Octavio Paz de cuerpo presente Eloy Garza González Dicen que es - TopicsExpress



          

Octavio Paz de cuerpo presente Eloy Garza González Dicen que es un ogro, pero a mí Marié José Tramini, la viuda de Octavio Paz, me cayó muy bien desde que la conocí en el restaurante Santa Fe de la Ciudad de México. Marié José es artista de collage y practica la religión francesa (la nacionalidad gala es más que nada una profesión de fe). Se rió mucho cuando le recordé que en mitad de su boda hindú con Paz, en la India, una enorme sombra descendió sobre la mesa en forma de altar, para beber agua de unas vasijas: era un murciélago gigante. “Es verdad” me respondió. En cambio, cuando le narré la misma anécdota al maestro Francisco Toledo (un pintor a quien Paz no valoró lo suficiente), se le empaparon sus ojos indígenas. Las dos veces que contemplé de cerca de don Octavio lo acompañaba su mujer. La primera fue en el ITAM; la segunda en su velorio. Cuando el poeta presentó el libro El pez en el agua, de Mario Vargas Llosa, el novelista peruano justificaba su derrota electoral ante Fujimori, alegando que siempre dijo la verdad a los electores. Pedí la palabra para objetar: de haber dicho en su campaña un par de mentiras piadosas, Vargas Llosa hubiese ganado la presidencia y evitado a su pueblo el baño de sangre, corrupción y terror de la dictadura fujimorista. Paz me regañó públicamente: “Usted no puede obligar a nadie a mentir. Mario estaba en su derecho a ser sincero”. De haber sido Paz y no Vargas Llosa el candidato presidencial, aquel tampoco hubiera mentido a sus electores, aunque sí ocultado una que otra convicción en el entendido de que lo importante era ganar, lo mismo la presidencia que el premio Nobel. Pero Paz nunca fue político. ¿O sí? Mientras platicaba con Marié José recordé que en el sepelio de su marido varios guardias oficiales cargaron el ataúd. Por Bellas Artes se dispersó un olor a burócratas iletrados, a herrería de cúpula antigua, a mármol frío de techos y pisos de teatro. Olía a perfume de viuda, a tinta seca, a piedra de sol, a sauce de cristal, a chopo de agua. Olía a niebla y lágrima cristalizada. En cambio, las rosas del velorio de Paz no olían a nada. En vano esperé ese día a que descendiera el murciélago gigante. Pero sólo llegó Ernesto Zedillo a dar su pésame.
Posted on: Thu, 08 Aug 2013 07:02:53 +0000

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