OTRA ESCENA DE MI PROXIMA NOVELA!!!! CRIMEN Y PASIÓN. MADRID, - TopicsExpress



          

OTRA ESCENA DE MI PROXIMA NOVELA!!!! CRIMEN Y PASIÓN. MADRID, OTOÑO DE 1807 Esa noche se acostó temprano y cuando se durmió, de repente vio aparecer a Brunilda: una Brunilda seductora, sonríendole enigmática a la vez que se iba acercando a él que lentamente. Sin palabras Diego la cogió de la cintura atrayéndola hacía su pecho, entonces ella le rodeó el cuello con sus brazos ofreciéndole sus labios a los que besó con ansias. Se despertó aturdid repitiendo el nombre de la prusiana a la vez que sentia como un gran vacío se apoderaba de él provocándole una sensación de impotencia. –¡Lo que me faltaba! Y pensar que creí que ya me la había quitado de la cabeza –exclamó sofocado y confuso. Saltando de la cama se preguntó–: ¿Qué me pasa?, ¿puede ser ella la mujer que veo escondida en las sombras?, ¿la misma con la que he estado soñando? –, le fue imposible darse una respuesta. Mientras se vestía se fue diciendo: “Voy a regresar a la Plaza Mayor, tengo la sensación de que Bruny no se ha marchado aun, algo me dice que ayer evitó acercarse al mismo lugar, por temor a que yo la descubriera. Puede que hoy, al hallarse más confiada, regrese. Y si es así, pienso desenmascararla” ¿o evitar que se metiera en problemas?, ¿tanto le importaba esa altiva niña?, tampoco pudo responderse a eso. A las doce del mediodía, tras comer algo liviano junto a su padre y tíos, alegando tener una cita importante, se despidió de ellos y se marchó a la Plaza Mayor. Al llegar entró en el mismo local y tomó asiento en una mesa que le ofrecía una visión más completa. Después de pedir un vino de la casa, se quedó a la espera. El tiempo comenzó a pasar sin que Diego, impasible, dejara de vigilar el local de enfrente. Cerca de las dos, vio a un reducido grupo de hombres, bien vestidos que entraban en el mismo bar del día anterior. “No cabe duda, son los que Bruny espiaba” se dijo excitado. Los minutos pasaban sin que la prusiana hiciera acto de presencia. “¿Pero que estoy haciendo?” se cuestionó de pronto. “Quizás se ha marchado como dijo. Además, ¿qué puede impórtame lo que Brunilda haga o deje de hacer?” iba a marcharse…, pero sin darse casi cuenta permaneció sentado. Una hora después, sus ojos se quedaron fijos en una joven vestida a la usanza española: traje estrecho de paño oscuro, abriéndose en volantes y, sobre éste, un abrigo corto gris oscuro, en la cabeza una mantilla de encaje negro con una peineta; todo normal si no fuera por su sospechosa actitud mirando desconfiada de un lado a otro ocultando su rostro detrás del velo. En ese instante una ráfaga de viento levantó el rebozo de su cara y Diego ya no tuvo dudas; de manera precipitada se puso la capa, el sombrero y, tras pagar la consumición, salió a la Plaza. Oculto detrás de las anchas columnas continuó mirándola: “Tal como lo imaginaba, esta niñata algo extraño se trae entre manos, y pienso descubrirlo.” En ese momento la prusiana, tapándose el rostro se encaminó a la taberna y, después de mirar el interior entró. El jerezano, ocultándose tras su sombrero, se aproximó a la entrada del local y desde allí observó a Bruny dándole la mano a un caballero. Minutos después la vio caminar hacia la puerta; en el momento en que iba a salir de su escondite y sorprenderla, se quedó inmóvil: Brunilda no iba sola, a su lado un hombre de mediana edad, y porte arrogante, con un parche negro en un ojo, la cogió del brazo mientras ella le sonreía coqueta. A Diego le costaba creer lo que veía; cuando la