“Silencio, palabra y testimonio” (heideggeriana) por - TopicsExpress



          

“Silencio, palabra y testimonio” (heideggeriana) por Guillermo Samperio En un principio, sobre todo el planeta Tierra fue el silencio. Antes de que los hombres aparecieran, las cosas del mundo se expresaban así, en silencio. La amapola no podía decir soy roja y bella, pero lo hacía con su silencio. Incluso hoy en día las cosas se siguen expresando en silencio; una mesa no dice soy de madera y rectangular, sino que manifiesta su ser de manera silenciosa. En un principio, aunque el río lanzara su murmullo, aunque el tigre rugiera en la inmensa soledad, aunque el mar retumbara y el trote de las cebras se escuchara en la pradera, el mundo seguía siendo en silencio, pues ninguno de ellos podía decir murmullo, rugido, retumbo, o trotar. Es más, los ruidos que generaban profundizaban aún más el silencio. Inclusive en la actualidad, en la comunicación entre los seres humanos, a la palabra se le da un valor de verdad del treinta o treinta y cinco por ciento; el demás porcentaje lo obtiene la gestualidad que acompaña a la palabra y la entonación que la persona le otorga a su dicho, es decir lo que expresa con su silencio. Un día ya muy distante, apareció el hombre y se preparó para romper el silencio. Pero para poderlo quebrar, primero necesitó escuchar los silencios de las cosas, o sea qué decían las cosas a través de su silencio Al oírlas, a través de un largo proceso, al fin pudo decir amapola, tigre, cebra o río. En ese entonces, el hombre no distinguía aún entre el afuera y el adentro de su ser; veía el mundo como una continuidad de su existencia. Debido a esto, tendió a antropomorfizar las cosas y, por lo tanto, sus palabras. El hombre comparó su cuerpo con su medio ambiente, dio otros nombres a las cosas y dijo pie de la cuesta, brazo de río, ojos de la noche, corazón de la selva. Según la construcción de la frase, podemos presumir la antigüedad de las palabras y sus combinaciones. Si un día dijo falda de la montaña, implicaba que el hombre ya vestía; si decía alma de bronce, era porque había descubierto el mineral, ya llevaba una vida espiritual y se suponía habitado por un alma. Desde luego que las fórmulas verbales más antiguas son las que están ligadas al cuerpo del hombre, como brazo de río. A estas alturas, podríamos afirmar que el hombre fue elegido para nombrar las cosas del mundo. No es que hubiera decidido tener la palabra, sino que le fue dada de por sí, un don que recibió en su comarca hace miles de años. Mientras su vida fue primitiva, sólo tomaba de su entorno lo que necesitaba para su manutención y sobrevivencia, ya que era una especie más entre otras muchas. A ese ámbito donde el autonombrado homo sapiens convivía con las demás cosas se le puede denominar comarca. La vida de las cosas en la comarca tenía un doble movimiento: para que la comarca fuera comarca las cosas iban constantemente hacia esa comarca; pero para que las cosas pudieran ser, la comarca, a su vez, estaba yendo hacia las cosas, abrazándolas, conteniéndolas. De esta forma, las cosas y la comarca se correspondían las unas a la otra y viceversa. Imaginemos que el tigre pudiera abandonar su comarca y llegara al desierto; en este caso, el tigre no podría estar yendo hacia la comarca llamada desierto, pues en su estar yendo hacia el desierto pronto moriría. Lo mismo le sucedería a la serpiente del desierto si pudiera internarse en la selva; tendría la imposibilidad de estar yendo hacia la comarca llamada selva, pues las condiciones ambientales de esa comarca acabarían con ella. Si esto es cierto, las cosas no podrían trascender la comarca ni ésta a las cosas; estarían coexistiendo en un mismo plano. Esta imposibilidad de trascendencia valía lo mismo para el autonombrado homo sapiens; por más esfuerzos que haga no puede trascender su comarca, puesto que implicaría su desaparición o la destrucción de la misma. Por ello, la idea de trascendencia responde más bien a una concepción moderna