Aquí continúa el ejercicio de escristura, casi tres mil palabras - TopicsExpress



          

Aquí continúa el ejercicio de escristura, casi tres mil palabras después (la primera versión terminaba en "Un dardo en la otra nalga, y a dormir como el Vello Durmiente."): Un Día en Cada Semana © 2013 Era aquel uno de esos días bien temprano a las ocho de la madrugada en que todo se echa a perder, cuando el descanso me quedó bastante corto, y no encontraba motivos lo suficiente creíbles para evadir la obligación de irme a trabajar. Encima de eso, era un lunes, como si aquella semana lo estuviera haciendo a propósito, preparándome una tortura inhumana de la que no podría escapar sin abundancia de magullones. Abrí un ojo y me levanté con un brusco movimiento de rutinas sin inspiración. Las manos me estaban muy largas y me rasqué una oreja a través de toda mi cara, y casi le doy un golpe al vecino. Las costillas parecían impresas con los pliegues remotos de las sábanas, y con la nariz pegajosa salté del trampolín de la cama al remolino de aquella madrugada. Pero me dolía la cabeza, tenía frío en el cuello, una mejilla inconsciente, el pelo de un solo lado y no encontraba los botones de mis sandalias volcadas en un rincón. Me senté a los pies de la cama y me estudié los pies tratando de descubrir qué idioma hablaban con la intención de convencerlos a responder. Y sonó el idiota del despertador por una segunda vez, obligándome a abrir los ojos. A mí qué me importa. Que suene hasta que se desuene, y no le voy a hacer más caso, y tenga que ir al siquiatra y tomarse un jarabe de Jaramillo para calmarse las cuerdas. Le di un codazo al reloj y entreabrí el otro ojo no muy convencido. Mi perro levantó la cabeza con la intención de un periodista periódico repleto de intenciones. -Buenos días, feroz Sabroso –musité, haciéndome el despierto. El atroz perro pequinés salchicha cruzado con fricasé de bichones y una pizquita de pomerania ratonero calvo y saluki de dos tonos inclinó su cabeza y crujió interrogante. -Es lunes, Sabroso –expliqué.- Tengo que ir a trabajar, pero te voy a llevar con la dueña de la panadería hasta la tarde. Al llegar al baño tuve una nueva sorpresa, pero no tan mala como el lunes. Sabroso se había comido todo el papel higiénico y le había dado una paliza a la puerta de un armario. -No en balde no podía dormir –exclamé, recostándome al espejo.- Con la serenata que me diste anoche, y yo creyendo que era una pesadilla. Me lavé los dientes tan pronto pude encontrarme la boca, me peiné, dividiendo el pelo de un solo lado por un cero bien engominado, me vestí lo mejor que pude, ignorando las leyes de la simetría común y estableciendo nuevas normas de estética, y me paré entre la puerta abierta y el universo, a un salto de aquella semana. -¡Sabroso! –grité.- Apaga y vámonos. Mi perro ridículo se subió a la silla de un brinco, empujó el interruptor de la luz y me siguió afuera. -Vaya, Sabroso –le dije.- Se me olvidó desayunar de nuevo. Pero no importa, que hoy es lunes. Él me miró con un lado de lado, todavía sin entender nada. -¡Que es lunes, perro idiota! –exclamé, perdiendo los estribos. Sonó el despertador una vez más. -Vámonos sin desayunar, antes de que me despierte y cambie de alguna idea. Encontré el auto casi en el mismo lugar que lo había dejado la noche anterior. Pero no la puerta. Con un poco de dificultad logré finalmente hacer coincidir el extremo más distante de la llave con la abertura del cerrojo automovilístico, pero casi me quedo dormido recostado a un