SECRETOS DE LA COLINA Cápítulo 5: Una Fiesta de ensueño. El - TopicsExpress



          

SECRETOS DE LA COLINA Cápítulo 5: Una Fiesta de ensueño. El resto de la mañana, Albert y Candy lo pasaron caminando juntos, correteando y mojándose a orillas del lago con grandes risotadas. “Me gustaría que esto fuera así para siempre” pensó Candy fugazmente mientras Albert la alcanzaba y le pasaba los brazos por la cintura. Almorzaron y conversaban animadamente cuando George entró al comedor. Albert lo saludó, contento de verlo « ¡George! Me alegra que hayas venido! -Sir William –le estrechó la mano– Señorita Candy –le besó la mano. -Ya terminamos de comer. ¿Quieres que llame para que te sirvan? -No se preocupe por mí, Sir William. » Albert miró a George detenidamente. En un punto de su adolescencia, George había dejado de llamarlo Albert, reemplazándolo por un respetuoso “Sir William”. Albert sospechaba que era para que se fuera acostumbrando a su posición social, pero cuando George usaba ese apelativo, Albert se sentía alejado por un muro invisible de ese hombre que había sido lo más cercano a un padre para él, el más atento de los hermanos mayores y el mejor de sus amigos. George pensaba en el brillo en los ojos de Albert cuando había entrado a la sala. No dudaba ni un momento que era Candy la que lo tenía tan contento. Lo conocía como la palma de su mano y pensó: “No lo he visto tan alegre desde…” Pero no terminó el pensamiento y una sonrisita acudió a sus labios al notar la miradita que Albert intercambiaba con Candy. Albert pareció recordar algo repentinamente y exclamó: « ¡George! ¿Averiguaste lo que te pedí aquella vez? -Sí. Está en este fólder –respondió George mostrando la carpeta que traía en la mano. - Muy bien, vamos a mi oficina. Candy –dijo tomándole las manos entre las suyas– Candy, por favor espérame. No voy a demorarme. » Candy asintió y Albert y George salieron de la habitación y la sonrisita de George era cada vez más grande. Una vez en la oficina, Albert se tiró en su silla con desenfado y subió los pies sobre el escritorio. « Ah, George –suspiró Albert– Qué aburrido es todo esto. A veces extraño un poco mis andanzas de antes… » La mirada de Albert se perdió en el vacío por un momento pero sus reflexiones se vieron interrumpidas por un golpeteo en la gran puerta de vidrio que daba al balconcito de la habitación. El joven se levantó inmediatamente y la abrió para recibir un animalito negro que se acurrucó entre sus brazos. « Poupé… » murmuró Albert acariciando a su mascota. George, que miraba enternecido, se acercó y comentó, tuteándolo como en los viejos tiempos: « Así que aquí es que tienes escondida a Poupé… ¿No te da miedo que un día entre sin avisar cuando estás reunido con alguien? - Para nada… Que entre… ¿Qué me pueden decir? Que digan lo que quieran… » Poupé había sido la inseparable compañera de Albert por 12 años, desde la época en que lo habían mandado al Colegio San Pablo. Se la había llevado a escondidas de todos en el barco y lo tuvo en su cuarto hasta que un día la Madre Superiora la encontró debajo de la cama. Se la quitaron y amenazaron con ahogarla. Albert, que hasta entonces había sido un alumno indisciplinado, pero que aceptaba los castigos con un mutismo y una frialdad que desconcertaban a las monjas, entró en cólera y armó tal arrebato que fue necesario llamar a George porque nadie sabía cómo calmar a Albert. George tuvo que usar de toda su diplomacia para que le devolvieran a Albert a su querida Poupé. Pero las monjas no aceptaron que la mantuviera en su cuarto, así que desde ese día Poupé vivió en un árbol del jardín del Colegio y Albert nunca dejaba de