A ver... 6. El balón de soccer rodaba lento sobre la calzada. - TopicsExpress



          

A ver... 6. El balón de soccer rodaba lento sobre la calzada. Israel y yo conversábamos sentados en la defensa de una grúa, alejados de los demás. Edgar interceptó el balón a media avenida y empezó a dominarlo con la cabeza. Renato y Emiliano cuchicheaban en cuclillas afuera de la tienda de la esquina, ocultando una cerveza en el portón. Un vocho pasó a gran velocidad y nos asustó tras revolcar por toda la cuadra una de las piedras que hacían de porterías. El choque de la lámina con la roca produjo un ruido tan estridente que algunos vecinos se asomaron por sus ventanas. —¿Cuándo fue? Deberías verla más seguido. Ay, pinche Angélica —dijo Israel sonriendo y dándole ligeros pisotones a mis tenis nuevos. —Hace dos días. Ah, oye… ¿cuándo vas a pasar por el bulto que me diste a guardar? Me cubrí los testículos porque Edgar hacía fintas de soltarnos un balonazo. —¡De veras! Tengo que vender todo eso. Esquivé unos cuatro pelotazos. Reteniendo al fin el balón debajo de mi playera, le pregunté si tenía problemas. Israel forcejeó conmigo, me sacó el balón y se lo arrojó de nuevo a Edgar, diciendo: —No es eso. Quiero juntar algo de dinero. Ya parece que me andaría clavando en eso. Las drogas de diseño son para los fresones. Lo de uno es la piedra o el material industrial. No hay nada de ciencia en esto. Sólo quiero irme a Chiapas un buen rato. —¿Y a qué quieres ir allá? Un balonazo hizo que me sobara la entrepierna ardiendo. —No soy un jipi, ya sabes. Tampoco creas que me voy a la guerrilla con el Sub-Marcos. Pero quiero conocer la selva. Tengo ganas de ver árboles enormes, plantas raras, gente humilde, mosquitos gigantes, esas cosas. Lo miré inexpresivo. —Lo que pasa es que desde hace mucho la ciudad ya no me late. La siento insoportable. Ya no tolero los coches, las broncas con mis papás, con desconocidos en las fiestas, con borrachos gritones, con las morras de aquí... Ya no soporto a la gente egoísta en el transporte, a los viejitos abusivos, cosas así. »No quiero irme para cultivar chícharos y dejar que mis futuros hijos corran desnudos por el monte. Pero tampoco quiero quedarme aquí a caminar entre cemento todos los días de mi vida. Igual de ahí me paso a Guatemala o más al Sur. Un cuate que se fue de mochilazo me dijo que en Ecuador, el Amazonas es hermoso. Me contó que hasta los monos bajan por las ramas y te roban los cigarros. ¿A ti no te gusta viajar? —No mucho. Eludí el balón que surcó veloz sobre mi cabeza. Israel se agachó para amarrase las agujetas y continuó: —Me gusta contarte lo que pienso aunque suene absurdo. Siempre me escuchas. Una cuarentona soltera salió de su casa frente a la tienda para inspeccionar su jardinera descuidada. Después de fingir que la limpiaba, nos advirtió muy alterada que llamaría a una patrulla si maltratábamos sus plantas. El mecánico situado al lado de la tienda envió a su chalán por unas refacciones. El ayudante caminó rezongando hasta perderse en la esquina. La vieja amable que despachaba la tienda salió a colocar bajo un árbol una bolsa llena de comida rezagada y una lata hasta el borde de agua para los perros callejeros. Más tarde, un viejo que empujaba un carrito de camotes paró frente a la tienda para acomodar unos leños en la caldera. Edgar aprovechó y le ordenó unos plátanos aderezados con La Lechera sin dejar de hacer dominadas con el balón. —Mira quién viene ahí —Israel señaló la tienda. Un grupo de chiquillas entraban apresuradas. —No sé quiénes son —dije anudando mis cintillas. —Fernandita, mi niño. Y está viéndote. Israel tomó por sorpresa a Edgar y le robó algunas rodajas de plátano con los dedos mugrientos. Renato salió de la tienda con una Viña-Real de un litro y se tumbó a un costado. Emiliano abordó a las morrillas. Yo me posé sobre la defensa, esperándolos. La vecina loca se asomó a fisgonear de nuevo. Un señor gordo y con el rostro cacarizo que deambulaba en ese momento con una caja de cartón sobre un hombro me ofreció Sevillanas, Alegrías y Muéganos. Le compré una Sevillana y la devoré de dos mordidas. A unos metros, un vecino se esforzaba para abrir el cofre de un viejo Renault. Edgar me sacó del trance lanzándome ligeramente el balón sobre la cara. —Te dije que la niña está bien puesta —dijo. Desde mi posición notaba que la chica reía con timidez por lo que Renato le