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VAM -2- VAM -No quiero ser tan radical pero ésto es Historia verdadera -2- La televisión añadió caos visual y confusión. Federico Fellini Lo peor en este mundo, después de la anarquía, es el gobierno. Henry Ward Beecher La anarquía es la menos estable de las estructuras sociales. Larry Niven Platon Puesto que nuestro propósito consiste en indagar cuál es, entre todas las asociaciones políticas la que deberán preferir los hombres, dueños de escoger una a su gusto, habremos de estudiar a la vez la organización de los Estados que pasan por ser los que tienen mejores leyes y las constituciones imaginadas por los filósofos, limitándonos a las más notables. Por este medio descubriremos lo que cada una de ellas puede encerrar de bueno y de aplicable, y al mismo tiempo demostraremos que si intentamos formar una combinación política diferente de todas ellas, nos ha movido a ello, no un vano deseo de lucir nuestro ingenio, sino la necesidad de poner en claro los defectos mismos de todas las constituciones existentes. Sentaremos ante todo este principio, que debe servir de punto de partida para nuestro estudio, a saber: que la comunidad política debe necesariamente abrazarlo todo, o no abrazar nada, o comprender ciertos objetos con exclusión de otros. Que la comunidad política no se proponga algún objeto, es una cosa evidentemente imposible, puesto que el Estado es una asociación, y por de pronto el suelo por lo menos ha de ser necesariamente común, pues que la unidad del lugar lleva consigo la unidad de ciudad, y la ciudad pertenece en común a todos los ciudadanos. Comencemos por preguntar si respecto de las cosas en que tiene facultad de hacer o no la comunidad, es conveniente, en el Estado bien organizado que buscamos, que se extienda a todos los objetos sin excepción, o que se limite a algunos. ¿Puede extenderse a los hijos, a las mujeres, a los bienes? Platón lo propone en su República, y Sócrates sostiene en ella que los hijos, las mujeres y los bienes deben ser comunes a todos los ciudadanos. Y yo pregunto: ¿el actual estado de cosas es preferible, o deberá adoptarse esta ley de la República? La comunidad de mujeres presenta muchas dificultades en que el autor no parece creer, siendo los motivos alegados por Sócrates para legitimarla una consecuencia poco rigurosa de su misma doctrina; más aún, es incompatible con el fin mismo que Platón asigna a todo Estado, por lo menos bajo la forma en que él la presenta; no habiéndonos dicho nada en cuanto a los medios de resolver esta contradicción. Me refiero a esta unidad perfecta de la ciudad toda, que es para la misma el primero de los bienes, porque esta es la hipótesis de Sócrates. Pero es evidente, que si semejante unidad se la lleva un poco más adelante, la ciudad desaparece por entero. Naturalmente, la ciudad es múltiple, y si se aspira a la unidad, de ciudad se convertirá en familia, y la familia en individuo, porque la familia tiene más unidad que la ciudad, y el individuo mucha más aún que la familia. Y así, aun cuando fuese posible realizar este sistema, sería preciso dejar de hacerlo, so pena de destruir la ciudad. Pero la ciudad no se compone sólo de cierto número de individuos, sino que se compone también de individuos específicamente diferentes, porque los elementos que la forman no son semejantes. No es como una alianza militar, la cual vale siempre en proporción del número de los miembros que se reúnen para prestarse mutuo apoyo, aun cuando la especie de los asociados fuese por otra parte perfectamente idéntica. Una alianza es como una balanza, en la que siempre vence el platillo que tiene más peso. Por esta circunstancia, una sola ciudad está por cima de una nación entera, si se supone que los individuos que forman ésta, por numerosos que sean, no están reunidos en pueblos, sino que viven aislados a la manera de los arcades. La unidad sólo puede resultar de elementos de diversa especie, y así la reciprocidad en la igualdad, como dije en la Moral, es la salvación de los Estados, es la relación necesaria entre los individuos libres o iguales; porque si no pueden todos obtener a la vez el poder, deben por lo menos pasar por él, sea cada año o cada cualquiera otro período, o según un sistema dado, con tal que todos sin excepción lleguen a ser poder. Así es como los que trabajan en piel o en madera podrían cambiar de ocupación, para que de este modo unos mismos trabajos no fuesen ejecutados constantemente por las mismas manos. Sin embargo, la fijeza actual