bolsillo. Sabroso subió de un salto y me repitió el mismo crujido. -Cállate –dije, siguiéndolo con los dos pies por delante. Después de un rato encontré la calle. La seguí con bastantes intenciones en dirección a la panadería, aunque ella se me trataba de escabullir a cada tramo. Cuando me desperté, mi auto estaba parado en el borde de la calle con la boca abierta, y unas luces azules corrían en círculos como locas, algo mareadas. -¡Pero de dónde salió este policía! –recapacité, incidentalmente. Para colmo de males en este día lunes ya muy largo, aunque todavía eran las ocho y media de la mañana. -Apúrate, policía –grité por el espejo retrovisor, haciendo un gesto de animado descontento seguido por los crujidos del Sabroso.- Se me hace tarde. Sin embargo, se me ocurrió una idea en extremo pegajosa. Puse al perro en el asiento del conductor y me escabullí al del pasajero, apurando la mirada desde la otra ventanilla, y haciéndome el distraído. Observé con el rabo del perro al policía preparando sus documentos, bajándose de su auto coronado en brillos, y caminando en línea recta en dirección al Sabroso canino. -Buenos días –dijo con ética de marsupial público, recostándose un poco a la puerta cerrada.- Usted ha estado obstaculizando el tráfico por los últimos diez minutos en una zona donde está prohibido detenerse. ¿Ve ese hidrante allí? ¿Y ese aviso de no aparcar? Disimulé mucho más, prestándole gran atención a la ciudad por mi ventanilla, y muriéndome de la risa. -Deme el registro de su automóvil, su célula de chofer y la prueba del seguro para accidentes. Sabroso me miró con interrogación, repitiendo los crujidos acostumbrados. Y yo ya no podía contener la risa. -¡Es un perro! –exclamé, dejando de respirar.- Discúlpeme la broma, señor policía. -¿Su animal muerde? –aquel funcionario público dio un paso atrás. -¡No sea cobarde! –grité, dándome palmadas con ambas manos en los muslos y perdiendo el aliento debajo del asiento.- ¡Si es un perro enano! Sabroso pesa unas diez libras con los zapatos puestos. ¡Y aquello del policía miedoso era de lo más simpático. -¡Basta! –ordenó él.- ¡Controle a su animal, o me lo voy a llevar detenido! Estaba a punto de llorar, pero decidí obedecer ante aquella amenaza. -Deme el registro de su automóvil, su célula de chofer y la prueba del seguro para accidentes –repitió él. Busqué en la guantera, y encontré muchísimas cosas que se me habían extraviado hace un par de semanas, pero no el registro automovilístico ni los documentos del seguro. -Ya le dije que controle su animal –gritó de nuevo el policía, observando a Sabroso con una mirada de pánico disfrazado de horror. -No se preocupe, que el animal no muerde –insistí, poniéndome muy nervioso. Pero aquellos papeles no aparecían por ninguna parte. Y la semana se me estaba cuarteando más apenas en lunes. -¡Aquí estaban! –grité, fuera de mí.- ¡Hay mi madre, en que lío me he metido! Todo por tratar de hacerme el gracioso. Le di un puñetazo a la guantera como si se tratase de una piñata. -Ay –dije.- Eso me dolió. El policía salió corriendo a unos cien kilómetros por hora, de vuelta a su auto linterna. Y antes de que pueda yo contarlo, estábamos rodeados de un grupo de cazadores expertos muy tensos de la reserva de animales salvajes. -Eh, ¿qué les pasa a todos ustedes? –pregunté, un poquitín intrigado. Uno de ellos abrió la puerta del lado del pasajero y gritó, conservando la distancia: -¡Sale, sale! Levanté las manos. -Me rindo –confesé, sonriente.