pareja pasó por su lado oyó que el hombre, en un español defectuoso, decía: –Siempre pensé que las españolas erais recatadas y muy puritanas, pero he comprobado que sois divertidas, fogosas y apasionadas. ¿Cómo te llamas? –Elvira… –respondió ella sin dejar de sonreír– ¿Y tú, cómo te llamas? –Pierre, pero tú si lo deseas, puedes llamarme cariño. El jerezano se quedó aun más confuso. ¿Ninguno de los dos sabía el nombre del otro? ¿Y porque ella le daba uno falso? “¿Brunilda se marcha con un hombre que no conoce, igual que al que si fuera una cortesana? ¿Qué estará tramando?” se preguntó sin lograr entender nada. De pronto recordó el día en que la conoció en Londres cuando la tía de Carlos les relataba el asesinato de su cuñado y sobrino en manos de un agente de Napoleón, a lo que la prusiana exclamó: “Mi hermano, antes de morir luchó con su asesino hasta hundirle un estilete en el ojo dejándola tuerto para siempre. Pero a pesar de eso, monsieur Pierre Lafeuille d’Etaples, logró escapar a Francia.” ¿Brunilda estaba con el asesino de su padre y hermano? –¡Diablos!, es él…, todo coincide, hasta la conversación que tuvo con aquel hombre durante el baile de Jerez… –murmuró el jerezano recordando cuando ella le preguntó al sujeto: –“¿Y usted, averiguó lo que le pedí?” –“Sí, pero usted estaba equivocada; ese caballero no está en Cádiz, si no en Madrid.” –“¿En Madrid? ¿Está seguro?” –“Muy seguro; no se preocupe, en este papel está escrito todo lo que averigüé sobre él, donde vive, que lugares frecuenta y quiénes son sus amigos, todo lo que usted necesita para encontrarlo. Pero he de darle un consejo, no se fíe de ese hombre, no tiene buena reputación.” –“Gracias, lo tendré en cuenta.” En la mente de Diego se formó un caos. “¿Qué intentará hacer Brunilda? ¿Y yo, que papel juego en esto? ¿Por qué no me marcho y me olvido de todo?” se preguntó mientras caminaba detrás de ellos, escondiéndose entre los pilares. Bruny y su acompañante, salieron de la Plaza Mayor y caminaron por la calle Toledo hasta llegar a un antiguo edificio donde entraron por una discreta puerta. Diego, estupefacto, descubrió que era la misma casa que él, cuando visitaba Madrid, llevaba a sus conquistas. ¿Brunilda quería seducir a ese hombre al que tanto odiaba?, ¿con que finalidad? Aprovechando que a esa hora casi no había gente, penetró en el establecimiento y desde el corredor vio como la pareja subía las escaleras. Apenas el encargado se retiró, Diego, procurando no llamar la atención, se escabulló detrás de ellos justo cuando la prusiana y el francés, cerraban la puerta de uno de los cuartos. No supo qué hacer ni qué actitud tomar; “¿Que estoy haciendo?” volvió a preguntarse notando que la rabia subía a su garganta. “Si alguien me encuentra aquí, ¿qué excusa podré dar? No debí meterme en lo que no me importa, ¿o si me importa?” Siguió preguntándose buscando un lugar donde pasar desapercibido. “No creo que ella deje que ese hombre le ponga una mano encima, no tiene lógica. Ha tramado algo que no puedo entender. ¿Cómo ha consentido que el asesino de su padre y hermano, la lleve a un prostíbulo? Si deseaba vengarse de él ¿por qué no lo llevó a un sitio donde, ayudada por alguien, pudiera darle su merecido?” Caminando de puntillas Diego se colocó junto a la puerta donde estaba la pareja. En el momento en que iba a ocultarse detrás de un mueble, escuchó un grito. –Mierda –masculló, y siguió repitiendo–. Mierda…, mierda. Con el corazón acelerado se aproximó a la puerta, desde allí escuchó un gemido a la vez que un ruido sordo, como el de la caída