de estas profesiones es ciertamente preferible, y en la asociación política la perpetuidad del poder no lo sería menos, si fuese posible; pero allí donde es incompatible con la igualdad natural de todos los ciudadanos, y donde además es justo que el poder, ya sea un honor, ya una carga, se reparta entre todos, es preciso imitar por lo menos esta perpetuidad mediante el turno en el poder cedido a los iguales por los iguales, que a su vez lo recibieron antes de aquéllos. Entonces es cuando cada uno manda y obedece alternativamente como si fuese un hombre distinto, y cada vez que se obtienen los cargos públicos, se puede llevar la alternativa hasta ejercer, ya uno, ya otro cargo. De aquí se debe concluir, que la unidad política está bien lejos de ser lo que se imagina a veces, y que lo que se nos presenta como el bien supremo del Estado, es su ruina. El bien para cada cosa es precisamente lo que asegura su existencia. Bajo otro punto de vista, esta aspiración exagerada a la unidad del Estado no tiene nada de ventajosa. Una familia se basta mejor a sí misma que un individuo, y un Estado mejor aún que una familia, puesto que de hecho el Estado no existe realmente sino desde el momento en que la masa asociada puede bastarse y satisfacer todas sus necesidades. Luego si la más completa suficiencia es también la más apetecible, una unidad menos cerrada será necesariamente preferible a una unidad más compacta. Pero esta unidad extrema de la asociación que se estima como la primera de las ventajas, no resulta, como se nos asegura, de que unánimemente digan todos los ciudadanos al hablar de un solo y mismo objeto: «esto es mío o esto no es mío», prueba infalible, si hemos de creer a Sócrates, de la perfecta unidad del Estado. La palabra todos tiene aquí un doble sentido: si se aplica a los individuos tomados separadamente, Sócrates obtendrá entonces mucho más de lo que pide, porque cada uno dirá hablando de un mismo niño y de una misma mujer: «he aquí mi hijo, he aquí mi esposa», y otro tanto dirá respecto a las propiedades y de todo lo demás. Pero, dada la comunidad de mujeres y de hijos, esta expresión no convendrá tampoco a los individuos aislados, y sí sólo al cuerpo entero de los ciudadanos, y la propiedad misma pertenecerá, no a cada uno tomado aparte, sino a todos colectivamente. Todos es en este caso un equívoco evidente: todos en su doble acepción significa tanto lo uno como lo otro, lo par como lo impar, lo cual no deja de ser ocasión de que se introduzcan en la discusión de Sócrates argumentos muy controvertibles. Este acuerdo de todos los ciudadanos en decir lo mismo, es por una parte muy hermoso, si se quiere, pero imposible; y por otra prueba la unanimidad lo mismo que otra cosa. El sistema propuesto ofrece todavía otro inconveniente, que es el poco interés que se tiene por la propiedad común, porque cada uno piensa en sus intereses privados y se cuida poco de los públicos, si no es en cuanto le toca personalmente, pues en todos los demás descansa de buen grado en los cuidados que otros se tomen por ellos, sucediendo lo que en una casa servida por muchos criados, que unos por otros resulta mal hecho el servicio. Si los mil niños de la ciudad pertenecen a cada ciudadano, no como hijos suyos, sino como hijos de todos, sin hacer distinción de tales o cuales, será bien poco lo que se cuidarán de semejantes criaturas. Si un niño promete, cada cual dirá: «es mío», y si no promete, cualesquiera que sean los padres a quienes por otra parte deba su origen conforme a la nota de inscripción, se dirá: «es mío o de cualquier otro», y estas razones se alegarán y estas dudas se suscitarán para los mil y más hijos que el Estado puede encerrar, puesto que será igualmente imposible saber de quién es el hijo y si ha vivido después de su nacimiento. ¿Vale más que cada ciudadano diga de dos mil o de diez mil niños, al hablar de cada uno de ellos: «he aquí mi hijo», o es preferible lo que el uso actualmente tiene establecido? Hoy uno llama hijo a un niño, que otro llama hermano, o primo hermano, o compañero de fratria o de tribu, según los lazos de familia, de sangre, de unión o de amistad contraídos directamente por los individuos o por sus mayores. Ser sólo primo bajo este concepto vale mucho más que ser hijo a la manera de Sócrates. Pero hágase lo que se quiera, no podrá evitarse que algunos ciudadanos, por lo menos, tengan sospecha de quiénes sean sus hermanos, sus hijos, sus padres, sus madres, y les bastará para reconocerse indudablemente las semejanzas tan frecuentes