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25 May 2006 @ 08:34 pm ENTRADA 85 El agua chapoteaba con un rumor sordo entre la borda del Corinto y las piedras negras del muelle de amarre. A medida que me acercaba a la orilla, con Lúculo fervorosamente apoltronado contra mi pecho y ronroneando sin parar, iba pensando en cual debería ser el siguiente movimiento. Con un ligero toque de presión en el timón, el Corinto maniobró hasta ponerse abarloado contra los norays del muelle. Sonreí satisfecho. El motor auxiliar, que prácticamente no había utilizado hasta ese momento, había respondido a la perfección, para mi alivio. Hubiese sido una autentica vergüenza quedarme al pairo a tan solo un par de cientos de metros de la orilla, con las velas recogidas y toda la tripulación del Zaren Kibish mirándome. Pasé una mano cariñosamente por el montante de madera de teca. El Corinto era un barco soberbio y no solo me había servido de refugio, sino que me había salvado la vida. Pero ahora, debía abandonarlo para siempre. Antes de saltar al muelle corrí hasta la roldana de proa y saqué la punta del cabo. Abriendo de una patada el pañol de las velas me zambullí en su interior con el cabo en la mano. Allí dentro olía a dacrón, a agua salada estancada y a algas podridas. Los del Zaren no habían sido excesivamente cuidadosos recogiendo las velas del barco y las habían apilado de cualquier manera en el interior del pañol. Ahora yo tenía que chapotear en medio de un montón de tela mal plegada. Acercándome a un estante del fondo, encontré lo que buscaba. Era el spinaker, la enorme vela panzuda que se coloca entre el mástil de proa y el foque. Normalmente solo se utiliza en mar abierto, y con el viento de popa o de través, pero confiaba en que nadie a bordo del carguero ruso tuviese muchas nociones de vela deportiva. Aquel spinaker aún tenía que prestarme un importante servicio. Tras haber enganchado fuertemente un extremo del cabo a la argolla superior del spinaker, subí gateando de nuevo a cubierta y accioné manualmente la roldana. Con el familiar cliqueteo del torno, el spinaker fue ascendiendo lentamente hacia el tope del mástil, hinchándose lentamente a medida que el suave viento del mediodía iba rozando su tela. Con un sonoro flameo la enorme vela se extendió por completo, pero sin tensarse demasiado, ya que había tenido la precaución de dejar las escotas inferiores sueltas. La descomunal vela pendía inerme a lo largo de todo el barco, como una especie de cortina gigante. Cualquier navegante que hubiese contemplado el Corinto en ese momento se preguntaría que clase de rata de agua dulce había izado aquella vela de aquel modo tan estrafalario. Tal y como la estaba colocando, una ráfaga demasiado fuerte de viento no solo arrancaría de cuajo la vela, sino que posiblemente también se llevase por delante parte de la arboladura. Todo eso pasaba por mi cabeza mientras ayustaba cabos febrilmente. Lo sabía, pero aún así me daba igual. Aquella vela solo tendría que aguantar en aquella posición unos minutos, lo suficiente para que Viktor y yo rematásemos nuestro plan. El último servicio que me prestaba el Corinto. El flamear de la vela estaba haciendo que el casco se balancease y golpease contra el muelle. Cada vez que oía el crujido que producía la fibra de carbono al rascarse y la madera al astillarse me dolía el alma. Era un crimen tratar de esa manera a un barco como el Corinto, pero no tenía tiempo para colocar las defensas laterales. Me zambullí en el camarote y empecé a arramblar febrilmente con todo mi equipaje. La vieja mochila de supervivencia, con todo lo que le arrebaté al soldado-cadáver (parece que ya ha pasado un millón de años desde aquello), mi otro traje de neopreno, que aún seguía balanceándose en la percha, y uno de los arpones, con una docena de virotes. Del resto de los arpones, ni rastro. Supongo que algún marinero ocioso del Zaren Kibish se lo habría quedado como souvenir. Tanto daba. Una familiar cara bigotuda apareció por la portilla del camarote. Empecé a pasarle a Viktor todos los bultos y el a su vez los iba apoyando en el muelle. Trabajábamos febrilmente y en silencio. Teníamos que vaciarlo todo en menos de tres o cuatro minutos, o los del Zaren Kibish se olerían el plan. La enorme vela tapaba por completo el sector de muelle donde estábamos apoyando nuestros bultos y desde el carguero las idas y venidas de Viktor acarreando fardos eran invisibles. Lo único que podían ver era un velero abarloado al muelle, balanceándose bajo el impulso de la brisa. Sudábamos como demonios mientras escondíamos todo nuestro equipaje tras la esquina de la nave, tapada con el spinaker. Finalmente, mientras