- Estoy desarmado y soy pacífico. Por favor, no me pellizquen. Abandoné mi asiento, y con las intenciones de demostrar mi buena naturaleza de lunes en la madrugada, di una elegante vuelta que ni un bailarín de tango en la popa de un bergantín a la deriva. -¡Cuidado! –dijeron ellos, apartándose un burujón de pasos. -¡Pero ustedes se han vuelto locos! –grité, ahora receloso, despeinándome y con las manos en las cintura llenas de incredulidad y sorpresa. Alguien se acercó con rapidez y un fusil neumático, apuntándome a la espalda. -Eso sí que no –dije, e intenté volver a mi auto. El disparo sonó un poco hueco, sentí el dardo en mi nalga derecha y un cansancio repentino. -Enhorabuena –los felicitó el policía, acercándose. “Ahora sí que voy a llegar tarde al trabajo”, consideré un segundo antes de quedarme profundamente entumecido. Me desperté bastante dócil en el interior de una furgoneta bamboleante y espaciosa. Me acerqué a unos agujeros en la pared y miré afuera a la ciudad retrocediendo con entusiasmo. Eran las nueve menos diez, y aquella aventura se había vuelto negativa. Nos detuvimos finalmente y la puerta se abrió, mostrándome una rampa metálica rodeada de paredes y matizada de olores penetrantes. Alguien dio golpetazos a los lados de la furgoneta: -Dale, bestia, bájate –gritó.- Que no tenemos todo el día. Obedecí, dando tumbos con una pierna todavía dormida por el sedante hasta el final del pasillo. La reja se cerró a mis espaldas. Estudié las paredes, bastante ennegrecidas, por cierto, y el cerrojo de la puerta de entrada. Y le di una patada. Perros ladraron por todos lados. Un tipo apareció vestido todo de azul, arrastrando una pesada cubeta. -Cálmate, bestia –dijo.- ¿Tienes hambre? ¡Claro que tienes hambre! -Buenos días –expliqué.- Yo no he desayunado todavía, pero no hay problema con eso, porque siempre desayuno tarde, o no desayuno. Tan sólo ábreme la jaula y permíteme irme, porque ya estoy llegando tarde al trabajo. Mira, son casi las nueve de la mañana. Le enseñé el reloj. Él dio un paso atrás. -Cálmate –insistió.- Toma. Y me tiró un pedazo de carne crudo, que casi me da en un ojo. -¿De verdad? –pregunté, impaciente. Y se lo tiré de vuelta. -¿No? –insistió él. Tomó un manojo de hierbas y me lo extendió con cierto recelo. -¿Y esto? -Creo que te pareces a mi reloj despertador –consideré.- No tengo hambre, pero si insistes, tráeme un café con leche caliente y un pan con mantequilla de vaca bien frío. Aquel tipo me tiró las hierbas por la cabeza y se echó a reír. -¡Qué clase de anormal! –exclamé. Busqué alrededor algo más que tirarle, pero más contundente que la hierbas. Mientras, él sacó una pelota de uno de sus bolsillos, y me la extendió con la mano abierta. -¿Quieres jugar? –preguntó. Muy disgustado, le di una nueva vuelta a aquella jaula en busca de bólidos agresivos. -Toma –dijo él, y me lanzó la pelota. Yo la atrapé en el aire, y se la lancé con todas mis fuerzas. Pero con tan buena suerte, que rebotó en uno de los barrotes de la reja que nos separaba, y me dio en la cara, lanzándome al piso. -Vaya, qué bestia –dijo él, lleno de carcajadas. Aquello ya pasaba de castaño oscuro, así que me levanté de un salto y abrí la puerta. -Ya, ¡se acabó la diversión! –rugí, con los brazos abiertos.- ¡Me voy ahora mismo! El tipo de azul echó a correr. -¡Auxilio! –gritaba.- ¡Se escapó! Lo perseguí por todo el pasillo hasta las oficinas. Pero pude observar a través de una de las ventanas como aquellos cazadores se organizaban, armándose de nuevos dispositivos de todo tipo de dardos. Decidí volver sobre mis pasos y buscar otra vía de escape, cuando descubrí un teléfono. -Buenos días, es La Salival, un servicio de especialidad. ¿En qué le podemos servir? -Abudemio, ¡qué bueno que estás ahí! –exclamé, aliviado. -¡Evergisto! –preguntó él.