entre los hijos y sus padres. Los autores, que han escrito lo que han visto en sus viajes alrededor del mundo, refieren hechos análogos: en algunos pueblos de la alta Libia, donde existe la comunidad de mujeres, se reparten los hijos según su parecido; y lo mismo sucede entre las hembras de los animales, de los caballos y de los bueyes, algunas de las cuales producen hijos exactamente iguales al macho; por ejemplo, la yegua de Farsalia llamada la Justa. No será tampoco fácil librarse de otros inconvenientes que produce esta comunidad, tales como los ultrajes, los asesinatos voluntarios o cometidos por imprudencia, los altercados y las injurias, cosas que son mucho más graves si se cometen contra un padre, una madre, o parientes muy próximos, que contra extraños; y sin embargo, han de ser mucho más frecuentes necesariamente entre gentes que ignoran los lazos que los unen. Por lo menos cuando se conocen, es posible la expiación legal, la cual se hace imposible cuando no se conocen. No es menos extraño, cuando se establece la comunidad de los hijos, prohibir a los amantes sólo el comercio carnal, y no el amor mismo y todas esas familiaridades verdaderamente vergonzosas{30} entre el padre y el hijo, el hermano y el hermano, so pretexto de que estas caricias no traspasen los límites del amor. No es asimismo menos extraño prohibir el comercio carnal sólo por el temor de que se haga el placer demasiado vivo, sin dar la menor importancia a que tenga lugar entre un padre y un hijo o entre hermanos. Si la comunidad de mujeres y de hijos parece a Sócrates más útil para el orden de los labradores que para el de los guerreros, guardadores del Estado, es porque destruiría todo lazo y todo acuerdo en esta clase, que sólo debe pensar en obedecer y no en intentar revoluciones. En general esta ley de la comunidad producirá necesariamente efectos completamente opuestos a los que leyes bien hechas deben producir, y precisamente por el motivo mismo que inspira a Sócrates sus teorías sobre las mujeres y los hijos. A nuestros ojos el bien supremo del Estado es la unión de sus miembros, porque evita toda disensión civil; y Sócrates, en verdad, no se descuida en alabar la unidad del Estado, que a nuestro parecer, y también según él, no es más que el resultado de la unión entre los ciudadanos. Aristófanes, en su tratado sobre el amor, dice precisamente que la pasión, cuando es violenta, nos inspira el deseo de identificar nuestra existencia con la del objeto amado y de constituir con él un solo ser. En este caso es de toda necesidad, que las dos individualidades, o por lo menos una de ellas, desaparezcan; mas en el Estado en que esta comunidad prevaleciera, se extinguiría toda benevolencia recíproca; el hijo pensará en todo menos en buscar a su padre, y al padre sucedería lo mismo respecto de su hijo. Y así como la dulzura de unas cuantas gotas de miel desaparece en una gran cantidad de agua, de igual modo la afección, que nace de tan queridos nombres, se perderá en un Estado en que será completamente inútil que el hijo piense en el padre, el padre en el hijo, y los hermanos en sus hermanos. Hay en el hombre dos grandes móviles de solicitud y de amor, que son la propiedad y la afección; y en la República de Platón no tienen cabida ni uno ni otro de estos sentimientos. Este cambio de los hijos que pasan, a seguida de su nacimiento, de manos de los labradores y de los artesanos, sus padres, a las de los guerreros, y recíprocamente, presenta también dificultades en la ejecución. Los que los lleven del poder de los unos al de los otros, sabrán, a no dudar, qué hijos dan y a quiénes los dan. Entonces será cuando se reproducirán los graves inconvenientes de que hablé antes. Aquellos ultrajes, aquellos amores criminales, aquellos asesinatos, contra los que no pueden servir ya de garantía los lazos de parentesco, puesto que los hijos que pasen a las otras clases de ciudadanos no conocerán, entre los guerreros, ni padres, ni madres, ni hermanos, y los hijos, que entren en la clase de guerreros se verán también desligados de todo lazo de unión con el resto de la ciudad. Hagamos aquí alto en lo relativo a la comunidad de las mujeres y de los hijos. Puede verse aquí claramente la diferencia entre ciudad y nación. La ciudad es el Estado, es la sociedad civil constituida con todas las leyes necesarias para su armonía y existencia. La nación es la agregación, la reunión de los hombres en cuerpo, pero sin instituciones fijas, sin relaciones determinadas y constantes que los mantenga políticamente