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Tengo que decirte (“Tengo que decirte que aquélla fue la última salida de rancheo que yo hice con don Rosalía y con el gallego Román, del que más nada he vuelto a saber en todos estos años. Yo conocía en el ingenio de La Bayamesa, que está para la sierra de Boquerones y todavía hoy es tratado como uno de los mejores de la isla. Yo tenía allí a un compadre que había sido vendedor ambulante de aves y de huevos por Camagüey, y después matarife, y después yo qué sé cuántas cosas más, porque Chichito Quesada era de culo caliente, no reinaba quieto en sitio alguno. Hombre de cuarentitantos era el Chichito este, hijo de mujer parda. Pero ¡mira qué cosas! De la prieta Trinidad sale Chichito más blanco que la leche. Y con su punto de coqueteo. Siempre lo encontrábamos tan repeinadito y tan perfumado como figurín criado por monjas. Aquello era un pomo de esencia fina, caballero. ¿Y que cómo acabó en el ingenio? Cosa de faldas. Ellas fueron las que lo apartaron de los buñuelos de malanga, como yo me digo. Y ya nunca más volvió a menear el cuerpo en aquellos paseítos en volanta y a botar la plata en las apuestas de gallos. “Ahí va Chichito con su jipi alón”, decíamos. Y él, cuando vino al Cabo, donde yo vivía con mi gente, no tuvo reparo en allegarse al bohío pobre que era mi casa de guajiro atrasado. “Chichito –le decía yo–, esto no es para ti; tú eres hombre de leontina y reloj de oro”. “Chico, no jeringues”, me contestaba Chichito, que ya de muchacho tenía una sesera tan revuelta como desván lleno de ratones. Y a lo que íbamos, pues. Por novedades que tuvimos, y que a mí me pusieron más dichoso que unas maracas, supimos que este Chichito Quesada que te digo era el contramayoral del ingenio de La Bayamesa. ¡La de vueltas y revueltas que da la bola del mundo, compadre! Nos allegamos al ingenio, un ingenio de muchísima boyada, un ingenio con docenas y más docenas de brazos que mueven el bagazo y manejan el trapiche y atizan las calderas. Un ingenio con su carpintería, y su herrería, y su enfermería, y habitaciones bien aireadas para el boyero, para el mayordomo, para el maestro de azúcar. Y con sus barracones de piso terrero para abarracar a más de doscientos esclavos. Allí estaba Chichito Quesada, el cumbanchero Chichito. Tan chévere cuando lo enfrenté, y ya abriéndome aquella sonrisa de parrandero y buena gente. -¿Qué es lo tuyo, Chichito? –le digo. Caímos en un abrazo, y así fue el empezar a relatarnos una tonga de cosas que no nos habíamos historiado desde que los dos éramos muchachos. ¡Y él acabó convidándonos a festejar el encuentro con tremendo chilindrón de chivo! Aquel mismo día ya salimos los tres –don Rosalía Contreras, Román y el que te habla– para las tierras de Naranjo Dulce, y la encomienda que llevábamos era la de pesquisar el rastro de unos cimarrones que se habían escapado de La Bayamesa llevándose ocho puercos y dos reses tempranas. Pateamos de lo lindo hasta las mismas cabezadas del río Santa Cruz. De nuevo en la manigua, y habiéndose separado del grupo el gallego Román, por causa, dijo, de acudir a no sé qué necesidad, dio con él, por acelerada sorpresa, un cimarrón de aquellos que se le habían escapado al bendito de Chichito. Y, cuando el negrito se vio acorralado, llegó a levantar la voz a Román y a fanfarronearle, arrastrándose como culebra revirada, que se dejaría morir mil veces antes de entregar a alguno de sus compañeros de palenque. Que no se le daba ningún cuidado de perder la vida. Y, para terminar, como aquel negro estaba tan resabiado y no hubo cristo que le metiera en razones, fue empujado hasta el ingenio. Y Chichito Quesada pagó la captura. A pocos días de tal suceso, este que te habla cayó indispuesto de una disentería perniciosa, y allá las hierbas que me pasaba don Rosalía Contreras fueron las que me sanaron. Recorrimos todos los parajes de la sierra de la Perdiz, partido de Los Palacios. Y fue el caso que una tarde, cayéndose ya el sol, llegamos al palenque de los de La Bayamesa. Y quisimos detenernos y hacer noche hasta el día siguiente, en que tomaríamos las providencias que vinieran al caso. Pero no fue posible, porque los huidos que estaban al atisbo nos descubrieron en un descuido, y fue necesario atacar. En el primer encuentro ajusticiamos a seis negros y nos quedamos sin perros, pues nos lincharon cuatro de ellos y nos dejaron uno malherido. Los demás negros escaparon loma arriba. Dimos candela a la ranchería y bajé yo mismo, en nombre del gallego Román, hasta el ingenio de Chichito Quesada, al que presenté las orejas de los difuntos. Y Chichito me entregó la moneda que correspondía. Después de aquel asunto, fue cuando Román nos reunió un día y nos dijo: -Esto se acabó. Hay que hacer cuentas. Muchos años después, vi mucha claridad y mucha picardía en aquella resolución del que había sido mi jefe de partida. Y era que, ya por entonces, se castigaba a todo criollo que se levantara contra el rey de España. La gente del capitán general que mandaba en la isla perseguía y llevaba preso, con gran golpe de soldados y alguaciles, hasta acabar con él encerrado en oscura bartolina, a todo el que se enfrentara a la colonia. Y Román, siendo peninsular, acabó apocándose ante las represalias que pudieran venir de parte de algún cubano conjurado. Él no era bobo, y supo enterarse a tiempo de las alarmas y los plantes que brotaban acá y allá, y oyó las voces de los sublevados que empezaban a meter su bulla. Para no cansarte: que mucho tiempo más tarde supe por don Rosalía Contreras que Román vivía casado en La Habana y que había llegado a ser un hombre muy rico. Eso fue todo lo que supe.”)
Posted on: Wed, 06 Nov 2013 08:12:56 +0000

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