- El jefe está bien molesto contigo. -No me digas nada, Abudemio, que estoy en tremendo lío. -¿Qué te pasó? -No estoy muy seguro todavía. Me quedé dormido en una esquina y un policía me mandó para la Sociedad de Animales Salvajes de la Avenida de Los Mártires… -¿Para la perrera? -No es una perrera, sino una reserva temporal de vida salvaje… -Llámala como quieras, es una perrera. -Necesito que vengas a buscarme ahora mismo, pues estoy sin vehículo y no sé qué hacer para salir de aquí. -¿Es ése Evergisto? –preguntó una voz adicional en el otro extremo del auricular. “¡Ay, mi madre, parió Catana!”, pensé. -¡Evergisto! –gritó la voz.- ¡Evergisto Acindino Punzón! -A la orden –respondí.- Buenos días, Istriomeneo, ¿cómo está usted? ¿Y la familia? -Evergisto, no te pases de listo –me interrumpió él.- ¿Sabes qué día es? -¿El día de hoy? -¡Son las nueve y cuarto! -¡Cómo vuela el tiempo! -¡Dónde estás! -En la perrera, quiero decir, en la reserva de animales salvajes del municipio que está en la Avenida de Los Mártires. -¡Estás despedido! -Es que yo… -¡No me vayas a decir que tienes otro trabajo y que llamaste para renunciar! -Istriomeneo, yo no puedo ir a trabajar porque… -De eso nada, ¡te prohíbo que renuncies! -Istriomeneo, es que usted no entiende… -Pues te voy a dar una última oportunidad, Evergisto Acindino Punzón. Ven para acá de inmediato, que estamos como locos con todos esos clientes que no hay quién los entienda y no saben qué quieren. -Pero ya usted me despidió, Istriomeneo. -No, de eso nada. -Pues sí, que usted lo hizo. -Yo no fui. -Ya no trabajo para La Salival. -Por favor, mira que te subo el salario… al doble… -Es que… -¡Al triple, y es mi última oferta, por tu madre! -Bueno… por la suya… -¡Apúrate! -¿Evergisto? -¿Abudemio? -Creo que Istriomeneo se ha vuelto loco de la desesperación, pues en quince minutos se nos ha caído la casa. -Ven a buscarme ahora mismo –y colgué el teléfono. Justo a tiempo, porque los vestidos azules ya habían concluido sus maniobras de organización y ahora se preparaban para el primer asalto. Regresé a mi jaula lo más aprisa posible, y la cerré. Desde lejos, los cazadores aseguraron mi puerta con toda clase de dispositivos de sitio. Exactamente una hora después, a las diez y algo de aquella mañana dislocada, Evergisto se acercó a a la entrada de mi celda. -No digas nada –dijo. -¿Qué pasa ahora? -Ellos creen que eres algún tipo de animal salvaje. Tuve que comprarte. -¡No seas ridículo! -Te van a vacunar contra la rabia y algunas dolencias tropicales, y a poner en una jaula más pequeña que cabe en mi camioneta. -¿Qué pasó con Sabroso? -¿Sabroso? -Mi perro. -Al parecer está en la cárcel porque no tiene documentación. Verá al juez en la tarde. -¡Tenemos que rescatarlo! –aventuré. -¡De eso nada, manada! ¡La cárcel no es como la perrera! -Pero tengo que hacer algo. -No cuentes conmigo. Ya yo hice demasiado, y me has costado bien caro. -¿Cuánto? -Cinco mil. -¡Cinco mil, Dios mío! ¡Están locos! -Se me fueron los ahorros de dos años, Evergisto. -No te preocupes… -Espero que me lo devuelvas. -Claro. Se acercó uno de los cazadores. -Las vacunas –me alertó él. -De eso nada, a mí no hay quién me ponga una vacuna para animales. Un dardo en la otra nalga, y a dormir como el Vello Durmiente. Hasta que un frenazo aderezado con empujones de todos