y pragmática de la relación entre el hombre y su ámbito. Más adelante, volveremos a este tema. Por otro lado, al ser elegido para detentar la palabra, la función primera del hombre fue escuchar las cosas y nombrarlas. En un principio, ése era su papel sobre la Tierra. Esto supuso un convenio implícito entre el mundo y el ser humano: ni el tigre ni la cebra ni la amapola fueron los elegidos, sino el hombre con el fin de nombrarlo. Alguien, en medio del vasto silencio de la comarca llamada planeta, debía asumir la obligación de dar nombres. Vale decir que esta capacidad de denominar no le otorgaba el derecho de apropiarse de las cosas que iba nombrando, no fue elegido para ello. Esto no implicaba, como sucedía con las demás especies, que el homo sapiens se abandonara a los peligros que lo acechaban; tuvo que aprender a preservar su vida como especie. Al ir nombrando las cosas del mundo, el hombre logró tener una ubicación terrestre, horizontal, es decir fue pudiendo dominar el horizonte por el que andaba; pero en este nombrar las cosas de la superficie, el hombre siguió errante sobre esa misma horizontalidad. En este proceso de crear palabras, el hombre fue interiorizando el mundo y se fue dando cuenta de que llevaba una vida interior; con esto descubrió que podía desplegar esa vida interior y hacerse preguntas sobre los fundamentos del mundo y de sí mismo. Entonces, ante el azoro que le causaban los fenómenos de la naturaleza, por ejemplo, supuso la existencia de entidades superiores a él y comenzó a hablar con los dioses, a pedirles, a temerles y a reclamarles. En este momento en que ya habló con los dioses y miró hacia el cielo, pudo empezar a ser hombre en diálogo, característica que ha mantenido hasta nuestros días. Al entablar coloquio con los dioses, logró conquistar el cielo y, por lo tanto, pudo dominar la verticalidad de su existencia. Así ya no fue sólo hombre que se desplazaba sobre la horizontal, sino que tuvo relación profunda con la vertical; en el cruce de ambos impulsos, el horizontal con el vertical, dejó de estar errante y tuvo al fin una ubicación en la Tierra y, desde luego, en el cosmos. Supo que en el cruce de ambas líneas se encontraba él, el hombre. Con la capacidad de nombrar las cosas del mundo, con una vida interiorizada y con una ubicación en el universo, el hombre se vio a sí mismo, uno frente al otro, en un lugar específico de la Tierra. En este momento crucial, adquiere otro convenio: testimoniar la vida del hombre y la del mundo. Podemos decir entonces que su función en la Tierra evolucionó hacia ser hombre de testimonio. Debido a ello, en los rituales cosmogónicos, los hombres relatan sus orígenes hasta llegar al instante en que están testimoniando su vida religiosa, humana y natural. Este convenio tampoco le otorgaba al hombre el derecho de apropiarse de las cosas de su testimonio, aunque preservaba su derecho de conservación como especie. Incluso los minerólogos le pedían permiso a la Tierra para extraer la cantidad de minerales que necesitaban; perforarla era para ellos doloroso, porque concebían a la Tierra como una entidad con vida. Este testimoniar se desplegó, por un lado, en la memoria oral que era trasmitida de generación en generación; por otro, desarrolló sistemas de escritura y de representación, con lo cual el testimonio se convirtió en testimonio escrito y representado. Al nombrar las cosas, que ahora eran también las cosas del espíritu, y llevar sus denominaciones a la escritura, su lenguaje fue evolucionando hasta llegar a combinaciones de palabras y frases cada vez más complejas. A las cúspides de este desarrollo se las conoce como edades de oro, como la cultura de los griegos y, siglos después, la edad de oro de la lengua española, donde los testimonios literarios se convirtieron en mensajes muy complejos que necesitaban una inteligencia y una cultura especializadas para poder entablar el diálogo. Pero estas edades de oro de la lengua han tendido a declinar a favor de la comunicación