las garras del maligno Pensadlo bien antes de hacer pactos con el - TopicsExpress



          

las garras del maligno Pensadlo bien antes de hacer pactos con el diablo. Es un asunto serio y peliagudo. O, mejor dicho, tened cuidado de vuestra propia naturaleza, la cual os podría hacer desear cosas que podrían llegar a cumplirse. Os relataré la historia del demonio Sálokin para que sirva de ejemplo. Sálokin no fue siempre un demonio, pues nació como ser humano, mortal. Sus padres habían elegido para él el nombre de Nicolás puesto que nació el día de navidad pero, aunque ellos y él mismo lo desconocieran, Nicolás llevaba en su alma –o en sus genes, como queráis verlo una mancha oscura de maldad. Quién sabe si fueron las circunstancias de su vida, bastante duras, las que lo volvieron una persona mezquina o simplemente se trataba de su forma de ser. Quizá era el cúmulo de su “yo” y de sus circunstancias. Quién sabe. El caso es que Nicolás ya se perfilaba desde pequeño como mala persona. Empezó con el robo y las peleas en el parvulario, poca cosa pero ya sirve para hacerse una idea. Su nivel de violencia fue aumentado al mismo ritmo que su cuerpo y también el de crueldad y maldad. Pronto aprendió a ingeniárselas para hacer sufrir a los demás de formas más retorcidas. Así pues, sus puños fueron sustituidos paulatinamente por un arma mucho más peligrosa: un cerebro humano enfermo a nivel ético. Sus víctimas favoritas solían ser personas indefensas, volubles e inocentes y sus herramientas, la humillación, la coacción y la manipulación, en general. Especialmente la manipulación de la verdad. No tardó en hacerse famoso por sembrar la discordia entre sus compañeros y, en definitiva, era feliz viendo cómo las almas de sus personas allegadas se oscurecían y amargaban, hasta que dejaban de disfrutar de la vida como es debido, tan absorbidas como estaban por el odio y el rencor. Debía tener unos diecisiete años cuando pasó a ser Sálokin, soldado de Astaroth. Y fue así como sucedió: como podéis imaginar, Nicolás no había cesado de causar problemas a cuantos le rodeaban, así que en la pubertad fue ingresado en un internado militar. Allí siguió haciendo de las suyas, aunque a menudo, cuando era descubierto, era castigado severamente por sus superiores. Si era necesario, de forma física. Eso llevó a Nicolás a odiar especialmente al sargento y lo mejor que se le ocurrió fue hacerse un pincho con un hueso de pollo y tratar de hundírselo en la garganta. Afortunadamente, el sargento estaba alerta y bien preparado, así que redujo rápidamente a Nicolás –que no había dado ni un instante de paz desde que entrara años atrás y lo mandó encerrar de forma indefinida en un calabozo. Allí fue donde Nicolás formuló su deseo: “Ojalá te mueras, sargento gilipollas”. Todos podemos desear cualquier cosa, más o menos importante, más o menos bondadosa o maligna, pero Nicolás lanzó su deseo al mundo con tanta fuerza interior, con toda su alma como se suele decir, que terminó llegando a los oídos adecuados. Pocos días después de formular el deseo, se enteró por boca de un guardián de que el sargento había fallecido en extrañas circunstancias. Al parecer, sus intestinos habían sido atados al eje del ventilador de techo de su despacho el cual, al girar, fue destripándolo, literalmente, hasta dejar el cuerpo semicolgado, hasta que ya no pudo girar más al estar atrancada por tanta víscera. Él no sabía porqué era maligno, pero se alegraba de que el sargento hubiera recibido su merecido. El asunto trajo mucho revuelo y el internado se convirtió durante los días siguientes al suceso en un cruce entre una fortaleza de la que nadie podía salir y una comisaría en la que se interrogaba con los métodos más expeditivos a todos los internos. A pesar de haber estado encerrado, Nicolás no fue una