unidos entre sí. La verdadera sociedad política es la primera. Cuando se quiere estudiar la cuestión de la república perfecta con todo el cuidado que reclama, importa precisar en primer lugar cuál es el género de vida que merece sobre todo nuestra preferencia. Si se ignora esto, necesariamente se habrá de ignorar cuál es el gobierno por excelencia, porque es natural que un gobierno perfecto procure a los ciudadanos a él sometidos, en el curso ordinario de las cosas, el goce de la más perfecta felicidad, compatible con su condición. Y así convengamos ante todo en cuál es el género de vida preferible para todos los hombres en general, y después veremos si es el mismo o diferente para la totalidad que para el individuo. Como creemos haber demostrado suficientemente en nuestras obras exotéricas lo que es la vida más perfecta, aquí no haremos más que aplicar el principio allí sentado. Un primer punto, que nadie puede negar, porque es absolutamente verdadero, es, que los bienes que el hombre puede gozar se dividen en tres clases: bienes que están fuera de su persona, bienes del cuerpo y bienes del alma; consistiendo la felicidad en la reunión de todos ellos. No hay nadie que pueda considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una mosca, que se entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y beber, que esté dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus más queridos amigos, y que, no menos degradado en punto a conocimiento, fuera tan irracional y tan crédulo como un niño o un insensato. Cuando se presentan estos puntos en esta forma, se conviene en ellos sin dificultad. Pero en la práctica no hay esta conformidad, ni sobre la medida, ni sobre el valor relativo de estos bienes. Se considera uno siempre con bastante virtud, por poca que tenga; pero tratándose de riqueza, fortuna, poder, reputación y todos los demás bienes de este género, no encontramos límites que ponerles, cualquiera que sea la cantidad en que los poseamos. A los hombres insaciables les diremos que deberían sin dificultad convencerse en esta ocasión en vista de los mismos hechos, de que lejos de adquirirse y conservarse las virtudes mediante los bienes exteriores, son por el contrario adquiridos y conservados éstos mediante aquéllas; que la felicidad, ya se la haga consistir en los goces, ya en la virtud, o ya en ambas cosas a la vez, es patrimonio sobre todo de los corazones más puros y de las más distinguidas inteligencias; y que está reservada a los hombres poco llevados del amor a estos bienes que nos importan tan poco, más bien que a aquellos que, poseyendo estos bienes exteriores en más cantidad que la necesaria, son, sin embargo, tan pobres respecto de las verdaderas riquezas. Independientemente de los hechos, la razón basta por sí sola para demostrar perfectamente esto mismo. Los bienes exteriores tienen un límite como cualquier otro medio o instrumento; y las cosas, que se dicen útiles, son precisamente aquellas cuya abundancia nos embaraza inevitablemente, o no nos sirven verdaderamente para nada. Respecto a los bienes del alma, por lo contrario, nos son útiles en razón de su abundancia, si se puede hablar de utilidad tratándose de cosas que son ante todo esencialmente bellas. En general, es evidente que la perfección suprema de las cosas que se comparan, para conocer la superioridad de cada una respecto de la otra, está siempre en relación directa con la distancia misma en que están entre sí estas cosas, cuyas cualidades especiales estudiamos. Luego si el alma, hablando de una manera absoluta y aun también con relación a nosotros, es más preciosa que la riqueza y que el cuerpo, su perfección y la de éstos estarán en una relación análoga. Según las leyes de la naturaleza, todos los bienes exteriores sólo son apetecibles en interés del alma, y los hombres prudentes sólo deben desearlos para ella, mientras que el alma nunca debe ser considerada como medio respecto de estos bienes. Por lo tanto estimaremos como punto perfectamente sentado, que la felicidad está siempre en proporción de la virtud y de la prudencia y de la sumisión a las leyes de éstas, y ponemos aquí por testigo de nuestras palabras a Dios, cuya felicidad suprema no depende de los bienes exteriores, sino que reside por entero en él mismo y en la esencia de su propia naturaleza. Además, la diferencia entre la felicidad y la fortuna consiste necesariamente en que las circunstancias fortuitas y el azar pueden procurarnos los bienes que son exteriores al alma, mientras que el hombre no es justo ni