comunitaria. El poeta alemán Friedrich Hölderlin se concebía como un elegido de los dioses que recibía los rayos divinos que lo iluminaban para escribir su poesía; se pensaba, pues, como intermediario entre lo divino y la comunidad. Entonces escribía sus poemas y, una vez que se volvían del dominio público, pasaban a ser propiedad comunitaria. Una vez que su poesía pertenecía a la comunidad, su estilo literario se convirtió en lugar común de los hombres de letras. Cuando sucede esto, vienen nuevas generaciones de poetas, de intermediarios ente la divinidad y lo comunitario, para que sus letras vuelvan a ser lugares comunes de la siguiente generación de escritores. La necesidad de llegar a las edades de oro se constituía ya como un reto capaz de llevar a su máxima posibilidad de expresión el testimonio literario. Era una necesidad inmanente en el proceso, cada vez más complejo, de nombrar las cosas del mundo. Estas edades de oro son connaturales a toda cultura; es decir que cada comunidad cultural va a llegar a sus propias cúspides. En Latinoamérica, con el modernismo, en especial con Rubén Darío, la lengua de este continente logró su modesta edad de oro, la cual se desplegaría hasta otorgar escritores como César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Ocavio Paz, en poesía, y Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, en prosa. Estos escritores y muchos más influyeron en escritores de otros continentes, como el europeo, que son los que ahora nos llegan a través de diversas agencias literarias internacionales y sus correspondientes editoriales. Aquí volvemos al tema de la trascendencia. Dejando de concebir el mundo como una entidad sagrada, una vez que el hombre pudo dominar el movimiento horizontal y el vertical, que problematizó su vida interior y logró interpretar a fondo el silencio de las cosas, dejó de pensar las cosas del mundo como cosas y las llamó objetos; al mismo tiempo, dejó de concebirse como hombre y se pensó como sujeto. En este sentido, las cosas fueron objeto de los sujetos, lo cual implicó una manipulación de las cosas por parte del sujeto. En este punto, el hombre se erige como un dios y entra en competencia con la deidad, ya que se siente con el derecho de apropiarse de los objetos y descomponerlos hasta en sus mínimas partes. A este proceso el hombre lo llamó trascendencia; es decir, según él, al fin había logrado trascender el horizonte de las cosas y ahora podía manipularlas. Sin embargo no cayó en la cuenta de que, para trascender el objeto, tenía que sujetarse a las leyes que regían al objeto y, de alguna manera, el sujeto se convirtió en esclavo del objeto, so pena de caer en subjetivismo. En este sentido, en rigor no había trascendencia alguna, sino sujeción a las cosas del mundo. Creyendo que las trascendía, el llamado sujeto comenzó a manipular el mundo, lo que de manera más sencilla se llama apropiación del mundo y, por extensión, del universo. Entonces dejó de estar yendo hacia la comarca, con el ensueño de que la estaba trascendiendo; en este contexto, como decíamos más arriba, la comarca empezó a destruirse y, al irse destruyendo ésta, también se fue destruyendo el hombre. Es lo que sucede hoy en día con la manipulación genética, con la intervención de ríos, bosques y montañas. Actualmente a la comarca se la denomina sistema ecológico o ecosistema y, por no hablar de mayores problemas, basta mencionar que estas intervenciones en los ecosistemas han generado el sobrecalentamiento de la Tierra y han perturbado los ciclos climáticos en todas partes del planeta. En esta doble derrota, el hombre le dio mayor poder al pensamiento calculador y subordinó al reflexivo; de tal suerte que el hecho de filosofar hoy se encuentra expulsado de la sociedad, ocupando la supremacía el pensamiento técnico y científico, típicos ejemplos del pensar calculador. Esto implica que el hombre traicionó sus dos convenios primigenios, el de nombrar las cosas y el de testimoniar, y se apropió de la Tierra; actualmente