de un cuerpo al suelo. El jerezano sorprendido, se dijo: “¿Qué hago ahora, ¿Qué habrá pasado ahí dentro? Preocupado cogió el pomo de la puerta…, no hizo falta empujar; la hoja se abrió desde dentro y Diego, con los ojos desorbitados, vio aparecer al francés, con una mano en la garganta en la que se veía la empuñadura de una daga. El herido, echando sangre por la herida y por boca, intentó hablar pero de su boca solo salía un escalofriante gemido al instante, cayó desplomado en el umbral justo a los pies de Diego. Con el rostro desencajado éste se agachó hacía el herido comprobando que estaba muerto. No obstante su estupor y sus nervios, cogió el cuerpo sin vida del francés y lo arrastró hacía dentro de la habitación cerrando la puerta; al volverse vio que en el suelo, como si hubiera recibido un fuerte golpe, estaba Brunilda semi inconsciente y corrió a su lado. –¿Qué has hecho? –le preguntó atontado. Ella lo miró aturdida. –Diego, ¿qué haces aquí? –inquirió intentando ponerse de pie. Él la ayudó a incorporarse. –Os he seguido, tenía la certeza de que tramabas algo espantoso, y no estaba equivocado. ¿Cómo has sido capaz…? –volviéndose hacía la puerta la abrió despacio y, después de mirar fuera, añadió–: No podemos perder tiempo. Rápido, hay que salir de aquí antes de que alguien nos descubra, vamos de prisa… –volvió a repetir a la vez que regresaba al lado de Bruny. Cogiéndole de la mano tiró de ella y se dirigió a la puerta. En ese momento la prusiana, soltándose de él se agachó hacía el cadáver, le levantó la mano y, ante la atónita mirada de Diego, cogió uno de sus dedos, con la clara intención de quitarle el anillo. –¿Qué haces?, ¿estás loca? –Exclamó alucinado–. No sólo lo matas, sino que también quieres robarle, pero ¿qué clase de mujer eres tú? Sin responder Brunilda rescató la sortija, la limpió con la chaqueta del difunto y la guardó en el corpiño de su vestido; tras eso se llevó la mano a la cabeza y exclamó: –Oh, estoy mareada. –¿Ahora estas mareada? ¡Maldita niñata del demonio! Huyamos de aquí, de lo contrario te dejaré sola a merced de la justicia–, prorrumpió Diego tirando sin miramientos de su mano. Ella balbuceó: –Todo me da vueltas, siento que voy a desmayarme otra vez. En ese momento, una de las doncellas, se acercó a la puerta abierta, y preguntó: –¿Están bien los señores?, ¿necesitan algo…? –y al observar en el suelo el cuerpo ensangrentado del francés, salió huyendo pidiendo auxilio. –¡Ay, Jesús! ¡Socorro! ¡Que han matado a un pobre señor!! –¡Mierda! –Masculló Diego cogiendo a Brunilda del brazo y echando a correr arrastrándola a la vez que decía –: ¡Escapemos de aquí, por favor, no te detengas! –No puedo, no puedo… –¡Maldición, corre o tendré que dejarte sola! ¡Juro que lo haré! –volvió a gritarle. Sin soltarla siguió tirando de ella en dirección a la escalera. En el momento en que llegaban al final del pasillo, dos hombres les cortaron el paso; uno de ellos, armado con una navaja, les ordenó. –¡Quietos! ¡No den un paso más! Diego miró a Bruny y, sotaneando su mano, exclamó: –¡Rápido, ve hacía la puerta de atrás y huye! Ella le obedeció. En menos de un instante el jerezano se vio inmerso en una lucha contra dos sujetos que intentaban reducirlo; el que llevaba la navaja la blandía ante sus ojos a la vez que Diego, esquivando sus acometidas, no quitaba la vista del otro individuo que hacía intentos de cogerlo por detrás. Viéndose perdido, dio un salto, cogió un pesado adorno de mármol, que había sobre uno de los muebles del pasillo, y le asestó un golpe en la cabeza al que tenía