11.09.2013 | Testimonio de Daniel Eduardo Colompil, exiliado - TopicsExpress



          

11.09.2013 | Testimonio de Daniel Eduardo Colompil, exiliado chileno que padeció el ataque pinochetista El bombardeo: una crónica desde adentro del Palacio La mañana del 11 de septiembre concurrí como de costumbre a mi trabajo. Ya había renunciado al Instituto de Desarrollo Indígena. En mi calidad de funcionario de planta prestaba servicios en el Ministerio de Agricultura, sito en calle Teatinos 40. Por: Tiempo Argentino El paisaje urbano se veía raro, el día estaba extrañamente helado y gris, las avenidas estaban menos congestionadas. Curiosamente se divisaban pequeños grupos de personas en las esquinas, una imagen que cambiaba el panorama habitual. ¿Qué había pasado el 10 a la noche? Al menos nadie me había llamado por teléfono. Llegué al Palacio de la Moneda alrededor de las 8:30. Subo al ascensor y al prender mi radio portátil, comprendo la gravedad de la situación. En el interior de aquel edificio la tensión era indisimulable. Se observaban nerviosas reuniones de funcionarios administrativos, los más jóvenes con claras señales de desasosiego, algunas mujeres con su clásico jumper ya mostraban los gestos de agitación. De repente un directivo, desde los pasillos del Ministerio, nos grita: "¡Quemen todas las identificaciones! ¡Evacúen el recinto! ¡Abandonen el edificio!" Los rostros empalidecieron, la sensación de vacío era indescriptible. Súbitamente nos encontrábamos en medio de aquel escenario bélico impensado. El golpe era un hecho. "¡Son los milicos! ¡Se vienen!", exclamaban todos. Habría pasado apenas media hora cuando sentimos el vuelo rasante de una cuadrilla de los tristemente célebres hawker hunter. Perplejo en el piso 10, no hallaba qué decir. ¿Cómo bajamos? ¿Por el ascensor? "Estás loco, estamos sin luz", pensé. ¿Por la escalera? ¿Qué carajo hacemos? En el medio del caos, la lucidez escaseaba. ¿Qué valor tenían en ese momento los sesudos análisis políticos de coyuntura, las interpretaciones del posible accionar de la derecha política en los próximos días? Ahora sólo nos quedaba salvar el pellejo: la muerte y las balas estaban a la vuelta de la esquina y habían llegado para quedarse. La pólvora circundaba los aires y, paradójicamente, ya no era un ejército invasor ni una fuerza aérea extranjera, sino que eran "nuestros nobles valientes soldados" los que bombardeaban a sus compatriotas, adversarios de cuello y corbata, funcionarios estatales con carpetas y expedientes en la mano. Patético. Estábamos en pleno descenso al infierno. Invadidos por el pánico, empezamos a apiñarnos en dirección a las escaleras. Ya no había ascensor que valiera, los comentarios eran lapidarios. "¡Están fusilando en las calles! ¡No se entreguen! ¡No se entreguen, compañeros!", gritaba un militante. "¡Están entrando! ¡Ya llegan!", replicaba una secretaria. De repente, en el descanso del entrepiso, se escucha un grito furibundo: "¡Al suelo todos! ¡Boca abajo!" Ya la sonajera de vidrios rotos comenzaba a inundar los tímpanos, el ataque no cesaba, algunos tendidos en el piso vomitaban y se retorcían por las arcadas. El olor a munición y la balacera de ametralladora parecían infinitos. Estábamos quebrados, viendo en vivo y en directo la caída de nuestro gobierno. Ya no había excusas ni frases hechas. El golpe era un hecho. Estaba ante nuestros ojos. Tratando de darle una interpretación racional a los sucesos, un compañero me susurraba: "Pero si hace poco a estos milicos les habían dado ministerios, ¿qué cresta es lo que quieren?" Ya habíamos perdido la noción del tiempo. Habrían pasado unos minutos, tal vez, cuando sentimos nuevamente el vuelo rasante de los cazas en formación. Continuaba el bombardeo. El gentío empezaba a apretujarse para salir, a los empellones, cual salida de estadio de fútbol. Al llegar al primer piso divisamos soldados agazapados y, con el rostro tiznado, tanques que iban de un lado a otro por la céntrica avenida. De golpe se quebraba la monótona cotidianeidad de aquella gris urbe: ya no circulaban los buses, la ciudad apestaba a humo y muerte por esas horas. Por altavoces vociferan en tono marcial: "¡Abandone el personal el edificio!" Nos daban un ultimátum hasta las 14 horas. Había que salir con los brazos en alto y sin ninguna pertenencia. Le tuve que decir chau a mi radio portátil y a un maletín de cuero. A medida que transcurrían los minutos, comprendí que ya no era recomendable identificarme. A esa altura ya era prisionero de mi propio rostro. Con los ojos enrojecidos por el humo y el pavor, el sudor frío, cubría mi espalda y empapaba la camisa adhiriéndola a la chaqueta. Me imaginaba lo que vendría: ¡tenemos que quemar todo! ¡nuestras agendas! ¡las direcciones, los teléfonos! Iba entendiendo de prisa y sin pausa que nuestras vidas pendían de un hilo. Mientras tanto, a media altura, los cazas seguían sobrevolando por la avenida. Los heridos comenzaban a ser parte de ese cuadro urbano, ya se veía gente arrastrando a duras penas, los cuerpos de alguna víctima. En medio de ese apocalipsis, un compañero del área de Comunicaciones lloraba desconsoladamente. Nos despedimos sin saber hasta cuándo. En los balcones de algunos edificios algunos celebraban, moviendo banderas. Nunca antes había experimentado la tragedia. Me encontraba huyendo de los sicarios. Como a las 15 horas pude ser rescatado por mi esposa, subí a un destartalado auto, en una plaza distante a la hecatombe. El destino había sido impiadoso, la labor quedó trunca y la democracia pulverizada.
Posted on: Wed, 11 Sep 2013 18:26:38 +0000

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