contaba. Llevaba un pans verde muy entallado y una blusa simple de algodón. Su cuerpo era tan similar al de una chica mayor de veinticinco años. —Ya vamos a armar la reta —dije haciendo dominadas, intentando ignorar la mirada atenta de la chiquilla. Edgar se aproximó lamiendo el desechable de unicel y me dijo: —Si no te aplicas, ése pendejo te va a avanzar. —Sí, güey. Aprovecha —secundó Emiliano mientras yo miraba al vecino esmerarse por arrancar el viejo Renault. De repente identifiqué a distancia una patrulla y le sugerí a Renato que escondiera la Viña, pero me ignoró sin desentenderse de las chiquillas. Entonces me puse a dominar el balón con el pie izquierdo. De repente, dos policías llegaron discretamente a pie, sujetaron del brazo a Renato y lo obligaron a depositar sus pertenencias sobre el cofre de la patrulla. Entre el alboroto, un perro callejero olisqueó la bolsa junto al árbol y se alejó inmediatamente estornudando y lamiéndose el contorno del hocico. La silueta de la vecina chismosa traslucía por las cortinas de la ventana. Israel y yo discutimos con los policías, pero Renato fue puesto a fin de cuentas en el asiento trasero de ese Cavalier último modelo pintado de gris y azul. Emiliano salió de la tienda mordisqueando unas mantecadas, desinteresado de lo que ocurría, y las niñas se marcharon. Cuando formamos un círculo para dividir los equipos, Israel agregó: —Eso le pasa por pendejo. —Al rato regresa —Emiliano pateó el balón por todo lo alto. Israel y yo hicimos equipo. Apostamos chescos, como siempre. Emiliano y Edgar formaron pareja. En una jugada, Israel y Edgar chocaron espinillas muy violento; tanto que cojearon por un rato. En otro momento, cuando Edgar estuvo a punto de anotar, Israel lo alcanzó por detrás y le soltó un codazo en la espalda que lo dejó sin aire. Tres jugadas más tarde Edgar se desquitó metiéndole un taponazo con todas sus fuerzas, tumbándolo de frente. La caída fue tan rápida que Israel no usó las manos, levantádose con mucho esfuerzo. Sus rodillas estaban peladas y cubiertas de tierra. Tuve que interponerme entre ambos hasta tranquilizarlos. Después de un rato separados se contentaron eniviándose pases prolongados. Calculé los goles. Israel y yo habíamos ganado. Cuando el sol se puso, me fui a descansar al lado de la tienda. En cierto momento, las luces de los coches me ayudaron a reconocer a Renato caminando de regreso por debajo de la acera. Los autos que se abrían en la curva le rozaban la mano contraria a la herida. —Me soltaron hasta San Ángel —refunfuñó frente a mí, resoplando. —Te fue chido. Yo nunca he podido dormir bien en los separos. Intenté tocar las puntas de mis pies, sentado, sin doblar las rodillas, pero no lo conseguí. Un dolor ligero me recorrió las vértebras. Cuando mi temperatura se reguló, el frio de la noche comenzó a calarme. Renato compró otra Viña-Real en la tienda. Los demás reposaban sobre la cortina metálica de la estética ya cerrada y se turnaban a sorbos una Coca-cola de tres litros que parecía un zeppelín pequeño. Las niñas de la tarde volvieron. —La tienes bien puesta —me gritó Regato, silbándole a una de ellas para que se aproximara. —No empieces a chingar con eso —dije. Cuando alcé la cara, la niña de no más de diecisiete me preguntó mi nombre. —Alejandro —respondí atento al dueño del Renault que ya tenía remangada la camisa y aún revisaba enfurecido el motor. Renato se estrelló la mano en la frente y se puso a conversar con ella otra vez. Estuve callado todo el tiempo hasta que la chica se marchó. Antes de incorporarme, Renato me jaló una oreja y meneó la cabeza. Israel se acercó para enseñarme la suela trozada de su tenis. Sin dudarlo, Edgar y Renato lo rodearon con cautela y lo amagaron. Edgar le aplicaba una llave china en el cuello mientras Renato lo cargaba por las pantorrillas. Yo me las arreglé solo para sujetarle los tobillos con fuerza y así quitárselos. Cuando logré zafarlos, hice varios nudos entre las agujetas y los lancé con fuerza hacia los cables de luz sobre la avenida. Al tercer intento se enredaron. —No sean pendejos, ya no tengo otros para chutar —rumió Israel tendido en el pavimento, sobándose los dedos de los pies. Tenía un hoyo en el calcetín izquierdo que le descubría el talón. La uña larga del pulgar derecho había traspasado la tela. —No seas tibio —dijo Emiliano intentado suprimir la risa—. Le pides unos a Sergio el día que vayamos