me enfundaba el neopreno, Viktor sacaba de la parte trasera de la furgoneta el torso de un maniquí masculino a tamaño natural , gentileza de una boutique de moda del centro de la ciudad y le colocaba un aparatoso chubasquero amarillo de tormenta y como toque final le calaba la capucha. No habían pasado ni tres minutos desde el momento en que desplegué la vela hasta el momento en que colocamos al maniquí, aun oculto, en la bañera de popa del Corinto. Mientras Viktor se escabullía de nuevo detrás de la esquina yo me afanaba en cortar el cabo de amarre que mantenía al Corinto amarrado al muelle. Con un suave movimiento el yate comenzó a deslizarse hacia la bocana del puerto. El timón estaba trabado en esa posición y aguantaría así el rumbo al menos durante unos minutos. Mas que suficiente. Procurando no hacer ruido me dejé caer a la franja de agua cada vez mayor entre el Corinto y el muelle. El agua estaba bastante fría, pero creo que en aquel momento ni siquiera fui consciente de ello. Mientras el casco se deslizaba pegado a mi, di un par de profundas inspiraciones y me sumergí. La sensación de bucear fue totalmente relajante. Podía divisar la silueta negra del Corinto alejándose y un poco mas lejos, entre las revueltas aguas del puerto, podía adivinar la mastodóntica línea de flotación del Zaren Kibish. Dando un par de brazadas, comencé a nadar hacia la orilla con suavidad, procurando no generar muchas burbujas. A menos de diez metros de la orilla comencé a quedarme sin aire. Me enfadé conmigo mismo y di un par de patadas mas. Finalmente , a punto de desmayarme, asomé la cabeza tras el recodo del muelle, justo donde habíamos amarrado la zodiac rusa cuando tomamos tierra por primera vez. Viktor estaba esperándome allí para sacarme a rastras del agua. Casi sin aliento llegamos a la inmensa mole de la nave de Prosegur. Chorreando agua atisbé a través de la esquina el pedazo de muelle desierto donde hasta hacia un par de minutos estaba el Corinto. En el borde del muelle, brillando bajo el sol del mediodía reposaba el maletín Samsonite negro, objeto de tantos desvelos. El Corinto, balanceándose como si lo pilotase un borracho, se alejaba lentamente hacia mar abierto. Antes de abandonar el barco había cazado las escotas de la manera mas aparatosa posible, tratando de llamar la atención de los marineros del carguero. Ahora temía haber tensado demasiado las escotas y que la vela se rasgase. Sin embargo, no hubo tiempo a eso. Un fuego graneado de armas automáticas salió de la proa del Zaren, astillando la cubierta del Corinto en mil sitios y volando por los aires la cabeza del maniquí. Astillas de madera y pedazos de fibra de carbono volaban por todas partes, mientras cientos de balas agujereaban el casco del velero y su aparejo. Un hombre se irguió en el puente de mando con un RPG-7 apoyado en el hombro. El Corinto se balanceaba a la deriva a menos de doscientos metros de su posición, así que era un disparo fácil. Con un rugido, el proyectil salió disparado entre una nube de humo y un destello cegador hacia el velero. El impacto fue demoledor. Una enorme columna de fuego surgió de golpe por las escotillas del Corinto, al tiempo que un lateral del casco se desintegraba en un millón de fragmentos y dejaba a la vista un enorme boquete. Mientras miles de litros de agua se precipitaban en el interior del buque herido, otro proyectil impactó en su cubierta. Un surtidor de fuego y humo surgió de las entrañas del Corinto, ahora transformado en una hoguera rugiente, mientras un trozo de mastil describía una pirueta en el cielo y caía de nuevo al agua. Con un gorgoteo, el maltrecho casco se fue al fondo entre sonoros chasquidos y explosiones. Pritchenko y yo no nos quedamos a ver el espectáculo. Corrimos por el callejón como condenados, hacia la furgoneta que nos esperaba encendida, en un jadeante ralentí. Mientras las últimas explosiones del Corinto atronaban en el puerto, Viktor aceleró suavemente y enfiló nuestro vehículo hacia la salida. En la cabina de la furgoneta, un gato naranja, gordo y satisfecho, se balanceaba en una red de malla sujeta al montante trasero, mientras contemplaba complacido a su dueño y a un pequeño bigotudo que conducía como si le llevasen los demonios. Viktor y yo sonreíamos. Y no era extraño. No solo habíamos bailado con el diablo y habíamos salido vivos. En el hueco entre los dos asientos, un maletín Samsonite negro con precinto rojo, igualito al dejado en el muelle se sacudía con cada bache que encontrábamos en nuestro camino hacia la ciudad.. Le sigo cuando digan como van... Z-kary.raaw
Posted on: Fri, 26 Jul 2013 05:49:43 +0000

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