irla a visitar en los recreos… y a veces hasta durante las horas de clase… George sabía que era un poco responsable de la aversión de Albert por los negocios e inversamente, de su amor a la naturaleza. Los primeros años que Albert había pasado con Rosemary habían sido determinantes para el pequeño. Si bien George trató de hacerlo cambiar cuando lo tuvo a su cargo, pronto se había dado cuenta de la compleja y rica personalidad del hombrecito y de ahí en adelante, se había dedicado a cumplirle la mayoría de sus gustos (sus “excentricidades” como decía la Señora Elroy), alimentando el interés del niño con innumerables libros de Ciencias Naturales. Pero ahora Albert era muy desdichado y aunque George sabía que no había sido un error educarlo como lo hizo, comprendía que no era muy justo que Albert estuviera obligado a aceptar un cargo que rechazó desde el primer momento que George se lo mencionó. Albert se volteó resignadamente y se volvió a sentar en la silla, con Poupé en el hombro. George se sentó en frente de él y abrió la carpeta. « ¿Qué noticias me tienes, George? -No muy buenas… o no sé cómo las quieras tomar tú. De acuerdo con los notarios, la adopción es inválida. Según la Ley, debías ser quince años mayor que ella al momento de adoptarla. Y según entiendo, apenas le llevas seis. - Sí… seis años –repitió Albert pensativamente. -También está el hecho que todos desconocían que eras menor de edad en esa época. - ¿Qué hay de la tutela? - La tutela es aún más complicado. No pueden ser tutores los que ya se encuentran bajo tutela. ¿Qué edad tenías en ese entonces? ¿19, 20? Legalmente, yo todavía era tutor tuyo. - ¿Entonces, qué? ¿Todos los documentos son inválidos? ¿Candy no es reconocida por esta familia? - Lo que le molesta al notario es que los documentos estén firmados por alguien… que no era lo que pensaban. Sin embargo, sería difícil invalidarlos, porque eras el jefe de familia de todas formas. Pero me planteó una solución: como yo era tutor tuyo en esa época, al querer ser tú el tutor de Candy, yo me convertiría en el tutor de ella. Entonces no habría mayor problema para que fuera reconocida por la familia. - ¡George! ¿Harías eso por mí? » George asintió lentamente y Albert suspiró, aliviado. Todo cuadraba, poco a poco los velos se despejaban… Ese asunto era el último impedimento que quedaba entre Candy y él. Sólo quedaba esperar… “Ojalá… ojalá ella…” Pero Albert volvió a fijar los ojos en George y preguntó abruptamente: « ¿Por qué me estás tuteando ahora? » George se sobresaltó y no supo qué responder. Albert frunció el ceño y continuó: « Hace unos minutos sólo estaban Candy y Pierre, que no desconoce lo que has sido para mí. Me siento el peor de los ingratos al dejar que me hables así. - William… Albert. No olvides tu puesto en la sociedad… y no olvides el mío –explicó George suavemente– Nadie entendería… - ¡Es absurdo! Mi padre te quería como un hijo, por eso te nombró mi tutor y por eso te dio la mejor educación. -¡Albert! ¿Cómo sabes tú eso? ¿Has estado leyendo los papeles?» Albert se sonrojó un poco, pero volvió a retomar su aplomo al responder brevemente: « Sí. También son míos. -¿Entonces sabes lo de Sarah Leagan? -Sí. - Supongo que por eso no la invitaste. ¿Y qué vas a hacer? -No lo sé aún. No quiero pensar en ella… no hoy. No ahora que Candy está conmigo. Mañana es mi fiesta y quiero pasarla con ella. Sin preocuparme por nadie. » Albert miró a George, pues prácticamente estaba confesando parte de sus sentimientos por Candy. George no reaccionó y aparte de la sonrisita que había vuelto a aparecer en sus labios, parecía como si estuviera oyendo lo más natural del mundo. Albert