¿Qué pretenden de mí? Tomo el teléfono y marco los once - TopicsExpress



          

¿Qué pretenden de mí? Tomo el teléfono y marco los once números con ansiedad. Necesito comunicarme urgente con el banco, el cable, el teléfono, da lo mismo, todo es igual. Escucho el saludo, la dirección de Internet y el ofrecimiento de algún servicio. Hay casos en que también me piden el documento, la cifra de abonado y la identificación de la última factura (tengo siempre a mano todos estos datos, más lapicera y papel para anotar indicaciones). Voy pulseando los múltiples dígitos y escuchando las distintas opciones, hasta dar con la que responde a mi interés. Es entonces, cuando una musiquita malhechora, me trae malos presentimientos, confirmados por el tono de ocupado que, infaliblemente, la sigue. Ya pasaron varios minutos… Vuelvo a intentar. Convendría que me sentara, pero cierto nerviosismo me impulsa a pasear ida y vuelta por la habitación. Prevengo a mis lectores que conviene no dudar y sentarse desde un principio. Existe un momento feliz, en los que con las frases ya aprendidas de memoria, a fuerza de oírlas una y otra vez en la voz amable y fría de una locutora (tuve la fortuna de verla en un reportaje y comprobar su inconmovible belleza), llego a la increíble meta (¡ si en esta vida todo es cuestión de paciencia!): ¡Sí, señor! ¡Me van a comunicar con un ser vivo! Casi aliviada, paladeo con beneplácito el timbre que me acerca a… pero no, “por el momento todos nuestros operadores se encuentran ocupados”. Soy consecuente y reprimiendo el deseo de retornar al cigarrillo, espero… espero… hasta estallar. Por si las moscas, corto y vuelvo a marcar (¿por veinteava vez?) las once maléficas cifras, seguidas por la indiferencia feroz de un automatismo insensible y ¿descalificador? Suelo preguntarme por qué para “mi mayor seguridad” esta charla insustancial, ¡en caso de producirse! y, en general, sin aporte utilitario, “puede ser grabada”. Pero las personas también suelen ser máquinas. Al no recibir una factura, me dirigí a la central correspondiente con la intención de abonarla. Después de esperar mi turno, un robot con pestañas postizas, me aclaró que sólo aceptaban pagos con tarjeta, pero no le funcionó ningún posnet. Mientras “Pestañas” (¡cuánto mejor hubiera sido un buen corte de pelo!) sellaba con rabia documentos y cuchicheaba con su compañera, me hablaba mirándome por el rabillo del ojo. Suele ocurrirme, a esta altura de la irrespetuosidad, no entender los murmullos de una recepcionista que actúa como la jefa suprema de custodia de Alcatraz. Sólo que yo no soy una asesina, aunque compruebo que no es tan difícil llegar a serlo. Allí pongo los puntos sobre las íes, exijo hablar con el gerente, recibo hipócritas disculpas, amenazo con una denuncia televisiva…”pero, eso sí, señora, mejor diríjase a un Pago Fácil”. Es decir, sin ser una asesina, marcho presa. Mi amigo Alberto se encontró en un cajero automático con la tarjeta de su predecesor y la llevó a la recepción del banco. Como pertenecía a otra entidad, debía (él en persona) volver a introducirla en el cajero a fin de que la máquina la absorbiera. ¿O quizás prefería llevarla hasta la entidad “sólo a tres cuadras de acá”? Intentó con el cajero, pero sin éxito, a pesar de la bondadosa colaboración de los que estaban detrás suyo en la cola. Fue cuando la abandonó sobre el mostrador y huyó como perseguido por un mal no cometido. Admiro la tecnología que me permite tener a mano amigos, información, novedades e imágenes de cualquier índole y tenor, pero abogo por un ser de carne y hueso, eficiente, cordial, receptor y capaz de resolverme al instante un trámite cualquiera. Exactamente igual al cobrador de la luz de mi niñez que saludaba a mi madre tendiéndole la mano, mientras me acariciaba, con ternura, la cabeza.
Posted on: Sun, 15 Sep 2013 15:24:36 +0000

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