colores me obligó a regresar a cierta realidad. -Déjalo en el recuerdo –musité musicalmente, y reboté para el otro lado. -Evergisto, despierta –un aparato subcutáneo exclamó, sonrosando su mirada. -Ya dije que no me digan que está debajo de ese consabido pupitre, por favor, envíelo de nuevos huevos redondeados –recité en sueños. -¡Evergisto, ahí viene Istriomeneo! ¡Despiértate! -¿Dónde está ese inútil? –exclamó el tercer visillo, dando zancadas de satisfacción efímera. Me recosté en una pared muy estrecha. -No me siento bien –declaré, sin alcanzar a descubrir el horizonte virtual. -Pues siéntate bien –me aconsejó Abudemio, con una mueca y un paso atrás. Abrí los ojos, enceguecido por la luz de aquel mediodía prematuro. Estaba embutido en un rectángulo enrejado, con la mitad del cuerpo entontecido y la otra mitad aguardando una amnistía. -¿Qué es eso? –Istriomeneo se inclinó sobre mi rostro inflamado por el sueño. -Buenos días, señor precursor, ¿el colmo está en esta madrugada? –balbuceé. -¿Tú no pensarás soltar a esa bestia aquí? –el jefe apretó los ojos, revoloteando por toda la ciudad. -Pero ése es Evergisto –respondió Abudemio, hundiéndose hasta la nariz en el pavimento soleado. -¡Llévate esa bazofia de aquí ahora mismo! –me apuntó el jefe, estirando sus dedos hasta el próximo municipio. -Pues yo espero que te hayas arrepentido del aumento que me prometiste por teléfono, porque ya me estoy disgustando muchísimo de tanta gente con salideros de ideas medicinales y planes destinatarios tan perdidos como Sabroso –exclamé, yo también molesto. -Ay, mi madre –Istriomeneo se acobardó, el muy cobarde.- ¡Llévatelo! Y se alejó flotando en el vaho de la ciudad insomne. -¿Qué fue dónde eso te lo advertí? –pregunté, asentándome del otro lado. -¿Qué te pasa? -No me siento bien –repetí.- El cuerpo me da vueltas… -Los veterinarios de la perrera te pusieron una dosis extra de calmantes. Es muy posible que estés sufriendo los efectos secundarios. -Nada de efectos secundarios –recosté la cabecera a los rodillos de las piernas de la mesa.- Estos efectos son universitarios y graduados con sabores honoríficos. -¿Puedes caminar? -Ya dijeron que no me siento bien –Abudemio estaba sordo como una bola de bolos. Pero abrió la jaula de todas maneras. Empujé mis piernas una a una hasta que las tres encontraron escapatoria, y luego una mano, y luego la otra, haciendo muecas de inspiración entrecortada. -¡Ay, pero que cosita más linda! ¡Cru-ru-cu-cru cucú! –exclamó una señora muy elegante y vestida de amarillo semanal, inclinándose hacia mí con candor.- No muerde, ¿verdad? Observé que Abudemio estaba tan sorprendido como yo. Pero yo estaba también molesto. -¡Arrrrrgghhh! –grité.- ¡Yaca-yaca! ¡Qué me la trago de un brinco! Y aquella mujer salió gritando a todo correr en zigzagueos muy inteligentes: -¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Auxilio! -Evergisto, me vas a meter en un lío a mí también –admitió Abudemio, algo tiznado.- Ahora alguien va a llamar a la policía, y ya no me queda dinero. -Perdón –me reí para el extranjero.