más cerca dejándolo fuera de combate. El de la navaja, soltó una maldición y se le echó encima. Diego, esquivando la embestida, tras un forcejeo, le cogió el puño y se lo retorció logrando que éste soltara el arma. Después, dirigió su puño hacía su contrincante tumbándolo en el suelo y, sin pérdida de tiempo, corrió hacia la salida, observando que Brunilda se hallaba apoyada en una pared respirando extenuada, sin detenerse la cogió de la mano y se la llevó hacía la puerta que conducía a la escalera exterior; en ese momento se escuchó la voz de la doncella gritando: –¡Ayuda! ¡Han matado a un hombre y malherido a otros dos! ¡El asesino se escapa! Diego abrió la puerta de un puntapié y salieron a un patio quedándose agazapados detrás de una de las columnas que sostenían el arco del portalón; desde allí vieron pasar a tres hombres corriendo hacia la salida. Pasados unos minutos ambos, sin pronunciar palabra, se echaron a la calle. Diego obligó a la joven a correr sin parar. A unos metros Brunilda se detuvo jadeando desfallecida. Diego, se le acercó. –¡No te detengas, aun estamos en peligro! –le gritó sacudiéndola. Brunilda se debatió entre sus brazos, y murmuró: –No puedo. –Claro que puedes, ¡vamos! –Creo que voy a vomitar. –Ahora no te pongas en el papel de víctima, trágate los vómitos y corre –le ordenó obligándola a seguirlo. Tan deprisa como podían volvieron a cruzar la Plaza Mayor saliendo por la Calle Nueva hasta la Cava de San Miguel. Agitados llegaron a la calle de Alcalá donde Diego se detuvo. Mirando a Brunilda, exclamó: –Descansa ahora si quieres y vomita todo lo desees. Arréglate la ropa y, cuando te relajes, cógete a mi brazo como si fuéramos una pareja bien avenida, y camina con disimulo–. Sacando un pañuelo él le limpió los rastros de sangre que mancaban su cara a la vez que decía–: por suerte en tu ropa oscura no se notan las marcas de tu delito. Ella, tras recuperar su normal respiración, obedeció poniendo en orden su pelo y ropas, tras eso empezaron a caminar despacio procurando no llamar la atención. –Ahí pasa un carruaje de alquiler, vamos a cogerlo –indicó Diego haciéndole señas al cochero. Tratando de permanecer tranquilo ayudó a subir a Brunilda. Segundos después le pidió al auriga que los llevara hacía el Parque del Retiro. Diego, respiró profundamente y se arregló la ropa y el pelo. Ella permanecía pálida y silenciosa, en actitud desolada. Cuando llegaron al parque, sin hablar, caminaron entre la gente que paseaba buscando los rayos del sol. Llegaron a un bosquecillo y Diana Al Azemego se acercó a una fuente a beber agua. Brunilda lo siguió y, ante la torva mirada de Diego, se lavó las manos manchadas de sangre. Dando un hondo resoplido mezcla de enfado y frustración, Diego se echó sobre la hierba permaneciendo con los ojos fuertemente cerrados. Brunilda dejándose caer a su lado comenzó a llorar. –Sí, llora guapa…, llora todo lo que quieras –exclamó él irónico, agregando–: procura serenar tu conciencia, que bien lo necesitas. –Me siento mal, he manchado mis manos con sangre. Aunque ese hombre era el asesino de mi padre y hermano, no quería matarlo, pero al final…, tuve que defenderme, no me quedó más remedio que hacerlo. –Y tuviste la suficiente sangre fría para robarle el anillo –apostilló Diego sarcástico. Brunilda abatida murmuró: –El anillo era de mi padre, le perteneció a su familia por varias generaciones, y ese malvado se lo robó después de matarlo. El jerezano replicó: –Y tú lo has imitado. Lo siento, pero lo que has hecho, ha perturbado mi poder de comprensión. –Es natural