¡Viva la caena! (catalana) Cada cosa por su orden. El año - TopicsExpress



          

¡Viva la caena! (catalana) Cada cosa por su orden. El año próximo hablaremos de 1714, vaya que si hablaremos, pero hoy toca repasar ese esclarecedor 1713 en el que todas las cartas quedan boca arriba; y la técnica de la cadena humana me parece de gran utilidad, siempre que enlace eso que los franceses llaman les lieux de la memoire. Paso en concreto a proponer tres cadenas con sus correspondientes itinerarios, destinadas a recordar lo que de verdad sucedió. La primera sería la Cadena del Amargo Despertar y tendría su primer eslabón en el puerto de Barcelona, donde el día de San José de aquel año la emperatriz Isabel Cristina de Brunswick-Wolfenbüttel se embarcó en un buque británico para no volver jamás. Seguía los pasos dados año y medio antes por su marido, el ya emperador Carlos VI. Su marcha implicaba la dimisión como regente y simbolizaba la forma abrupta en que la casa de Austria dejaba tirados a los catalanes. Como alegaron los representantes del Consejo de Ciento barcelonés, Cataluña quedaba «desemparada de son rei i pare i senyor». Terminaban así ocho años de entrega a la causa del Archiduque mediante la rebelión contra el Rey al que habían jurado lealtad. De hecho, mientras la emperatriz se hacía a la mar, en la ciudad holandesa de Utrecht sus aliados británicos daban por zanjada la cuestión catalana, ya que como alegó Felipe V, no iban a romper las negociaciones de paz «por una bagatela». Los siguientes eslabones de nuestra primera cadena obligarían a enlazar la siempre borbónica Cervera, capital de la Segarra, con Hospitalet de Llobregat pues en esas dos ciudades se negoció –14 de junio– y firmó en secreto –22 de junio– el Acuerdo de Evacuación por el que los imperiales entregaban Barcelona al ejército hispano-francés sin condición política alguna. A continuación habría que desplazarse al entonces pueblo y hoy barrio barcelonés de San Andrés del Palomar en el que se instaló el mariscal Starhemberg –último lugarteniente o virrey austracista– al abandonar subrepticiamente Barcelona en la noche del 27 de junio tras haber negado una y otra vez el pacto. Cuando se supo lo ocurrido, en las calles de la ciudad se cantó una elocuente rima: «Inglesos han faltat, portuguesos han firmat, holandesos firmaran, i a la fi ens penjaran». Esta Cadena del Amargo Despertar debería concluir en la playa de Blanes desde donde el 20 de agosto partió el último transporte que evacuó a las tropas, altos cargos y funcionarios del régimen que plegaba velas. Entre los 25.000 que se marcharon había unos tres mil españoles, la mayoría catalanes, incluido el cardenal arzobispo de Barcelona y buena parte del alto clero. Era una especie de movimiento recíproco a la huida en 1705 de la ciudad de nada menos que 6.000 partidarios de Felipe V, encabezados por la mayor parte de la nobleza catalana. Como recuerda Agustí Alcoberro, aquel verano de 1713 apareció un expresivo pasquín en castellano: «Comedia, la evacuación. Personas que hablan en ella: España, el culo del fraile; nuestros fueros, limpiadera; la esclavitud, necesaria; y toda la Liga, mierda». El pueblo llano ya sabía que sus nuevas autoridades habían apostado a caballo perdedor. «Si yo creyese que con el sacrificio de mis tropas pudiera aliviar vuestro desconsuelo, no tiene la menor duda de que lo haría», alegó cínicamente el Emperador. «Pero perderlas, para perderos más, no creo que sea medio que aconseje vuestra prudencia». Vendría después –es mi segunda propuesta– la Cadena de la Expedición del Ridículo. Su punto de partida estaría en la playa de Arenys de Mar en la que el 9 de agosto desembarcaron 800 jinetes y monturas procedentes de Barcelona, bajo el mando del diputado militar de la Generalitat Berenguer i de Novell y del general Nebot. Su propósito era movilizar a la Cataluña profunda para que se sumara a la resistencia de la capital contra el ejército borbónico. A lo largo de todo