excepción. Todos sabían de su maldad y su odio visceral hacia el sargento, aunque, finalmente, a pesar de la ligereza y alegría con la que se tomó el asunto el muchacho, hubo que descartarlo como sospechoso por tener coartada. Aun así, permaneció en su celda una temporada más y una tarde, mientras hacía por enésima vez un solitario con una baraja que el guardián había tenido a bien darle para que se entretuviera y así no molestara tanto, tuvo una visita. Un hombre alto y delgado, pero de presencia impresionante, con el pelo moreno y peinado hacia atrás y una fina perilla hizo su aparición en la sala y ordenó al guardia abrir la celda de Nicolás para que pudiera hablar con él. El guardián, extrañamente, obedeció mostrándose bien manso, tras lo cual desapareció de escena. ¿Sabes quién soy, Nicolás? ¿Otro poli? Oye, admito que me habría gustado haber sido yo el que le hubiese hecho eso al sargento pero, desgraciadamente, no pude. Estaba encerrado aquí. Eso ya lo sé. Yo soy el que se ha encargado del sargento. Ah. Pues gracias, me imagino. Aunque no debías, ese hueso era para mí. Soy un demonio, Nicolás. Puedes llamarme Astaroth. Venga ya. Eres tú el que tendría que estar encerrado, pero en un manicomio. ¿No me crees? ¿Cómo crees sino que he logrado abrirme paso hasta aquí? He manipulado la mente de cuantos me he cruzado. Me imagino que querrás una demostración, ¿no? Claro. Pues será un placer. ¿Conoces a nuestro amigo Fernando, el guardián? Lo haré volver y aporrearse la cabeza hasta que pierda el sentido y todo eso sin articular palabra. Adelante, por mí no te cortes. En ese momento, Astaroth perdió la vista en el vacío durante un segundo y, al cabo, empezaron a oírse pasos. Fernando, el guardián, se plantó ante la celda y, en silencio, desenfundó su porra y procedió a golpearse la cabeza hasta quedar tendido en el suelo sin sentido. ¡Ha sido alucinante! Qué envidia me das. Lo sé. Te conozco y por lo tanto sé que eres ideal para ser uno de mis soldados. ¿Qué? –preguntó Nicolás, sorprendido. Yo cumplí tu deseo y ahora estás en deuda conmigo. Ahora trabajas para mí, te guste o no, y no intentes negarte o engañarme porque te localizaré y te haré algo bastante peor que a Fernando o al sargento. ¿Pero tendré superpoderes, no? Claro, te convertirás en uno de mis demonios. Bueno, qué remedio me queda. Ninguno. Pero tranquilo, conociéndote, sé que te lo pasarás bien. Astaroth posó sus manos sobre la cabeza de Nicolás durante unos instantes, en los que el chico notó una especie de calor que entraba en su cuerpo. Ya está. A partir de ahora ya tienes el poder de controlar las mentes y podremos comunicarnos por telepatía. Olvida tu vida hasta el momento, ya no eres Nicolás, sino Sálokin, demonio, y no cumplirás más voluntad que la mía. Prueba tus poderes si quieres, pero no con Fernando, me parece que no está muy dispuesto. Me muero de ganas –e hizo un amago de usar su poder. ¿Pero qué te has creído, niñato? ¡Conmigo no pruebes tus poderes, no te servirán de nada! –tras lo cual Astaroth manipuló a Sálokin para que empezara a estrangularse a sí mismo. Cuando su rostro empezó a enrojecer, detuvo el hechizo. Espero que hayas aprendido la lección. Ahora me voy. Divierte cuanto quieras haciendo el mal, pero, ante todo, permanece preparado para cumplir las misiones que te encargue. Astaroth se transformó en humo y desapareció. “¡Qué pasada! ¿Tendré yo esos poderes?” se preguntó. Inmediatamente, la voz de Astaroth resonó en su cabeza: “No. Los poderes que te he otorgado son muy limitados, pero a medida que te ganes mi confianza te enseñaré más trucos. De momento te apañarás bien con lo que tienes. ¿Por qué no pruebas?”