- Vamos, pues se me hace la boca agua por trabajar en La Salival. Intenté levantarme, pero la tierra se balanceaba en línea perpendicular a mis intenciones. El buen amigo me ayudó a encontrar la puerta, tropezando con los detalles inimaginables de mi propia imaginación. -¿Abudemio? –preguntó la recepcionista, columpiando sus perspicacias detrás de un gigantesco parapeto de excusas y opiniones impresas. El me arrastró a tirones hasta el centro del receptáculo a pesar de que uno de mis zapatos se arrepintió y decidió permanecer del otro lado de la puerta cerrada. -Bueno días, bellísima Loida Mapulada, tan hermosa como casi siempre –saludé ceremoniosamente a la dama, despegándome un turbante imaginario. Ella dio un salto, desde su asiento hasta detrás del mismo. -Ay, Abudemio, ¿no lo puedes dejar allá afuera, amarrado a uno de los postes del alumbrado público? -Pues que me amarren a uno de tus tobillos bien torneados –dije, galantemente-, y voy a salir corriendo y a arrastrarte por todo el edificio para que aprendas a burlarte de mi desgracia. -¡Te dije que te lo llevaras! –Istriomeneo volvió a aparecer, congelado de coronilla a portafolio confidencial. -Vámonos –dije.- Que de peores lugares me han echado con la policía. -Cálmense –replicó Abudemio.- Sé que puede ser algo difícil de creer, pero éste es Evergisto. -Y yo soy la madre superiora del convento de Los Vientos –contestó Istriomeneo con los brazos en jarras de bizcochos. Me eché a reír. -Pues buenos días, señora abadesa de Los Vientos –hice una reverencia en un ángulo agudo, todavía bastante mareado. -Permítanme demostrarlo –rogó Abudemio. -¿Qué pretendes? -Voy a llevar a Evergisto a su oficina, y ya verán cómo es realmente él. -¡Estás loco! -afirmó la recepcionista, intrigada. -¡Te advierto, Abudemio! –lo desafió Istriomeneo.- ¡Como se trate de una broma, te va a costar el puesto! -Mejor nos vamos –admitió mi buen amigo, cambiando de rumba con una mueca a lo Dalí.- Esto no hay quién se lo crea. -Eh, calma pueblo, que son cien años –me resistí al desánimo.- Tan sólo ayúdame a encontrar mi despacho y a sentarme donde corresponde, y ya verás lo que va a pasar. -Eso es lo que más me preocupa, Evergisto –lloriqueó él.- ¡Me van a despedir por tu culpa! -No te preocupes, mi amigo, que más se perdió en la guerra. Yo pago. -¡Evergisto, por tu madre! -¡Abudemio, por la tuya! -¿Se puede saber qué es lo que estás haciendo? –intervino Istriomeneo. -¡Eso mismo iba a preguntar yo! –apuntó Loida. -Estaba tratando de convencerlo de que nos fuéramos pero él insiste en que lo dejemos pasar a su oficina –explicó Abudemio. -¿Con quién tú te crees que estás hablando? -¡Con Evergisto! -¡Ay, mi madre, es una epidemia de anormales! –se lamentó Istriomeneo. -¡Y un lunes! -¿Pero usted no se da cuenta, señor Istriomeneo, que él se está burlando de nosotros? -Yo no me estoy burlando de nosotros –repliqué.- Y tú, Abudemio, ¿te estás burlando de nosotros? -Cállate –respondió él, no muy elocuente. -Cállate tú –concluí. -No, tú te callas –se resistió. -De eso nada, cállate tú primero. -Pues si te callas tú, entonces me callo yo. -Yo no me callo, pero tú te callas ahora mismo. -¡Qué me voy a callar yo antes de ti, de eso nada! -¡Qué te calles! -¡Que no me callo! -¡Que basta ya! -¡Que tú primero! -Voy a llamar a la policía –me amenazó Loida Mapulada, descolgando el auricular. -Un momento –dijo Istriomeneo.- Abudemio ya se va. -Pues espero que sí –consintió él. Empujé mis pies con exasperación, arrastrando a Abudemio en dirección a mi oficina. Abrí la puerta con un diestro movimiento de mi mano libre y me senté detrás de mi escritorio cubierto de notas. -¿Ven? –dijo Abudemio algo dudoso. Loida y Istriomeneo tenían los ojos como faros de invernadero. -Esto es fácil –comenté.