el recorrido en forma de elipse de la expedición militar –Hostalric, Olot, Ripoll, Sort, Cardona, Manresa…– esta cadena humana no podría rememorar sino una sucesión de fracasos, fruto de la indiferencia popular y la superioridad de las fuerzas enemigas que les pisaban los talones. Finalmente en la entonces playa de Alella el diputado militar y el general Nebot se embarcaron por su cuenta, de vuelta a Barcelona, dejando a sus hombres tan tirados como a ellos les habían dejado los imperiales. Aunque tanto Berenguer i de Novell como Nebot fueron inmediatamente encarcelados, el historiador Oriol Junqueras, líder del actual proceso independentista en sus ratos libres, no deja de protegerles bajo el manto de la ambigüedad: «Ningú no sabria asegurar si són uns covards o uns herois… Uns companys acusats de traïció però que han donat mostres d’un coratge que difícilment ningú igualaria». El propio Junqueras reconoce que «els resistents viuen enmig d’un intens paroxisme emocional». Llamémosle pues a nuestra tercera ruta, estrictamente urbana, Cadena del Paroxismo o de la Huida hacia el Precipicio. Comenzaría en el Salón de Sant Jordi del Palau de la Generalitat donde el 30 de junio tuvo lugar la constitución de la primera Junta General de Brazos –una especie de Cortes catalanas– desde la que, convocada por Pau Claris en 1640, desembocó en el Corpus de sangre, la Guerra dels Segadors contra Olivares y la dominación de los, por eso luego tan odiados, franceses. En esa solemne reunión de 1713 cada uno de los tres Brazos –el Eclesiástico, el Militar y el Real o popular– designó nueve representantes para formar una comisión que optara entre la capitulación y la resistencia. Por abrumadora mayoría acordaron el 5 de julio «tratar del modo de la entrega de Barcelona». Pero su dictamen no era vinculante y, aprovechando que el Brazo Eclesiástico había decidido apartarse de todo debate del que se «pudiese seguir derramamiento de sangre», el Militar y el Real deliberaron por separado. El Brazo Militar decidió por una estrecha mayoría respaldar las tesis de Nicolau de Sant Joan, partidario de negociar la rendición: «Cuando la fuerza falta, natural es considerar la imposibilidad moral de resistir el poder. La ley natural y la cristiana enseñan y persuaden a no exponer a los últimos rigores de una guerra». Sin embargo los populares acordaron por 78 votos contra 45 adoptar la resistencia a ultranza, obligando a los demás a secundarles. Fue una dinámica muy parecida a la de los Estados Generales de la Revolución Francesa, desarrollada bajo la presión de la calle. La descripción que el discípulo de Vicens Vives, Pedro Voltes, hace de los impulsores del numantinismo barcelonés anticipa de alguna manera la de los sans culottes parisinos: «Es lógico que este dictamen fuese más grato a gentes revoltosas, populacheras, que nada tenían que perder en un siniestro como el que se avecinaba… Los bullangueros y levantiscos predominarían a fuerza de voces en la ciudad e impondrían su criterio… acompañado de algunas intimidaciones contra quienes no la compartiesen». La ruta de esta tercera cadena debería pasar por lo tanto por la residencia del mariscal Starhemberg embadurnada con plumas de gallina, por los domicilios de las familias nobles a los que, según Castellví, «cuadrillas de hombres embozados fueron a decir que eran traidores a la patria y que si no se retractaban experimentarían el último rigor», por las callejuelas del barrio antiguo en las que esos días tuvieron lugar numerosos robos y al menos cuatro asesinatos, por la geografía urbana en suma de aquella «contristida Nínive» –Montblanc– en la que las campanas tañían anticipadamente a muerto, mientras sus regidores ponían en marcha iniciativas tan desesperadas y extravagantes como la de solicitar protección –y ofrecer vasallaje– a los turcos. Así fue como, según Voltes, «la ciudad, acorralada, no veía otro futuro que la hecatombe y corría locamente hacia ella». Era la misma Barcelona en cuya