sonrió y se despidió de él, ya impaciente de ir a ver a Candy. *** Albert y Candy pasaron todo el resto del viernes poniéndose al día con todos los cuentos del mes en que no se habían visto. Verdaderamente eran los mejores amigos el mundo y podían pasarse horas hablando sin aburrirse. En los momentos de silencio, Albert se dedicaba a mirar a Candy una y mil veces, confirmando cada vez esa intuición que había tenido de niño de que era la Niña más bonita del mundo. Lo que había sentido en ese entonces, sumado a lo que había empezado a brotar tímidamente en su corazón cuando estaba amnésico, ahora se había convertido en un sentimiento gigante, misterioso, complejo y que ya difícilmente podía seguir conteniendo. Pero sólo por ella lo hacía, porque sabía cuánto había sufrido y lo frágil que era su corazoncito. No quería asustarla ni presionarla… Pero esas bellas resoluciones se dispersaban cada vez que ella lo miraba a los ojos; Albert creía que se moriría sin llegar a hacer nada. Su más gran deseo era que poco a poco ella viniera a él y pudieran empezar una vida juntos. “Candy… sé que, si tu me lo permites… yo puedo hacerte feliz como nadie lo ha hecho antes…” pensó mientras le daba el beso de las buenas noches sobre los rizos dorados. *** El sábado pasó a una velocidad increíble. Después de desayunar con Candy, Albert se fue a medir otra vez el traje y a coordinar más detalles de la fiesta, lo que le llevó buena parte de la mañana. Terriblemente aburrida sin Albert, Candy daba vueltas en la mansión sin saber qué hacer para pasar el tiempo. Decidió ir a la biblioteca porque nunca la había explorado a fondo. Pero al abrir la puerta, una voz seca y austera preguntó: « ¿William? » La señora Elroy se levantó de su silla y su cara reflejó su decepción al ver que sólo era Candy. La señora luchó con esa aversión que le tenía y que sintió apenas la reconoció y se sentó de nuevo. La verdad es que en los días que habían pasado desde el anuncio intempestivo de William Albert a la sociedad, había tenido mucho tiempo de pensar, en la villa de Chicago donde había preferido retirarse para reponerse de lo sucedido aquella vez. No le había sido fácil reconocerlo, pero lo quisiera o no, la muchachita esa había ayudado invaluablemente a toda la familia Andrey. Donde George y ella habían fallado en encontrar a Albert, Candy no sólo lo había hallado, sino que había logrado que recuperara la memoria « Candice. –pronunció en un tono neutral a manera de saludo. -¿Cómo está, señora Elroy? Permítame buscar a Albert. -No es necesario, ya está en camino. -Oh. Está bien, entonces. Discúlpeme si la molesté.» Candy sonrió tímidamente y se disponía a salir, pero la señora la interrogó sorpresivamente: « ¿Has estado viviendo aquí todo este tiempo? -Yo… eeh, no, señora Elroy. He estado… trabajando. -¿De enfermera, supongo? - Sí…» A la señora le costó trabajo tomar una expresión neutral al oír eso. Definitivamente Candy no se oponía a todos los esquemas de una dama que ella tenía establecidos. Pero de no haber sido enfermera, William estaría aún perdido, amnésico… muerto, quizá. Tal vez, sólo tal vez, era una buena cosa que ella fuera enfermera. Candy dijo: « Yo sé que usted desaprueba que yo sea enfermera, pero le aseguro que eso me hace inmensamente feliz; el ayudar a los demás es verdaderamente mi vocación… -Basta, Candice, no sigas. –interrumpió la señora Elroy– Esta familia le debe todo a esa vocación tuya. Tengo una deuda muy grande contigo. Aún me es difícil comprender tus decisiones, pero me doy cuenta que en todos estos años nunca lo he intentado siquiera. No pretendo que seamos amigas. Pero creo que a William le