Un homenaje a nuestro amigo Pablo Robles Ortega, escrito por mi hermana Inés Figueroa , muerto en 1989 a los 16 años... " Esto lo escribí hace dos años, pero lo subo hoy. Es nuestra velita para el Pablo. De parte de sus amigos y vecinos. Te queremos, Pablito. Y te recordamos, siempre. Pablo. Así se llamaba nuestro amigo de la infancia, el que cabalgaba sobre el Rocky, el perro más maligno de la zona sur-oriente de la provincia de Santiago. Junto a su familia fueron prácticamente nuestros únicos vecinos hasta 1988, allá en el Cajón del Maipo, siendo un compañero más en las locas aventuras del Goldo de mi padre y sus niños nativos por cerros y quebradas. Junto a su papá, Don Rodolfo, un antiguo suboficial en retiro, pero por sobre todo un muy buen hombre. Cantimplora en mano, siempre la palabra justa y siempre guiándonos junto a mi papá en nuestras aventuras outdoor infantiles (que eran casi siempre extremas, colgando de los cerros). El Pablo tenía varios años más que nosotros, pero no importaba a la hora de jugar, empujar la carretilla, ir a recoger fruta a la quinta o nuestro panorama favorito: subir el cerro. Cuando nos fuimos a La Florida, mi papá conservó la casa del Cajón. Íbamos los fines de semana, por el día, en los tiempos en que Pablo y sus hermanos ocupaban la casa que había sido del Lolo, Don Luis, la primera muerte cercana de mi existencia. Luego vino la del Tío Jimmi, mi bisabuelo fox-trot empaná chilena, en junio de 1988. Ambos murieron mayores, enfermos. Pablito no. Estaba lejos de ser mayor; tenía apenas 16 años. Ése día habíamos ido a la casa de algún tío. Regresando a nuestros últimos meses en el 19 de La Florida, mi mamá me pide que encienda la tele que en esos tiempos estaba en el living. Era hora de las noticias. Lo primero que veo es una foto carnet que se congeló en la pantalla. ¡Mamá, papá, es el Pablo! Sí, era el Pablo, que había muerto por una bomba, a poquísimos kilómetros de nuestras casas y a muchos menos metros de la línea del tren y los vagones vacíos plagados de murciélagos que explorábamos con mi papá luego de robar unas ramas alargadas del sauce de la compañía de bomberos para hacerme una corona. Muerto. Bomba. Muerto. No recuerdo nada más que mi mirada fija en la tele. La imagen detenida de la foto de Pablo no debió durar más de unos segundos, pero en mi mente es como si fuera lo único que hubiera quedado fijo en la pantalla mientras transcurrían algunas palabras que no supe retener. Mi padre partió al Cajón donde Don Rodolfo. Cuenta que fue uno de los momentos más tristes de su vida. Un velorio que recuerda triste y tenso, custodiado por esos "señores con metralleta", como los bautizó mi hermano años antes, post atentado, cuando allanaron la casa y se encontraron con su mirada sorprendida. "Señores con metralleta", no milicos. Los milicos, milicos. Los "señores con metralleta", CNI. Viendo quién llegaba. Viendo quién se iba. Dice que en los diecisiete años fue la única noche que realmente tuvo miedo, manejando solo, de regreso a casa, entre la noche negra y la pena ídem. El Pablo. El Pablo nuestro amigo. Nunca "nuestro amigo grande". Simplemente nuestro amigo. El Pablo y los recortes que esos días saqué de los diarios para guardar en una carpeta que de seguro está por ahí guardada. En estos días nos gustaría encontrar y reencontrar su cara llena de risa. Los paseos a nuestro cerro o a la piedra del tiburón. Mirar junto a su padre las fotos de nuestra infancia conjunta, que se fueron todas esa u otra noche de regreso al Cajón, a la casa de Don Rodolfo, como una ofrenda póstuma a nuestro querido vecino y amigo".
Posted on: Wed, 11 Sep 2013 04:00:58 +0000