que pienses eso de mí, no obstante quiero darte las gracias por ayudarme a escapar, exponiendo tu vida. –Si, a menudo hago cosas estúpidas –dijo él dando un resoplido. Brunilda bajó los ojos; luego de unos instantes, lo miró y dijo: –Quiero que sepas que es verdad lo que acabo de decirte: cuando esta tarde, decidí engañar a ese hombre, no tenía en mente matarlo, sólo quería recuperar el anillo de mi padre. –¿Por qué será que no te creo? Lo programaste todo, y durante días estuviste al acecho; querías vengarte y lo hiciste sin la menor vacilación, aunque debo decir que te comprendo. –Gracias, pero te repito: no pensaba matarlo. –Entonces, ¿por qué aceptaste ir con él a esa mancebía?, ¿pensabas dejar que te hiciera el amor mientras tú le clavarias la daga?, por casualidad, ¿tenias escondido el puñal, en tu liga? –Fue él quien me llevó, yo solo quería estar en un lugar a solas con él. Y nunca pensé dejar que ese hombre me tocara, antes preferiría la muerte. Y sí, al puñal lo escondía en mi liga. –Muy propio de ti, ¿así que no tenías intención de matarlo? –Cuando al fin encontré el paradero del asesino de mi familia, después de buscarlo durante años, aprovechando que mi cuñada tenía que gestionar documentos sobre la herencia de su abuela, yo descubrí donde ese hombre se reunía con sus amigos, y al ver que de verdad lucía el anillo de mi padre, sentí el deseo de darle su merecido, pero hoy, tras pasar la noche meditando, me dije que sólo intentaría recuperar la sortija, y nada más. Llevé el puñal para defenderme en caso de agresión. Mi plan era que, una vez a solas con él, apenas se pusiera romántico, aprovecharía para amenazarlo y obligarlo a entregarme el anillo. –¿Pensabas que te la entregaría apenas tú se lo pidieras?, o eres muy cándida o muy tonta, te creía más inteligente. –Sí, quizás he pecado de ingenua; mi idea era engatusarlo, y para eso me hice pasar por una cortesana, sabía que a Monsieur d´ Etaples le gustan esas mujeres. No me costó conquistarlo, así que me las arreglé para que me propusiera irnos juntos. Una vez en esa casa, antes de que intentara acercarse a mí, saqué mi daga y, en su idioma, le dije quien era y porque había aceptado su ofrecimiento. Él me miraba perplejo; por un momento me sentí dueña de la situación animándome a pedirle que me devolviera el anillo, asegurándole que después dejaría de acecharlo, “creo que Dios ya le dará a usted el castigo que se merece” le dije mirándola con desprecio. Él continuaba observándome turbado y creí que aceptaría mis condiciones, pero de pronto, riendo a carcajadas exclamó: “Que es esto, ¿una broma?, ¿quieres que te entregue mi anillo, porque dices que era de tu padre al que, según tú, yo maté? Y para eso te has hecho pasar por una puta española; mira chiquilla, no me gustan estos juegos, ni que me amenacen con ese juguete. Te he traído aquí para pasar unas horas de placer contigo y no pienso renunciar a eso. Así que, desnúdate enseguida” sus groseras palabras, y su hilarante risa, causaron en mí un efecto destructor, y cuando vi que se me acercaba con la intención de quitarme el puñal, retrocedí exclamando: “Se lo ruego, entrégueme el anillo, es lo único que quiero, saldré de aquí y usted jamás me volverá a ver, se lo prometo” él reía mordaz, y de golpe, se abalanzó sobre mí, me cogió con fuerzas de los brazos y la daga saltó sobre la cama, mientras él me arrojaba en ella, a la vez que exclamaba: “Entonces, si es cierto lo que dices, me vengaré de tu hermano que me dejó tuerto; voy a tomarte y cuando me canse de ti, te llevaré a las autoridades