. Sálokin salió algo confuso de su celda cuando llegó otro guardia, que al ver el cuerpo de Fernando tendido en el suelo, desenfundó su pistola. El demonio hizo uso de sus poderes y comprobó su efectividad: El hombre, en contra de su voluntad profunda, torció el brazo hasta colocarse el cañón de su arma en la sien y disparó. “¡Alucinante!”. Sintiéndose totalmente seguro, Sálokin fue abriéndose paso por el internado, probando sus poderes. Tras varios minutos empezó a cansarse de provocar el suicidio de los guardias, así que probó cosas nuevas: los hizo dispararse entre ellos, pelear a cuerpo limpio, comportarse como gallinas y, en último lugar, abrir el portón para poder salir del internado militar. Una vez fuera, se plató en una parada de autobús. Tampoco sabía adónde ir. En su casa no le querrían ni él quería volver allí. Al fin y al cabo, ahora podría hacer lo que se le antojase. Un hombre llegó fumando y se sentó en el banco a esperar el bus. Sálokin hizo uso de sus poderes y el susodicho dijo “Llegará en diez minutos”. No sabía por qué había contestado a una pregunta que tan solo había sonado en su cabeza, pero tampoco había podido evitarlo. “Dame de fumar” le dijo el demonio. El hombre, totalmente sumiso, le entregó el paquete entero de tabaco. Sálokin le dio las gracias y le obligó mentalmente a apagarse la colilla en el antebrazo. Llegó el autobús. El que antes fuera llamado Nicolás montó en él y le hizo llegar al conductor la siguiente voluntad: “A mí no me cobres”, que se cumplió sin problemas. Se sentó ocupando un par de asientos y decidió echar un vistazo por la ventanilla a la ciudad. Varias paradas después, cuando el bus estaba ya bastante lleno, una mujer gorda le preguntó si podría ocupar uno de sus dos asientos. No recibió respuesta, pero sí una orden: la mujer, con el autobús en marcha, se lanzó a placaje limpio contra la puerta hasta que la derribó y cayó en la calzada, rodando inevitablemente e hiriéndose. Sálokin se sentía más feliz que nunca. Ya no por el daño que se hubiese podido hacer la mujer, sino a nivel más general. Era amo y señor de cualquiera que le rodeara y podía dominar a quien quisiera a su voluntad. No tenía porqué obedecer a nada ni a nadie y se pasó el resto de la tarde incordiando a cuantos se le pusieran por delante, cebándose especialmente con un policía que le había llamado la atención por tratar de prenderle fuego a un contenedor. El demonio, confiado, obligó con sus poderes al policía a desvestirse e introducirse la porra por el ano. Le obligó a pasarse así un par de horas y se limitó a disfrutar de las caras que ponía la gente al ver a su víctima. Sálokin había dejado de ser Nicolás desde hacía una semana, prácticamente, y durante todo ese tiempo se había dedicado a incordiar, humillar, dañar o incluso matar a quien le hubiera apetecido y del modo al cual su imaginación le invitara. Recordaba con una sonrisa en los labios al hombre barbudo al cual le había hecho arrancarse la barba con sus propias manos o a la pareja a la que había hecho fornicar en medio de la calle, para espectáculo de los viandantes. Ahora eso ya empezaba a aburrirle así que procedió a concederse caprichos, como comer en los restaurantes sin que le pasaran factura, acostarse con las mujeres que le apeteciera –incluso las podía hacer venir desde cualquier lado del mundo siempre que pudiera visualizarlas mentalmente o, en definitiva, llevarse toda clase de bienes y servicios de forma gratuita. Mientras yacía en su nuevo sofá, ante su nueva televisión gigante de plasma y su recién “adquirida” consola de videojuegos, Astaroth se puso en contacto con él. “Hola, Sálokin”. “Ostia, ahora no, cabrón, que estoy ocupado”, lo cual lo llevó a cogerse los testículos y empezar a apretárselos involuntariamente. “Vale, vale, dime lo que quieras”, dijo el joven demonio. “Así me gusta. Veo que has estado divirtiéndote. Está bien, de eso se trata, así has ido cogiéndole el tranquillo a tus nuevos poderes y ya los