ya se están vendiendo incluso terrenos en la Luna. El hombre falsea sus testimonios, enturbia los ríos, ha eliminado varias especies de felinos (entre otros animales) y diversos minerales, a la amapola sólo se la mira convertida en polvo blanco. Al traicionar los dos convenios, inevitablemente se ha traicionado a sí mismo. Dejó de tomar del mundo lo que necesitaba y generó necesidades artificiales. Por como van las cosas en este ruidoso mundo, en el futuro sólo se vislumbra la depredación del hombre sobre el hombre. Se avecina, durante este siglo, una inmensa etapa de tristeza. La solución hacia esta problemática es casi obvia: sólo restableciendo ambos convenios la vida volverá a ser vida, pero vida comunitaria. Igualmente es pertinente que el hombre regrese sólo a estar yendo hacia la comarca y ésta hacia el hombre, para lograr, en los conceptos modernos, el equilibrio ecológico. En las últimas dos décadas del siglo XX y en esta que comienza con el XXI, el sujeto ha alcanzado niveles megalomaniáticos al establecer la llamada globalización y convertir al mundo en la aldea global que, a la larga, no será más que un callejón sin salida global. Al entrar y salir de los países, los capitales internacionales han borrado las fronteras; desde luego que, en este tránsito neoliberal de las fuerzas financieras, los países más débiles serán los más afectados económicamente; pero en cuanto a la vida humana, a la larga, tanto los países del primer mundo como los del tercero se verán afectados seriamente y casi de igual manera. Esta globalización ha ido acompañada de una cada vez mayor intervención de la informática y la computación. Estas materias han ido creando un lenguaje electrónico único cuyo sistema ha simplificado las opciones de pensamiento; en la práctica, el lenguaje computacional se basa solamente en el la combinación “sí-no”. Esto hace que el pensamiento del usuario adicto a la computación simplifique a su vez su proceso de pensamiento que, como vimos, ha alcanzado grados de complejidad que superan la combinación “sí-no”; simplificar el pensamiento quiere decir simplificar al hombre, pero puede suponer incluso el detenimiento del pensar, lo que nos llevaría a que, a largo plazo, la humanidad tenga hombres muertos en vida. No olvidemos que una vida longeva se alarga y perpetúa si el anciano mantiene en activo su vida intelectual y física. A la globalización también la ha acompañado la utilización de un solo idioma, el inglés, conocido hoy como la lengua universal. También a largo plazo, puede darse un dominio total de esta lengua, con lo cual se apuntalará la simplificación del hombre, subsumido a una sola lengua. Desde luego que a la mayor movilidad de los mercados globalizados, a su eficacia, a su calidad total, le conviene simplificar los procesos comunicativos. Pero esta globalización, su lenguaje informático y único idioma, han ido barriendo, han ido desestimando las peculiaridades de cada nación; y llegará un momento en que las particularidades de cada país vayan desapareciendo hasta unificar a todo ciudadano del mundo en un posible ejército de autómatas simplificados. Las diversas lenguas, costumbres, creencias, usos, pueden ir siendo borradas paulatinamente hasta engrosar a ese ejército de autómatas al servicio de los dueños de la globalización. Si algo ha distinguido a los grupos de hombres, ha sido su pertenencia a una comarca, la cual es diferente a las otras; es decir, lo que nos hace individuos únicos e irrepetibles es lo que nos permite ser diferentes unos de otros. En este punto, una posible solución a futuro se vislumbra en esta misma argumentación: ante los embates de la globalización, frente a la tendencia que nos quiere convertir en la aldea mundial, los grupos humanos deben resistir anteponiendo lo que los hace diferentes. Por ejemplo, en México, necesitamos preservar nuestro idioma y nuestras tradiciones hasta las últimas consecuencias. En nuestra literatura está expresado lo mejor de nuestra lengua. Nuestra literatura