acusada de intentar robarme y acabar con mi vida; ya verás lo que les ocurre en la cárcel a las mujeres como tú.” Tras eso intentó desnudarme, y yo entonces…, al notar que debajo de mi espalda estaba la daga, por un instante le hice creer que quedaba a su merced y apenas él aflojó sus brazos para quitarme la ropa, yo busqué el arma y logré sacarla, no sé cómo…, se la clavé en la garganta y salté del lecho. Él me miró vacilante… alucinado, quiso gritar pero no pudo, aunque aun tuvo fuerzas para darme un puñetazo lanzándome al suelo y dejarme sin conocimiento; lo que pasó después ya lo sabes –concluyó llorosa. Cuando se serenó, agregó–: Me encuentro mal, no pensé que me sentiría así. Diego, permanecía atento a lo que ella le contaba. Cuando acabo, mirándola muy serio, inquirió: –¿Tú cuñada, sabía lo que tramabas hacer? –No, no tiene ni idea, Matilde sólo está interesada en acabar lo de su herencia, y continuar con la propaganda anti-napoleónica, y yo le ayudo en eso, pero aunque también descubrió que Monsieur Pierre d´Etaples, estaba en España no pensó en vengarse de él. –Ella es más inteligente que tú. –No, lo que sucede es que a Matilde la muerte de mi hermano…, el que era su marido, y de mi padre, no le duele lo mismo que a mí, ni el valor que este anillo tiene para mí, es igual que para ella. –Bruny, has sido una insensata, podrías estar muerta o en prisión. –Sí, ahora lo comprendo…, gracias a ti he podido salir de esa horrible situación, pero necesitaba recuperar el anillo y sin proponérmelo, he vengado a mi familia…, aunque en vez de sentirme feliz me siento muy mal –su voz se quebró ahogada en nuevos sollozos. Diego la observaba entre compasivo anhelante. En un gesto espontáneo la rodeó con sus brazos apretándola contra su pecho…, y aquel contacto tan íntimo y perturbador le causo una sensación de placer desconocido; su serena compostura comenzó a flaquear. Cerrando los ojos le acarició el pelo sintiendo que el cuerpo de Bruny se pegaba al suyo en un gesto de abandono. El súbito deseo de besarla, sumado al recuerdo de su cuerpo desnudo, cuando la vio por la ventana sin que ella se enterara, le produjo una excitación erótica demasiado intensa para mostrarse natural. Después de luchar con sus instintos, logró recuperar la sensatez y, con la impaciencia del que quiere huir de sí mismo, se apartó de ella murmurando: –Deberíamos…, marcharnos; pronto se ocultará el sol y el frío nos cogerá desprevenidos –poniéndose de pie le extendió la mano y agregó–: te acompañaré hasta tu casa, tendrás que hablar con tu cuñada, contarle lo que ha pasado y sería mejor que os marchaseis de aquí lo antes posible. –Sí, es lo que haremos. Mañana, cuando Matilde regrese de Aranjuez se lo contaré todo. –Vamos, pongámonos en marcha, tardaremos un buen trecho hasta llegar al centro. –La casa donde vivo está en la orilla derecha del rio Manzanares, es una casa quinta. –Igual tendremos que coger un coche, espero que podamos encontrar alguno–. La miró ceñudo, y agregó–: Pero, ¿no me dijiste ese día en la Plaza Mayor que vivías por ahí cerca?, ¿entonces me mentiste? –Si…, no quise que tú descubrieras nada más de mí. Diego meneó la cabeza y en silencio comenzaron a caminar. Unos minutos después pasó un carruaje y él le hizo sañas. El cochero les comunicó que sólo podía llevarlos hasta el Palacio Real, porque allí debía recoger a un pasajero. –De acuerdo, vamos en la misma dirección –respondió Diego ayudando a subir a Brunilda. Al llegar a las inmediaciones del Palacio Real caminaron hasta llegar al rio. –Aquella es nuestra