agradaría si por lo menos te tolerara. » La señora Elroy quitó la mirada, pues esas palabras le habían costado un trabajo enorme. Candy se acercó a ella y dijo con mucha sencillez: « Muchas gracias, señora Elroy. No se hable más de ello. Albert se pondrá muy contento de esto. » En ese preciso momento, Albert entró en la habitación y se sorprendió de ver a Candy ahí. Le sonrió y le informó que Patty acababa de llegar y que la esperaba. Candy fue a ver a su amiga, contenta. Albert fue a darle un beso respetuoso a su tía y después de informarse sobre su estado de salud y de recibir las felicitaciones de cumpleaños, se pusieron a hablar de algunos negocios y de relaciones con las familias de alta sociedad de Chicago. De pronto la señora soltó: « Aún no me has dicho con quien irás de pareja esta noche. ¿Hasta cuándo vas a mantener el secreto? - Iré con Candy, tía. –respondió Albert con firmeza. - ¡Pero William! ¿Te has vuelto loco? ¡Tú no puedes ir con ella! - Iré, tía. –replicó Albert calmadamente– Ya no tengo trece años; ya no puedes decidir por mí quién irá conmigo al baile del Festival de Mayo. - Ya no tienes trece años, es cierto, pero a veces parecería que disfrutas llevarme la contraria con tus decisiones extravagantes. ¿Has pensado siquiera que a los ojos de la sociedad, ella es tu hija adoptiva? - Ya me encargué de eso, tía. Los papeles de adopción son inválidos. Y no es pupila mía, sino de George, porque yo era menor de edad cuando se tomó la decisión. Además, dudo que alguien sea tan ridículo como para considerarme padre de ella; sólo nos llevamos seis años. - ¡Tantas jóvenes de la alta sociedad que están disponibles! Debes pensar en tu futuro, en el futuro de la fortuna de la familia, no cometas ninguna tontería con Candy, mejor búscate una joven de buena familia. - ¡Basta! ¡Eso es inconcebible! –estalló Albert– ¡Jamás frecuentaría esas jóvenes vacías y prefabricadas que propones! ¡¿Qué es lo que realmente te interesa?! ¿Mi felicidad o el futuro de la fortuna? ¡¿Soy un fajo de billetes, es eso lo que soy para todos?! » Albert caminó hacia una ventana para calmar su enojo. La señora Elroy no respondió nada, porque había aprendido a callar cuando Albert hablaba en ese tono tajante. Y ese tono usualmente significaba que la decisión estaba tomada y bien tomada, que nada le haría cambiar de opinión y que era inútil decir cualquier cosa. Quería mucho a su sobrino, pero siempre la desconcertaba su forma de ser. Albert se acercó a su tía, más sereno. Tomó las manos de la señora entre las suyas y preguntó dulcemente: « Por favor, tía… ¿No podemos llevarnos bien, solo por esta vez? » Era difícil para una mujer resistirle a Albert cuando miraba de esa manera y la señora Elroy no era la excepción. Suspiró y miró a su sobrino que siempre se salía con la suya y no hacía nada más que su santa voluntad. « Dios sabe que yo siempre he querido llevarme bien contigo, William. Pero siempre fuiste un muchachito imposible de comprender… Sólo te pido que pienses bien en lo que estás haciendo. - Oh, ya está muy bien pensado… » *** Toda la alta sociedad de Chicago se había reunido en la mansión Andrey. En las mesas se podían degustar exquisitos manjares y un cuarteto ambientaba el salón con música. En cada esquina de la sala habían señores muy elegantes vestidos de frac, respetables señoras mayores y jovencitas que conversaban con afectación. Por supuesto, entre las jovencitas el tema de la noche era William Albert Andrey, el soltero más guapo y más codiciado de Chicago: - Yo estaba ahí el día del supuesto compromiso de Neil Leagan y lo alcancé a ver–decía una con cierto orgullo a sus dos amigas–Vieran