a su casa. Tiene varios que nunca usa, ya sabes. Edgar se marchó a su casa y regresó en minutos con un par de tenis desgastados para Israel. De pronto, muchos vecinos que retornaban del trabajo acudieron a la tienda. Casi todos salían cargando bolsas repletas de pan casero y leche en tetrapack. El ayudante de la señora salía disparado a cada rato para cambiar billetes de mediana denominación en los locales más cercanos. Volvimos a amodorrarnos en el costado de la tienda. —Bueno, ¿y cuál reta pagó el chesco? —preguntó Renato. Señalé a Edgar y Emiliano. —Todo por culpa de éste baboso —Edgar le soltó un manotazo en el pecho a Emiliano—. Le metieron varios de túnel. Si hubiera jugado con Daniel, habríamos ganado. Ése cabrón es un muro. —Oye, y hablando del panzón —agregó Renato—, ¿nadie lo ha visto todavía? —Pues creo que no —contestó Emiliano—. Lo último que yo supe fue que ahora trabaja por la noche. —A lo mejor mañana paso a verlo —dije ya de pie, alisándome las nalgas. Israel arrojó con fuerza el envase aplastado. Lo vi caer en el centro de la jardinera de la vecina quejumbrosa. —Pues yo ya me cansé —respondió Edgar—. Luego nos topamos. Si lo ven me lo saludan. Israel recogió el balón y se despidió trotando para rebasar a Edgar. —Mañana yo llego como a las ocho —me dijo Emiliano, alejándose—. Paso a buscarte y te acompaño. —Ya estás. Pedí un refresco fiado en la tienda y salí sin abrirlo. Luego aparté cada una de las piedras sobre la avenida y las reuní cerca de una coladera. El Renault seguía inmóvil. El vecino ya no estaba. Los tenis colgados en el cable se balanceaban muy despacio. 7. En cuanto recorrí la cortina de la entrada del cuarto, una brisa de aire caliente salió disparada. Di unas zancadillas entre las revistas esparcidas sobre el suelo, buscando dónde sentarme, pero elegí recargarme apenas en el borde del posabrazos del sillón grande y destartalado. Había muchas cajas con series animadas japonesas acomodadas a lo largo del respaldo. Emiliano se tumbó de lleno en el sillón individual sin apartar los cojines roídos. Montones de tarjetas de Yu-Gi-Oh estaban distribuidos por todos los rincones. La carcasa de la computadora ya mostraba un tono amarillento y el minicomponente viejo estaba cubierto por pequeñas costras de fruta reseca. La película de polvo de la mesita del centro se había revuelto con grasas de comida y ceniza de tabaco, formando pequeños montículos de sarro. El olor a comida descompuesta se combinaba con el de la montaña de ropa sucia sobre la cama. —¿Adónde fue el gordo? —preguntó Emiliano, evitando respirar hondo. —Dijo que al baño —barajé un montoncito de tarjetas. Cuando Daniel entró, escuché unos débiles chillidos desde la montaña de ropa. —Es una rata —respondió Daniel sonriendo y apartando del sillón a Emiliano—. No se preocupen. Esa es nueva, pero se irá pronto. Su aspecto desmejorado me perturbaba. Su rostro pálido, su ropa decolorada y su obesidad mórbida le daban una apariencia insana. Emiliano cogió por los hombros una playera extragrande muy percudida, simuló probársela y preguntó: —¿Cómo sabes, gordo? Daniel nos mostró un cedé que insertó enseguida en la computadora y dijo con una voz nasal bastante ridícula: —No se preocupen. Tengo el remedio eficaz. Al instante las bocinas voladas emitieron unos sonidos muy agudos. —Quita esa pendejada, Daniel —dije cubriendo mis oídos con las palmas. —Aguanta. Te produce un poco de migraña pero las ratas se largan de volada. Emiliano se levantó y presionó el botón de expulsar en la unidad de cedé. —¿Cómo has estado, Daniel? —intenté coger otro montón de tarjetas. —¡Bien, pero no toques eso! ¡Me la pasé muchos días organizando mi estrategia perfecta con esos decks! Emiliano hizo un gesto angustioso. Le pregunté a Daniel sobre lo que escribía en la computadora. —Estoy chateando con mi chica. —¿Ah, sí? ¿De dónde? —De Quito. —Es una relación difícil. —Lo sé. —¿Y lo de la otra ventanilla? —Ah, eso. Se llaman loquendos. Aún no soy bueno para hacer reseñas, pero creo que voy mejorando. —Daniel, tienes treinta y dos años. ¿No se te hace que ya estás muy grande para esas cosas? —terció Emiliano sin soltar una revista de trucos para videojuegos que había cogido del suelo. —Tú no entiendes de estas cosas —contestó Daniel sonriendo—. Esto es considerado material didáctico en universidades prestigiosas. Lo han certificado. —Pero si tú ni siquiera acabaste la