catedral se habían entonado doce años antes villancicos en honor del Rey que la había elegido como escenario de su boda con María Gabriela de Saboya: «El Sol de Borbón/ será sin duda,/ que ya en nuestra esfera/ sus rasgos despunta/ pues ya logra España/ en dicha tan suma/ las luces brillantes». La misma Barcelona cuya Diputación había dado al nuevo monarca la bienvenida más enfática imaginable: «Multiplicando los gozos/ Cataluña se señala/ pues si a Jorge rinde culto/ a Filipo rinde gracias». Es imposible saber qué hubiera sido de los fueros e instituciones catalanas si quienes las encarnaban no se hubieran declarado en rebeldía contra el que habían aceptado como monarca legítimo. Para alguien como Felipe V que había nacido en el siglo XVII, en una corte que había tenido que soportar los vaivenes de las guerras de la Fronda, su supresión era antes una cuestión de escarmiento a la desobediencia que de modelo de Estado. Sí sabemos que el propio Vicens Vives certificó que «al echar por la borda del pasado un anquilosado régimen de privilegios y fueros, la Nueva Planta de Felipe V fue un desescombro que obligó a los catalanes a mirar hacia el porvenir y les libró de las paralizadoras trabas de un mecanismo legislativo inactual». Inscribía así el debate sobre la Guerra de Sucesión en la perpetua confrontación entre tradición y modernidad: los austracistas serían pues los antecesores de los manolos que se rebelaron contra Esquilache defendiendo el embozo y largo de las capas, de los serviles que aclamaban a Fernando VII al grito de «¡Vivan las caenas!» y de los carlistas que una y otra vez combatieron por Dios, por la Patria y un Rey que siempre se llamaba como el Archiduque. Todo muy español, en suma. ¿Era Jaume Vicens Vives un mal catalán? ¿Lo eran los Rocabertí, Bac, Potau, Agulló, Taverner, Copons, Miramón… que encabezaron el exilio borbónico de 1705? ¿Lo eran los que se refugiaron en Viena en el 13, o los que votaron por la capitulación de Barcelona, o la mayoría de los jueces de la Audiencia que huyeron de la nueva Numancia para entregarse a las tropas felipistas en Mataró? 1713 fue el año en el que una minoría fanatizada y enloquecida arrastró a los barceloneses, que no a los catalanes, en una suicida huida hacia delante, al no ser capaces de asumir que habían jugado equivocadamente todas sus bazas en el tapete de una guerra dinástica que no enfrentaba tanto territorios como intereses económicos. «Como un fatum catastrófico que subiera por una escalera de caracol en pos de su víctima, el destino dio muchas vueltas antes de cebarse en Cataluña», escribe Voltes. En cada una de esas vueltas hubo una oportunidad para el seny, pero en todas fue desbordado por la rauxa. Paradójica –y lamentablemente– la actual España de las Autonomías se parece más a la unión de reinos de los Austrias que al Estado unitario en el que labró Cataluña su prosperidad comercial e industrial. Hoy, como hace 300 años, hay quien quiere encadenar a los catalanes a un pasado imaginario, apartándoles de la España posible e incitándoles al suicidio colectivo. Hoy como hace 300 años las cartas están sobre la mesa: «La situación en el verano de 1713 es absolutamente desesperada por la soledad en que Inglaterra y el Imperio dejan a los catalanes», diagnostica certeramente García Cárcel. «Estamos solos», acaba de advertir el propio Carles Viver, presidente del fantasmagórico Consejo para la Transición Nacional. «Así como Kosovo, Montenegro y tal tenían a los Estados Unidos, a Alemania o al Vaticano, no tenemos un Estado que haya apostado por nosotros». ¿Se darán cuenta estos ciudadanos, degradados a la categoría de eslabones en la cadena de la servidumbre al mito, de que el sentido más profundo de la filosofía de la Historia consiste en que siempre que ocurre igual, sucede lo mismo? [email protected] CARTA DEL DIRECTOR 08/09/2013 PEDRO J. RAMÍREZ RICARDO
Posted on: Tue, 10 Sep 2013 09:28:31 +0000

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