lo apuesto que es; es increíblemente guapo, casi un sueño. - ¿De veras? ¡Qué suerte, Marysse! - ¡Sii, qué envidia! Pero cuéntanos lo que pasó aquella vez. - Pues parece que querían casar a su hija adoptiva Candice con Neil sin su consentimiento y él entró a anunciar que el compromiso no se daría, ¿puedes creer? - ¿Pero esa Candice de dónde salió? Dicen que es muy bonita. - Oh, sí, Neil perdió la cabeza por ella. - Pues yo he oído que es una enfermera y que trabajó de sirvienta donde los Leagan. - ¿Cómo va a ser? ¡Qué increíble! - ¿Saben lo que yo he oído? Que ella y William tienen un romance desde hace tiempo. - Oh, sí, yo también he escuchado eso, ese día Neil mencionó que vivieron juntos por un tiempo. Y William no lo desmintió. - ¡Pero qué escándalo! - Bah, han de ser habladurías. William no se fijaría en una chica como ella. Se fijará en chicas de buena familia como nosotras, ¿verdad chicas? - A propósito ¿quién será su pareja? - Alguna tonta afortunada. Nadie sabe quién será. - La mujer del mayordomo de mi padre dice que escuchó que él le mandó a hacer un vestido especialmente para la ocasión. - ¿En serio? ¡Qué suerte tiene esa tipa! Pero apenas se descuide, William estará libre para nosotras. - Claro, no puedo esperar a que lo anuncien, ya verán como bailará conmigo. - No te hagas muchas ilusiones, Marysse, tendrás que compartirlo con todas nosotras. » Conversaciones similares se daban en todos los grupos y todas se peleaban a William Andrey de antemano. De pronto los músicos finalizaron la pieza: todos en el salón hicieron silencio y se podía sentir una agitación impaciente entre los presentes. El maestro de ceremonia anunció con voz fuerte a Sir William Albert Andrey. Un “Aaah” general recorrió la sala cuando Albert apareció en lo alto de las escaleras. Con la cabeza en alto y un garbo que le era natural, se avanzó hasta el borde y contempló a los presentes. Parecía una escultura griega observando pensativamente la asamblea de los mortales. El tartán de la familia acentuaba el rubio de sus cabellos y los rasgos harmoniosos y viriles de su rostro. El kilt que le cubría hasta las rodillas despertó sentimientos atrevidos hasta en las más respetables señoras. Indiferente a las reacciones que provocaba su aparición, Albert se volteó para sonreírle a alguien que los presentes no podían ver y extendió una mano en esa dirección. Tímidamente, Candy salió del pasillo donde estaba, tomó la mano de Albert y él le ofreció el brazo. La joven caminó con una majestuosidad que nunca antes había tenido; parecía que el aire solemne de la situación la hacía actuar como toda una dama experta. Mientras descendían la escalera, se escuchó esta vez un “Oooh”, porque Albert y Candy no se veían para nada como pupila y tutor, ni mucho menos como padre e hija, sino como marido y mujer. El vestido de Candy, finamente bordado en el mismo tartán que el que llevaba él, acentuaba más esa impresión de pareja que tenían los presentes. En determinado momento, Albert miró a Candy con tanta solicitud que todas las jóvenes comprendieron que la partida estaba perdida de antemano, y que esa noche, William Albert Andrey sólo tendría ojos para Candice. Al pasar juntos delante del cuarteto, uno de los músicos le preguntó: « ¿Alguna pieza en especial, Sir William? » Albert pensó por un momento en el vals apropiado para abrir esa noche y respondió: « Mmm, sí. El vals de la Bella Durmiente de Tchaikovski. » Mientras los músicos alistaban las partituras y sus instrumentos, Albert guió a Candy hasta la mitad del salón de baile. Al comenzar los primeros acordes, Candy y él se inclinaron para hacerse la reverencia y empezaron a