prepa —respondió Emiliano. Daniel cogió un trozo de pan encima del CPU que se veía bastante correoso, le dio una mordida y dijo: —La escuela no explotaba mi verdadero potencial. Aparte, me he vuelto un poco hábil en las computadoras. Esto de la tecnología es más sorprendente de lo que yo suponía. —No inventes, Daniel. Tienes una computadora de hace diez años. No creo que te sirva de mucho en estos días —añadió Emiliano aún hojeando revistas. —Deberías salir un poco —sugerí. —¿Para qué salgo? —respondió Daniel—. ¿Qué hay allá afuera? Me aburro. Luego limpió con su camisa un disco manchado con pasta dental. —Aquí tengo todo lo que necesito —concluyó. —Hasta las plantas necesitan sol de vez en cuando —dijo Emiliano. —Bueno ya —intervine—. ¿Y ahora dónde trabajas, dani? —En un Walmart. Tengo el horario nocturno —Daniel se pasó los dedos por su cabellera sebosa sin borrar su sonrisa. Un puñado de caspa cayó sobre su hombro. —Te vas a acabar muy pronto —le dije, intentando ignorar los chillidos cerca de la cama. —Gano un poco más en las noches. Con eso me alcanza para pagar el internet. Emiliano encogió las piernas por algo que había visto cruzar el suelo y dijo: —Sí, pero tú eres el que va a pagar más a la larga. —Pues ya veremos —Daniel sacudió los restos de pan sobre su barriga, sonriendo. Examiné el cuarto con mayor atención. Las láminas del techo tenían muchas cuarteaduras y los polines ya estaban muy apolillados. Las telarañas que colgaban eran como viejas serpentinas. Una especie de lama que descendía a partir de los huecos en las láminas cubría la mitad de los muros. Recogí algunas revistas del suelo y las apilé junto al sillón. Emiliano se envolvió las manos con las mangas de su chamarra y llevó la ropa sobre la cama a una tina metálica abandonada en el patio. —Los genios también tienden su cama —le dije a Daniel, recolectando las cenizas de tabaco dentro de un frasco vacío de Gerber. —Necesito que vengas un día de estos —Daniel intentaba desatascar una tecla con un mondadientes—. También eres bueno para los juegos. Quiero retarte para confirmar si mi nivel ha disminuido. —Sí, Dani —destendí del sillón una sábana con una mancha amarilla. Emiliano dijo que iba a al baño y en segundos regresó con el rostro pálido. —Mejor hago en mi casa —externó intentando soplar los restos de aserrín húmedo sobre una caja que contenía un árbol de navidad estropeado. —No se le vaya a olvidar, caballero —me advirtió Daniel con la voz nasal del principio—. Sirve que de paso le corro una nueva serie animada que está buenísima. Trata sobre… —Está bien, Dani. Luego vengo —metí el último par de zapatos debajo de la cama. Daniel apagó solamente el monitor de la computadora y dijo: —Bueno, ya me voy a dormir un rato. Hoy entro a la media noche y salgo a las nueve y media. —Nos vemos después —dije al tiempo que Emiliano salía corriendo con el antebrazo sobre la nariz. —Me saludan a los demás —Daniel permaneció quieto en el sillón individual. —Sí —grité antes de cerrar la puerta de su entrada grafiteada. —¿Por qué habrá acabado tan mal el gordo? —dijo Emiliano al aire, enfilando hacia la tienda de abarrotes. —Su papá murió de diabetes hace un año —respondí—, y su mamá sigue trabajando en uno de esos Vips asquerosos. —Vamos a la esquina. Nada más voy a comprar jamón y queso. —Está bien. De allí me voy a mi casa. Antes de comprar en la tienda, Emiliano se frenó en el puesto ambulante vecino y ordenó seis tacos de tripa. El aceite recalentado y el olor del las vísceras aún crudas me hizo pensar en la habitación que acabábamos de escombrar. Emiliano se limpió las manos con varios trozos de papel estraza y agregó: —¿Oye, vas a ir éste sábado con nosotros? —¿Adónde? —recibí las bolsas de jamón y queso a través de la reja de la vinatería. —Edgar dijo que a lo mejor nos lanzábamos a Garibaldi. No seas. Vamos. —A lo mejor. De todas formas pasas a mi casa a buscarme antes de que se vayan. Emiliano añadió: —Espero verte antes. —¿Por qué? Emiliano eludió mi mirada y agregó: —A ver si me acompañas por unos discos. Además necesito contarte algunas cosas. —Está bien. El tendero mantenía sintonizado en la televisión un programa de concursos. Me pareció escuchar unas risas grabadas. De camino a casa imaginé que las risas de Daniel también habían sido grabadas. 8. ...
Posted on: Fri, 23 Aug 2013 22:12:45 +0000

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