dominas lo suficiente como para poder serme útil. Hasta el momento te has limitado a dañar y humillar a los demás, lo cual me hace sentir muy orgulloso de ti, no te creas, pero tengo otras prioridades. Yo también tengo jefe, ¿sabes? Y todos los que estamos por debajo de él tenemos una gran obligación: cosechar almas para su Reino […] No, Sálokin, no me refiero a matar a nadie, sino a corromper su alma. Nuestra misión consiste en ayudar a la gente a caer en tentaciones, a ser violenta, desagradecida, egocéntrica, infiel y toda esa clase de cosas. Como eres novato, tómatelo con calma, pero quiero empezar a ver resultados. No te fuerces, empieza por algo fácil […] De acuerdo, termina el partido, pero en cuanto lo termines te pones a trabajar”. Sálokin, en cuanto terminó la partida de la consola, salió a la calle en busca de personas a las que corromper. Le parecía mucho más divertido humillarlas y dañarlas, o incluso matarlas, pero el trabajo era el trabajo. Según Astaroth, siempre que cumpliera con las expectativas sería bendecido –por así decirlo con la juventud eterna. Es decir, sería inmortal siempre que “cosechara almas para el Reino del Infierno”. Fantástico, con lo que a él le divertía causar el Mal y encima lo hacían eterno. Además, al parecer, al haberse convertido en demonio había adquirido un poder de regeneración celular que dejaba el de las estrellas de mar en el más absoluto ridículo. En cuanto Astaroth se lo comunicó unos días atrás, él mismo hizo la prueba: se hizo un corte en un brazo con un cuchillo y en cuestión de segundos dejó de sangrarle. En un par de minutos ni se intuía que ahí hubiese habido nunca herida alguna. Así pues, Sálokin empezó por lo fácil. En cuanto veía una pareja por la calle, ordenaba a uno de los miembros que fuese cruel o violento con el otro o incluso lo forzaba a besarse con otra persona que pasara por allí. Era fácil. En la estación de metro hizo llegar un pensamiento a una persona: “Empuja al de delante hacia las vías… ¡Ahora!”. En definitiva, iba creando pecadores. Poco a poco fue aprendiendo incluso a manipular la personalidad de la gente con lo cual las cosas se facilitaban mucho más. Al que era generoso lo volvía avaro, al fiel lo volvía infiel, al pacífico, violento, y así sucesivamente. Ellos mismos harían el trabajo por él. Sálokin pasó una temporada compaginando su trabajo de corrupción espiritual con sus propias diversiones hasta que Astaroth le ordenó liquidar personalmente a un objetivo. Eso no parecía difícil, aunque el jefe le dijo “Sí que lo es. No se trata de un mortal, sino de un demonio. Es decir, no podrás usar tus poderes mentales con él”. “¿Y qué uso, agua bendita? Porque si se regenera tan bien como yo, no sé…”. Astaroth le recriminó su estupidez y le hizo llegar de forma inmediata un arco con una flecha maligna. Tan sólo los demonios podrían ver dichos instrumentos, así que tendría que ser cauteloso para que la presa no intuyese que iba a por ella. “¿Y por qué tengo que matarle, qué ha hecho?” preguntó el joven. “Es un traidor. Está empezando a sentir remordimientos y se plantea usar sus poderes para el bien. Sé que ha contactado con un ángel que podría ayudarle en sus planes y darle nuevos poderes, así que debes darte prisa”. Sálokin partió hacia su misión con diligencia. Astaroth le hacía llegar por telepatía la dirección concreta por donde se movía el objetivo. El joven demonio entró en el metro y pronto reconoció que uno de los hombres tenía un aura extraña. Era él. Cargó el arco y se le acercó cautelosamente para no fallar el tiro. Cuando se hallaba a unos cinco metros, la presa le percibió, se giró y, acto seguido, fue atravesado por la flecha infernal, que lo lanzó al suelo. Empezó a formarse un alboroto pero Sálokin no tardó en ordenar a todo el mundo que saliese de allí y, como