bailar. Vals tras vals… pieza tras pieza… Albert y Candy no se habían soltado en toda la noche, dando vueltas sin cesar en la pista de baile. Ninguna de las parejas presentes bailaba con tan perfecta gracia y sincronía. En los brazos de Albert, Candy creía vivir un sueño. Desde tan pequeña había deseado bailar con él, con su Príncipe… y ahora él estaba junto a ella y los bailes parecían no tener fin. Él la miraba de un modo especial, también inmensamente feliz poder compartir esa noche mágica junto a ella. Porque eso sentían los dos, que la noche era mágica, que sólo era para ellos y que no existía más nadie… Cuando la música terminó por fin, ambos se quedaron parados en medio de la sala, asombrados de lo mucho que habían bailado y de lo cansados que se sentían de repente. Entonces Candy decidió que necesitaba tomar aire y que saldría a la terraza. Albert prometió ir a acompañarla, pero antes iría a buscar un par de copas de champaña para quitarse la sed. Pero a Albert le fue difícil esquivar las presentaciones ya que cada tres pasos se encontraba con alguna alta personalidad de Chicago que quería conocerlo –o peor, presentarle a su hija. Entonces, por cortesía, él estaba obligado a hablar con esas personas, simular estar agradablemente sorprendido ante las jóvenes… y Candy que lo esperaba en la terraza. “¿Qué no ven que solo quiero estar con ella?” pensó mientras salía con las copas en la mano, al tiempo que se felicitaba de haberse zafado de una vieja intrigante que lo quería forzar a bailar con su hija. Pero ahí estaba Candy, esperándolo. La sonrisa que le dedicó hizo que Albert sintiera que todo había valido la pena. Puso las copas sobre la baranda y se volteó para verla. Ella lo sorprendió con un abrazo espontáneo y él la recibió. Se quedaron un momento sin decir nada. Candy sólo pensaba en lo guapo que se veía él con el kilt. El niño lindo de la Colina ahora era un hombre… el verlo así vestido le hacía perder la calma, la razón. Sólo sabía que quería estar junto a él y que nadie más estuviera con él. Perfume… la colonia de Albert olía deliciosamente y ella sentía que sus brazos era el mejor lugar en el que podía estar… « Albert… –dijo alzando la mirada y se dio cuenta de lo cerca que estaba su rostro. - Dime, Candy –murmuró él, también consciente de la cercanía. - Hoy es tu cumpleaños… Y como es una noche tan especial, todos tus deseos serán cumplidos. - ¿Adónde quieres llegar, Candy…? –Albert no podía despegar sus ojos de los de Candy… sólo milímetros y… - Me quedaré en Chicago contigo. - ¡Candy! ¿En serio? –ella asintió– Pero el Hogar… - Shh. No protestes: es sólo porque hoy es tu cumpleaños… –dijo ella acercándose peligrosamente a Albert. -Ohh… –murmuró él, incapaz de resistir un momento más la tentación de esos labios rosados que… –¿Sí? –continuó con voz sensual– Es que esta noche, yo quiero pedir otra cosa… - ¿Qué quieres pedir, Albert? » La voz de Candy no era más que un susurro imperceptible. Lentamente, Albert tomó la barbilla de Candy entre sus dedos y juntó las narices. Se quedó un momento sin hacer ningún movimiento, sólo para asegurarse que Candy entendía adonde quería llegar. Ella no se movió tampoco y su respiración entrecortada hacía cosquillas sobre los labios de Albert. Él cerró los ojos para capturar ese momento sublime en que finalmente la besaría… Candy lo vio cerrar los ojos y fijó los suyos en la boca de Albert, que temblaba a la espera… Candy cerró los ojos también e impaciente, avanzó la cabeza para besarlo… En ese PRECISO momento!!!! La puerta de la terraza se abrió bruscamente, dejando pasar a Archie que sostenía a Annie por el brazo. Annie no notó nada, pero