prudente por casualidad o por efecto del azar. Como consecuencia de este principio y por las mismas razones, resulta que el Estado más perfecto es al mismo tiempo el más dichoso y el más próspero. La felicidad no puede acompañar nunca al vicio; así el Estado como el hombre no prosperan sino a condición de ser virtuosos y prudentes; y el valor, la prudencia y la virtud se producen en el Estado con la misma extensión y con las mismas formas que en el individuo; y por lo mismo que el individuo las posee, es por lo que se le llama justo, sabio y templado. No daremos más extensión a estas ideas preliminares; era imposible que dejáramos de tocar aquí este punto, si bien no es este el lugar propio para desarrollarlo todo lo posible, pues toca a otro tratado. Hagamos constar tan sólo, que el fin esencial de la vida, así para el individuo aislado como para el Estado en general, es el alcanzar este noble grado de virtud y hacer todo lo que ella ordena. En cuanto a las objeciones que pueden oponerse a este principio, no responderemos a ellas en este momento a reserva de examinarlas más tarde, si quedan todavía dudas después de que nos hayamos explicado. No puede negarse, por consiguiente, que la educación de los niños debe ser uno de los objetos principales de que debe cuidar el legislador. Dondequiera que la educación ha sido desatendida, el Estado ha recibido un golpe funesto. Esto consiste en que las leyes deben estar siempre en relación con el principio de la constitución, y en que las costumbres particulares de cada ciudad afianzan el sostenimiento del Estado, por lo mismo que han sido ellas mismas las únicas que han dado existencia a la forma primera. Las costumbres democráticas conservan la democracia, así como las costumbres oligárquicas conservan la oligarquía, y cuanto más puras son las costumbres, tanto más se afianza el Estado. Todas las ciencias y todas las artes exigen, si han de dar buenos resultados, nociones previas y hábitos anteriores. Lo mismo sucede evidentemente con el ejercicio de la virtud. Como el Estado todo sólo tiene un solo y mismo fin, la educación debe de ser necesariamente una e idéntica para todos sus miembros, de donde se sigue que la educación debe ser objeto de una vigilancia pública y no particular, por más que este último sistema haya generalmente prevalecido, y que hoy cada cual educa a sus hijos en su casa según el método que le parece y en aquello que le place. Sin embargo, lo que es común debe aprenderse en común, y es un error grave creer que cada ciudadano sea dueño de sí mismo, siendo así que todos pertenecen al Estado, puesto que constituyen sus elementos y que los cuidados, de que son objeto las partes, deben concordar con aquellos de que es objeto el conjunto. En este punto nunca se alabará bastante a los lacedemonios. La educación de sus hijos se verifica en común, y le dan una extrema importancia. En nuestra opinión es de toda evidencia que la ley debe arreglar la educación, y que ésta debe ser pública. Pero es muy esencial saber con precisión lo que debe ser esta educación, y el método que conviene seguir. En general no están hoy todos conformes acerca de los objetos que debe abrazar; antes, por el contrario, están muy lejos de ponerse de acuerdo sobre lo que los jóvenes deben aprender para alcanzar la virtud y la vida más perfecta. Ni aun se sabe a qué debe darse la preferencia, si a la educación de la inteligencia o a la del corazón. El sistema actual de educación contribuye mucho a hacer difícil la cuestión. No se sabe, ni poco ni mucho, si la educación ha de dirigirse exclusivamente a las cosas de utilidad real, o si debe hacerse de ella una escuela de virtud, o si ha de comprender también las cosas de puro entretenimiento. Estos diferentes sistemas han tenido sus partidarios, y no hay aún nada que sea generalmente aceptado sobre los medios de hacer a la juventud virtuosa; pero siendo tan diversas las opiniones acerca de la esencia misma de la virtud, no debe extrañarse que lo sean igualmente sobre la manera de ponerla en práctica. En todas las artes y ciencias, que no son demasiado particulares, sino que llegan a abrazar completamente todo un orden de hechos, cada una de aquéllas debe estudiar por su parte todo cuanto se refiere a su objeto especial. Tomemos por ejemplo la ciencia de los ejercicios corporales. ¿Cuál es la utilidad de estos ejercicios? ¿Cómo deben modificarse según los diversos temperamentos? ¿No es necesariamente el ejercicio más favorable el que conviene mejor a las naturalezas más vigorosas y más