siempre, fue obedecido. Se acercó al demonio moribundo para verlo mejor y éste le dijo “Sé por qué haces esto, pero no debes hacerlo. Has vendido tu alma al diablo pero puedes recuperarla, busca el Bien en tu interior y serás igualmente inmortal, pero en el Cielo. Yo te perdono y Dios también”. Tras dichas palabras, el demonio se volatilizó y en su lugar quedaron sus ropas y una tarjeta que había sostenido en la mano. Con curiosidad, Sálokin la recogió y observó: “Dios te perdona. ¿Por qué no te perdonas a ti mismo? Puedes ponerte en contacto con nosotros si realmente lo deseas. Ángeles”. Sin saber muy bien porqué, el joven demonio se guardó la tarjeta en un bolsillo y volvió a sus quehaceres. Los días fueron sucedidos por las semanas, estas por los meses y estos por los años, pero Sálokin permanecía siempre igual de joven. Había corrompido innumeras almas y cumplido varios encargos especiales de Astaroth, pero empezaba a sentirse cansado. Ya no solamente habían dejado de divertirle las carnicerías y las humillaciones, sino que empezaba a desarrollar empatía, algo que nunca había sentido. Y, cómo no, a cuestionarse su trabajo y su propia existencia. Estaba decidido, quería cambiar de vida, al precio que fuera, ya que la suya se había convertido en un auténtico infierno. Y si esta terminara, le aguardaría el Infierno real. Siendo así, su situación era desoladora. Recordó entonces la vieja tarjeta. Tal vez los ángeles pudieran ayudarle. Sí, eran la única opción, ya que las alternativas eran o seguir como estaba y vivir avergonzado y arrepentido de forma continua o rebelarse abiertamente e ir a parar al Averno. Sus poderes mentales habían aumentado bastante e incluso podía teletransportarse, aunque solo una vez al día. Se concentró. “¿Hola? ¿Hay alguien? ¿Dios? ¿Algún ángel? Necesito ayuda, soy un demonio arrepentido”. No terminaba de creerse que precisamente él se hubiera hartado del Mal y, además, quisiera redimir sus actos para mejorar la vida de los demás… y la suya. Una voz le indicó unas coordenadas. Se verían allí. Con el corazón en un puño, Sálokin se dirigió a la calle, tomó prestado un coche –es decir, lo tomó y punto y se dirigió a un campo cercano a la ciudad. Tras un par de indicaciones más, encontró a una chica hermosa con un aura poderosa, al igual que la suya. Se presentó como un ángel que venía a ayudarle. Había oído su mensaje y allí estaba. Sálokin procedió a relatarle todas las maldades que había cometido y lo arrepentido que estaba, lo harto que estaba de que su vida fuera un infierno y de que la única alternativa a dicho infierno fuera el auténtico Infierno. Jessica, el ángel, se mostró piadosa con él y le dijo que solamente había un modo de evitar el Infierno para un demonio y era morir a manos de un ángel. Entonces se reencarnaría en cualquier animalillo y, por lo tanto, sería incapaz de hacer el mal, pues todo lo haría por instinto. Sálokin se sentía inseguro. ¿Debía dejarse matar? ¿Acaso no sería una estratagema del ángel –que, al fin y al cabo, era su enemigo para eliminarle fácilmente? Meditó largamente y terminó llegando a la conclusión de que de poco le servía seguir vivo a ese precio y que, si se dejaba matar por un ángel, al menos lograría evitar el Infierno. Decididamente, pidió a Jessica que, por favor, acabara con él. Jessica, con una sonrisa misericordiosa, hizo aparecer un sable dorado, de energía pura, en sus manos y, tras desearle suerte en la próxima vida, le asestó un sablazo que le rebanó la cabeza. Eso ya no era regenerable. Al fin Nicolás había abandonado el infierno. Jessica, tras haber visto evaporarse el cuerpo del demonio, lanzó un mensaje por telepatía a su superior: “Misión cumplida, Astaroth”. By:Alee*w*
Posted on: Sat, 06 Jul 2013 23:53:53 +0000

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