a Archie no se le escapó la posición comprometedora en que estaban Candy y Albert ni el salto que pegaron cuando los vieron entrar. Observó que las mejillas de Candy estaban sonrojadas y que Albert se alejaba de ella nerviosamente. Archie frunció el ceño. Sus sospechas eran ciertas: al verlos bailar esa noche había sentido que por fin había sucedido algo que Annie y él venían comentando desde hacía ya cierto tiempo… la amistad especial de Candy y Albert era algo más que amistad… Pero todo esto pasó por la mente de Archie en fracción de segundos y recordó de golpe que Annie no se sentía bien y se sonrojó él también al farfullar: « Eeh… Perdón, no quisimos interrumpir… no sabía… es que Annie se siente mal… » Vio como la cara de Candy cambiaba inmediatamente, ahora reflejando preocupación. Ahora convertida en enfermera, se acercó a su amiga para ocuparse de ella. Mientras la hacía sentarse en un banco y le hacía preguntas, Archie observó que Albert tomó una de las copas de champaña que estaban en la baranda y se la bebió de un solo golpe “¿Para calmarse los nervios?” se preguntó Archie, terriblemente curioso de saber lo que habían interrumpido. También en ese momento, Patty salió a la terraza, también preocupada por Annie y Albert dejó escapar una risita que sólo Archie escuchó. Definitivamente la terraza era un lugar aún más público que el mismo salón. Albert tuvo ganas de beberse la otra copa, más porque le molestaba verla ahí olvidada que porque realmente le gustara la champaña. Optó por dejarla ahí. Al acercarse a las muchachas, se encontró con la mirada interrogativa de su sobrino. Ignorándolo, preguntó, genuinamente preocupado ahora que veía la cara de Annie: « ¿Qué pasó? -Creo que Annie se mareó por el champagne –respondió Patty -¡Archie! –regañó Candy– ¿Qué le has estado dando? -No me di cuenta que se sentiría mal… Annie, te llevaré a tu casa, ¿sí? -Anda, Annie, estarás bien –aseguró Albert ayudándole a pararse– Generalmente pasa las primeras veces. - Sí, la próxima vez estarás mejor. » Archie salió con Annie y Patty se ofreció a acompañarlos hasta la puerta. Candy iba a seguirlos, pero inesperadamente, Albert la detuvo por el brazo. Quería saber… si ella se alegraba de la interrupción o si, como él, se preguntaba cómo habría sido besarse. No dijo nada; sólo la miró. Candy no se sonrojó ni trató de zafarse. Primero lo miró con un dejo de tristeza en los ojos y Albert creyó morirse. Pero luego le sonrió coquetamente y le guiñó el ojo con complicidad. Entonces Albert sonrió también y le besó la mano: «¡Regresemos a la fiesta, Candy! » Candy vaciló un poco, pero no dudó más: Annie se repondría y Archie la cuidaría. Mientras tanto, ella y Albert podían pasarla bien juntos en la fiesta. Después de todo, era la fiesta de cumpleaños de Albert. Mientras le tomaba el brazo y volvían a la sala, ella se sorprendió de lo calmada que estaba. No se sentía asustada ni nada… era como si lo que estuvo a punto de suceder, era algo que siempre había debido pasar… “Creo que me gustaría intentarlo otra vez…” se dijo con picardía. Aunque no hubo otra ocasión de escabullirse de la fiesta, el resto de la noche fue entretenida para los dos, porque juntos podían hacerle frente a los invitados sin que ninguno se atreviera a hacer insinuaciones extrañas. El brindis… más vals… el encanto de la noche no parecía acabarse nunca. Pero lo que Candy atesoraría en un lugar muy especial en los recuerdos de la noche, era el salto que había dado su corazón al sentir la proximidad de los labios de Albert junto a los de ella.
Posted on: Tue, 02 Jul 2013 23:23:01 +0000

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