ejemplo de amor, amó hasta el final y fue lo único que dejó como consigna: “Amaos como yo os he amado (Jn 13,34-35). Jesús ora alzando los ojos al cielo (Mc 6, 31). Nosotros oramos con la mirada dirigida al Padre, o bien con los ojos fijos en el sagrario o en una imagen sagrada; oramos con los ojos cerrados, abriendo los ojos del alma. Es importante mirar a Jesús, pero es mucho más importante dejarse mirar por él, encontrarnos con su mirada. Al encontrarnos con su mirada, ésta nos hará contemplar nuestra vida y quitar todo aquello que no nos deja ver a Dios. “Mantengamos fijos los ojos en Jesús” (Hb 12,2) para tener los mismos pensamientos y sentimientos que el Maestro. Orar es, simplemente, mirar a Jesús, mantener los ojos en él. Los Salmos hablan de la oración confiada, hecha con los ojos dirigidos a Dios (Sal 24, 15). Santa Teresa también se encontró con la mirada de un Cristo llagado. Allí le brotó una oración con toda su alma y aconsejó orar de esta manera: “No os pido ahora que penséis en Él, ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento. No os pido más que le miréis” (C 26, 3). Mirar con ojos de fe es un don que necesita ser alimentado con la oración de cada día para poder seguir descubriendo la mirada amorosa de Dios, para saber que él me mira y puede abrir los ojos de mi fe dormida. Hay que orar para que el Señor nos conceda mirar con los ojos de Jesús, con los ojos abiertos, con los ojos del Resucitado. Hay que orar para saber mirar y poder ver al de cerca, pero también al que está lejos. Hay que orar para descubrir a Dios en el viento, en la flor, y dentro de cada ser humano. Como san Juan de la Cruz podemos pedir: “Véante mis ojos, pues eres lumbre de ellos. Véante mis ojos y sólo para ti quiero tenellos” (Poesías del Cántico).
Posted on: Sun, 14 Jul 2013 04:24:49 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015