bellas? ¿Qué ejercicios son los que pueden ejecutar los más de los discípulos? ¿Hay alguno que pueda convenir a todos? Tales son las cuestiones que se pueden plantear en la gimnástica. Además, aun cuando ninguno de los discípulos del gimnasio aspirase a adquirir el vigor y la destreza de un atleta de profesión, el pedotribo y el gimnasta no son por eso menos capaces de proporcionarle, en caso necesario, semejante desarrollo de fuerzas. Una observación análoga sería igualmente exacta respecto de la medicina, de la construcción naval, de la fabricación de vestidos y de todas las demás artes en general. Por tanto, evidentemente corresponde a una misma ciencia indagar cuál es la mejor forma de gobierno, cuál la naturaleza de este gobierno, y mediante qué condiciones sería tan perfecto cuanto pueda desearse, independientemente de todo obstáculo exterior; y por otra parte, saber también qué constitución conviene adoptar según los diversos pueblos, a los más de los cuales no podrá probablemente darse una constitución perfecta. Y así, cuál es en sí y en absoluto el mejor gobierno, y cuál es el mejor relativamente a los elementos que han de constituirle; he aquí lo que deben saber el legislador y el verdadero hombre de Estado. Puede añadirse, que deben también ser capaces de emitir su juicio sobre una constitución que hipotéticamente se someta a su examen, y designar, en virtud de los datos que se les suministre, los principios que la harían viable desde su origen, y le asegurarían, una vez establecida, la más larga duración posible. Aquí supongo, como se ve, un gobierno que no hubiese recibido una organización perfecta, aunque sin carecer completamente por otra parte de los elementos indispensables, que no hubiese sacado todo el partido posible de sus recursos y que tuviesen aún mucho que perfeccionar. Por lo demás, si el primer deber del hombre de Estado consiste en conocer la constitución que, pasando generalmente como la mejor, pueda darse a la mayor parte de las ciudades, es preciso confesar, que las más veces los escritores políticos, aun dando pruebas de gran talento, se han equivocado en puntos muy capitales; porque no basta imaginar un gobierno perfecto; se necesita sobre todo un gobierno practicable, que pueda aplicarse fácilmente a todos los Estados. Lejos de esto, en nuestros días sólo se nos presentan constituciones inaplicables y excesivamente complicadas; o cuando se inspiran en ideas más prácticas, sólo se hace para alabar a Lacedemonia o a otro Estado cualquiera a costa de todos los demás que existen en la actualidad. Cuando se propone una constitución, es preciso que pueda ser aceptada y puesta fácilmente en ejecución, partiendo de la situación de los Estados actuales. En política, por lo demás, no es más fácil reformar un gobierno que crearlo, lo mismo que es más difícil olvidar lo sabido que aprender por primera vez. Así que, repito, el hombre de Estado, además de las cualidades que acabo de indicar, debe ser capaz de mejorar la organización de un gobierno ya constituido; tarea que sería para él completamente imposible, si no conociera todas las formas diversas de gobierno; pues es en verdad un error grave creer, como sucede comúnmente, que no hay más que una especie de democracia y una sola especie de oligarquía. A este indispensable conocimiento del número y combinaciones posibles de las diversas formas políticas, es preciso acompañar también el estudio de las leyes, que son en sí mismas más perfectas, y de las que son mejores con relación a cada constitución; porque las leyes deben ser hechas para las constituciones, y no las constituciones para las leyes, principio que reconocen todos los legisladores. La constitución del Estado tiene por objeto la organización de las magistraturas, la distribución de los poderes, las atribuciones de la soberanía, en una palabra, la determinación del fin especial de cada asociación política. Las leyes, por el contrario, distintas de los principios esenciales y característicos de la constitución, son la regla a que ha de atenerse el magistrado en el ejercicio del poder y en la represión de los delitos que se cometan atentando a estas leyes. Es por tanto absolutamente necesario conocer el número y las diferencias de las constituciones, aunque no sea más que para poder dictar leyes, puesto que no pueden convenir unas mismas a todas las oligarquías, a todas las democracias, porque son muchas sus especies y no una sola
Posted on: Tue, 20 Aug 2013 20:57:19 +0000

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