- Lo primero que hago cada lunes es revisar los apuntes del viernes anterior, confirmar las citas de la semana, verificar que el Departamento de Secreciones tiene los suministros necesarios para nuestros clientes y… Sonó el teléfono. -¡Y contestar cada llamada con suma prioridad y cortesía! Descolgué el auricular. -Buenos días, La Salival, un servicio de especialidad al alcance de su boca, mi nombre es Evergisto Punzón, ¿en qué le puedo servir? -Buenas tardes… -Buenas tardes, sí por supuesto, que son las doce del mediodía con cinco minutos… -Buenas tardes. -Buenas tardes. -Muy buenas, ¿cómo dijo que se llamaba? -Evergisto Punzón. -Vaya, ¡ése sí que es un nombre bien raro! -De eso nada, usted no se puede imaginar cómo se llaman el resto de los que trabajan conmigo –afirmé sonriente.- Pero dígame, en qué lo puedo servir en esta mañana… quiero decir, en esta tarde. -Pues bien, señor Punzón, tengo un problemita… -Dígame su nombre. -Pues mi nombre es Vladimiro Arturo Normal, pero me puede llamar Arturo Normal. -¿Usted tiene una cita con nosotros esta semana? ¿Llamó para cancelar? -No, no tengo cita, pero tengo un problema con mi colchón. -¿Con su colchón? -Si, a mi colchón… -Nosotros no ofrecemos servicios de colchones, señor Normal. -No me llame señor. -Sí, señor. -Pues no señor. -Muy bien, Arturo Normal, nosotros ofrecemos servicios glandulares, pero no tenemos nada qué ver con colchones. -Creo que me dieron el número de teléfono equivocado. -Sí, usted está equivocado. -Pues más equivocado está usted. -Sí, los dos estamos equivocados –admití, mirando de reojo a Istriomeneo. -Pero usted más. -Pero yo más –me mordí un labio, ya que el cliente siempre tiene la razón. -¿Usted sabe el teléfono de la colchonería? -No, disculpe, no conozco el teléfono de ninguna colchonería, ni tampoco ninguna colchonería aunque no tenga teléfono. -Vaya calamidad. -Llame al número de información. Quizás ellos le puedan ayudar. -¿Cuál es el número de información? -No tengo idea. Nunca se me había ocurrido llamar a información a preguntarles su número de teléfono. -¿Usted sabe quién lo sabe? -Un momento, señor Normal. -¡Arturo! -Sí, un momento, Arturo Normal, por favor. Me volví hacia Abudemio. -¿Cuál es el número de información? -Yo que sé, Evergisto. -¿Cuál es el número de información? –grité a los espectadores. Loida e Istriomeneo se sobrecogieron de espanto. -¿Nos va a atacar? –inquirió la recepcionista. -Pregúntales –le indiqué a Abudemio. -¿Cuál es el número de información? –repitió él. -¿El número de información? -Sí, el número de información. -¡Pero para qué quieres el número de información! -Un cliente lo necesita. -¿Un cliente? -¡Esto es absurdo! -¿Pero ustedes lo saben o no? –rugí, poniéndome en un solo pie. -¡El cero cero cero, esperar por la señal de tono y marcar uno! –gritó Loida Mapulada.- ¡Pero si se trata de una emergencia, marcar el uno uno uno uno nueve dos tres uno! -Cero cero cero uno –repetí. -¿Cómo dijo, señor Punzón? –preguntó Vladimiro Arturo Normal desde el otro extremo de la conexión eléctrica. -Dije cero cero cero, o tres ceros, luego espere por la señal de tono y marque el uno. -¿Tres, cero? -No, tres veces cero. -Pero tres veces cero es igual a cero, ¿quiere usted decir un solo cero? Aquello me empezó a disgustar. -¡No, señor Normal! –grité.- Cero, entonces cero, y otra vez cero, y por último uno. -Ah, cero, cero, cero, uno. -Eso fue lo que dije la primera vez. -No, usted dijo “cero cero cero uno”… Y no me llame más señor. -Usted tiene razón, Arturo Normal. Le deseo un enorme éxito en su empresa –me mordí los dientes con roña. -Yo no tengo ninguna empresa. -Me refiero a los problemas con su colchón. -Ah, muy bien. Le deseo éxitos en su empresa a usted también. -Buenas tardes, Arturo. -Buenas tardes, Punzón. Colgué con rabia y a punto de ahorcar a alguien. -Cálmate –me aconsejó Abudemio.