quinta, le pertenece a Matilde –explicó Bruny señalando una antigua casona llena de troneras y rodeada de huertas. –Eres vecina del pintor, don Francisco de Goya, la quinta de él está muy cerca de aquí. –¿Te refieres a la que llaman “la quinta del sordo”? –Sí, el mismo; es muy amigo de mis tíos a los que pintó varios retratos. Hace un tiempo estuve aquí de visita con ellos– explicó Diego. Sin hablar la acompañó hasta el jardín de entrada, le tomó la mano y, con una media sonrisa, le dijo: –Adiós Brunilda; te deseo suerte, y por favor no cometas otra nueva locura, ¿me lo prometes? Por unos instantes en el rostro de Bruny se marcó un gesto de infinita angustia, luego, intentando sonreír, murmuró: –Lo prometo; gracias por todo Diego, he tenido suerte de que decidieras seguirme –mirándolo a los ojos, añadió–: Perdona los desprecios que te hice cuando nos conocimos, sólo era una manera de escudarme contra ti. Diego no quiso interpretar sus palabras, lo único que deseaba era alejarse de ella lo antes posible y poner en orden sus pensamientos. –No tienes que disculparte de nada…, aunque me alegra saber que no me odias tal como pensé; adiós Bruny, te deseo suerte en tu matrimonio. Ella se le acercó y, empinándose sobre la punta de los pies, le besó en la mejilla. –Adiós, nunca olvidaré lo que has hecho por mí. –Sería mejor que trataras de olvidar todo lo que has vivido hoy…, incluso a mí, y procura relajarte. Sin agregar nada más Diego le dio la espalda y comenzó a caminar. Antes de llegar al portalón de la finca, sintió que alguien lo cogía del brazo, se volvió bruscamente y, para su sorpresa, se encontró con Brunilda mirándolo ansiosa. –No te vayas aun…, no me dejes. No quiero estar sola... –musitó ella con voz insegura sujetándole la mano. Diego la miró conmovido. ¡Estaba tan hermosa con aquella expresión de desamparo! No obstante, evitando caer sobre el hechizo que ella le provocaba, se excuso: –Lo siento, no puedo quedarme. –Te lo pido por favor–, le rogó ella–, ven, quédate conmigo y hazme compañía; no podría estar sola en estos momentos. Sígueme a un lugar donde nadie nos podrá ver..., ni escuchar. Sin esperar respuesta Bruny, tirando de él, lo llevó hasta la galería de la silenciosa casona, parcialmente oculta por las plantas. Allí lo miró indecisa, y volviendo a ponerse de puntillas se abrazó con fuerza a su cuello. Diego no pudo hacer nada para evitarlo; Brunilda le cogió la cara y, exhalando un sollozo, juntó sus labios con los de él. A pesar de la sorpresa, y de encontrarse en aquella situación tan atípica, en una casa ajena, abrazando a una mujer que acababa de matar al asesino de su familia, Diego respondió al beso con deleite sensual, su lengua recorrió toda la boca de ella que intentaba hacer lo mismo demostrando un deseo de fundirse a ese hombre que había expuesto su integridad para salvarla. De pronto Diego, la apartó de su lado. Conteniendo sus impulsos de seguir devorándola sin pensar en nada ni en nadie. Ella se abrazó a su cintura y, con voz entrecortada, le dijo: –Por favor, no me juzgues, ni me condenes de antemano, voy a casarme con un hombre al que no amo y del que sólo siento agradecimiento; Víctor fue muy bueno con mi familia y conmigo luego de la tragedia: pero, no quiero entregarle a él mi virginidad. Tú me gustas mucho…, acabas de salvarme de una horrible situación, y eso ha provocado en mí…, deseos de estar contigo, de ser tuya, entregarme a ti y que me conviertas en mujer. No me rechaces… o romperás mi corazón. Quizás a ti…, después de haberme visto matar a un hombre y