es la mejor expresión, por lo tanto, de nosotros mismos; entonces debemos apoyarnos en ella para preservar nuestra vida intelectual. Por extensión, la literatura en lengua castellana es la que nos hermana con otros países de Latinoamérica y España, y en esta literatura podemos encontrar nuestra parte de seres hispanoamericanos. Desde luego que esto no quiere decir que sólo nos constriñamos a la lectura de escritores españoles y latinoamericanos. En sí misma la lectura es un acto complejo y profundo, pues pone en acción no sólo la capacidad de desciframiento de oraciones, sino que por ella también hallamos los significados implícitos, la llamada intertextualidad, el descubrimiento de lo que ocultan imágenes y metáforas. Pero lo más importante en la lectura profunda es que el ejercicio de pensamiento está no sólo activo, sino que se trata de una acción compleja de pensamiento, opuesta a la simplificación electrónica y de una sola lengua que otorga la globalización. Esto quiere decir que para preservar lo propio, lo que nos hace únicos e irrepetibles, es necesario el ejercicio cotidiano de la lectura profunda. Por ello, la lectura y la promoción del hábito de la lectura son formas ineludibles de resistirnos a convertirnos en parte de ese ejército de autómatas. Desde mi punto de vista, las grandes campañas de alfabetización deberían ir acompañadas de magnas campañas de fomento a la lectura, porque de lo contrario lo único que se está haciendo es ofrecer a la globalización más carne de cañón a través de anafalbetos funcionales. Otro mecanismo de resistencia es la lectura en voz alta, tanto en el salón de clase como en las tertulias familiares. La lectura en voz alta es una manera de rescatar la costumbre de los relatos orales. En buena medida, la gran mayoría de los libros de literatura son escritos para leerse en voz alta, pues tanto la poesía como la prosa narrativa llevan un ritmo musical inmanente. Pero al mismo tiempo lograremos recuperar parte de nuestra capacidad de escuchar; y escuchar quiere decir comunidad con quien nos habla y nos lee. Como podemos observar, las soluciones se encuentran en la propia experiencia que ha ido dejando el homo sapiens en este largo recorrido, cuando sobre la Tierra reinaba un inmenso silencio. Es obvio mencionar que la resistencia hacia la globalización no implica despreciar las computadoras, pero es importante definir la actitud ante ellas. Es necesario dejar descansar en sí mismos a los aparatos de la tecnología y usarlos cuando nosotros los necesitemos, no a la inversa; es decir que ellos nos usen a nosotros y nos integren a su sistema. Semejante actitud es prudente con el idioma inglés: lo podemos incorporar a nuestra vida como una herramienta que utilizaremos, mas no como una lengua que ocupe nuestro pensamiento, porque estaríamos dejando de ser nosotros mismos, los diferentes. Es más, aprender idiomas amplía nuestra capacidad intelectual, en tanto que por comparación con otras lenguas comprendemos mejor la nuestra. En la modernidad, un grupo de mujeres y hombres han decidido retomar uno de los convenios, el de testimoniar. Se hacen llamar juglares, cuentacuentos o narradores orales escénicos. Ellos van por los caminos del mundo relatando de viva voz sus testimonios, compuestos por cuentos, relatos, leyendas, historias indígenas y urbanas. Y con esta gentil tarea han podido generar el milagro de que mujeres y hombres de diferentes latitudes vuelvan a tener el don de escuchar. Si este movimiento de testimoniadores pudiera extenderse hasta lo más recóndito de la sociedad, es decir hasta la familia, tal vez el hombre empezaría a recobrar su dignidad y a respetar las cosas del mundo. Muchos no se han dado cuenta de que ellos están trabajando para restituir las tareas originarias de la humanidad: escuchar las cosas, entrar en diálogo y testimoniar a propósito de lo que aún queda de este planeta tan vapuleado.
Posted on: Sun, 03 Nov 2013 05:32:12 +0000

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