robarle, yo te repugne… Diego, la miraba alucinado. Le parecía mentira que le enigmática Brunilda, la inconquistable y siempre lejana Brunilda le estuviera pidiendo amor. Tragando saliva murmuró: –No…, no pienses eso, tú jamás podrías despertarme repugnancia, al contrario. –Gracias, me ha hecho bien oírte decir eso…; desearía que fueras tú el primer hombre que irrumpa en vida... –bajó la cabeza y añadió–: Me ha costado mucho atreverme a hacer esto. –Lo sé –dijo Diego sintiendo que iba perdiendo su voluntad de controlarse. En un gesto de contenida pasión, la rodeó con sus brazos y le dijo: –Yo también te deseo…, te deseo tanto que no sé como… hacer para detenerme y reflexionar con cordura… –se apartó unos pasos de ella y, con expresión confusa, añadió–: Pero…, no quiero aprovecharme de tu desesperación. Además, en mi vida hay una mujer que, aunque no es mi esposa…, me necesita…, y tú, en estos momentos, estás sugestionada por lo que has vivido. Bruny, con los ojos anegados de lágrimas, lo miró anhelante. –Te lo ruego, por unas horas no pensemos en nada… ni en nadie, sólo en amarnos. Te necesito –susurró apretándose más a él–, y cuando llegue la mañana te marcharás, te olvidaras de mí…, y yo, me olvidaré de ti. Por favor, no me dejes sola, ámame esta noche. En la casa no hay nadie, y los criados ya están en sus dependencias, ven conmigo, entraremos por una poterna camuflada que da a los sótanos donde hay un cuarto en desuso, allí podré ser tuya, sin que nadie lo sepa nunca…, solo tú y yo. Dentro de unos días partiré hacía Barcelona y quizás nunca volveremos a vernos–, su voz sonaba ansiosa. Diego, conteniendo el aliento se mordió el labio; estaba excitado y no hallaba la forma de escapar de esa situación sin sufrir luego remordimientos. –¿Tienes miedo? –la escuchó preguntar. El jerezano la enlazó por el talle asintiendo: –Sí, tengo miedo…, miedo de tener que justificarme cualquier barbaridad. Bruny, no quiero hacerte daño, ni hacérmelo a mí… y a tu familia a la que respeto mucho–. Confesó él enlazándola por el talle. Ella le sonrió hechicera. Se abrazó a su cintura y dijo: –No temas, no me harás ningún daño; ya ves que, soy yo la que ha salido a buscarte. Diego la besó con ansias y, tirando de su mano, le dijo: –Vamos, llévame donde quieras… contigo soy capaz de ir hasta el fin del mundo, y hacerte el amor hasta morir. Ella lo tomó de la mano y entraron a la casa. Tras bajar por una escalera llena de telarañas, siguieron por un pasillo llegando a una puerta que Bruny abrió despacio intentando evitar sus chirridos. Una vez dentro de aquella estancia, casi en penumbras, Bruny cogió un candil de cuatro mecheros y lo encendió; al instante la luz iluminó la estancia, y los ojos de Diego recorrieron el lugar. En medio de infinidad de objetos, había una cama antigua con baldaquín cubierta por un edredón de damasco azul desteñido a la que se quedó mirando. Brunilda, buscándole los ojos trató de interpretar su silencio. –Diego, si no deseas amarme…, no importa; sólo abrázame, dame tu calor y tu compañía, me siento mal y estoy muy asustada. Él le acarició la mejilla dándose cuenta de que había perdido la capacidad de raciocinio…, y ya no le importó. Su mano bajó al pecho de ella aprisionando con deleite uno de sus senos, y murmuró: –¿Qué no deseo amarte? En este momento en mi cabeza ya no hay nadie más que tú. Ahora calla y relájate, creo que en silencio tú y yo nos diremos cosas más bonitas –acabó pidiéndole susurrante.
Posted on: Sat, 31 Aug 2013 23:46:37 +0000

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