- Nos están mirando. Evidentemente. -¿Quién era? –preguntó Istriomeneo. -¿Quién era? –repitió Abudemio. -Un equivocado. -Un equivocado. -¡Qué suerte! -¡Qué suerte! -Basta ya, Abudemio. Yo entiendo lo que ellos dicen. No tienes que repetirlo. -Dijo “Basta ya, Abudemio”. Él entiende lo que ustedes dicen. No tengo que repetirlo. -¿Quién entiende? -¿Quién entiende? -¿Quién es quién? -¿Yo? -Él. -¿Quién es él. -Pues yo. Aquello era absurdo, y ya estaba bastante disgustado. -Muy bien –dije.- De vuelta a mi rutina, y de la forma que ya había establecido, lo primero que hago cada lunes es revisar los apuntes del viernes anterior, confirmar las citas de la semana, verificar que el Departamento de Secreciones tiene los suministros necesarios para nuestros clientes y… ¿Dónde están mis apuntes? Yo sabía que debían estar sobre mi escritorio, como era mi costumbre desde hacía dos años. Sin embargo, se me habían extraviado en el momento más inoportuno. -¡Mis notas, todos mis apuntes, mi calendario, la hija de mis ojos! –exclamé con mareos de desesperación.- ¡Dónde están! Saltando de un lado al otro, revolví las gavetas al alcance de mis manos, volqué los contenedores en cada archivo, y barrí la superficie de mi escritorio. -¡Dónde! ¡Dónde! –gritaba con ansiedad, sabiendo que de ese paquete de apuntes dependía la eficiencia de esta semana, y probablemente también del resto del mes. Loida Mapulada y Istriomeneo salieron de mi oficina a todo correr, gritando como almas en pena. -¡Auxilio! -¡Ya sabía yo que esto iba a terminar mal! –exclamó Abudemio con angustia.- No te muevas de aquí, y ahora vuelvo. Permanecí encerrado en aquel cubículo por espacio de casi una hora, dedicando mis energías a la búsqueda de mis notas. Abudemio regresó cabizbajo. -¿Recuerdas a la señora del estacionamiento? -¿La señora amarilla? –pregunté distraído. -Sí, la señora “amarilla” llamó a la policía. -Ayúdame a encontrar mis apuntes. -Cálmate, Evergisto. Haz acabado con la oficina. -¡Cómo me voy a calmar, Evergisto! –grité.- ¡Tengo que encontrar mis notas! -Te dije que la señora que atacaste en el estacionamiento llamó a la policía –repitió.- Está aterrada. -Yo no ataqué a nadie –definí.- Fue una broma. -Pues llamó a la policía por tu broma. -¿Y qué? -Pues hay un policía allá afuera… -¡Ajá! –vociferé, pleno de alegría.- ¡Eunice! ¡Lo encontré! -Es Eureka. -¿Quién es qué? –pregunté distraído, sosteniendo mis apuntes en alto con un gesto de triunfo victoriano. Y abrí la puerta con un golpe súbito, corrí hasta el centro de la recepción y grité: -¡Todos mis apuntes! –y bailé en una sola pierna hasta que me caí sobre una silla, todavía mareado y con las pupilas dilatadas de la satisfacción.- ¿Ustedes ven que yo soy yo? -¡Auxilio! –gritó Loida, escondiéndose detrás de su escritorio y seguida de cerca por Istriomeneo. -Controle su animal, Abudemio, o lo pongo a dormir definitivamente –alertó un enorme policía, con una mano en la cintura y casi sentado en una banqueta imaginaria. -Buenas tardes, Eureka –dije, con una sonrisa imaginaria.- Encontré mis notas. -No te muevas, Evergisto –me aconsejó Abudemio.- Y quédate bien tranquilito, o nos van a entrar a tiros a todos. Obedecí, poniendo mis apuntes en el suelo y levantando los brazos. -¡Aleluya! –dije. -Controle su animal –aconsejó el policía Eureka. -Perdón –dijo Abudemio, acercándose lentamente.- Esto es necesario. Y me puso un collar en el cuello y una traílla de eslabones metálicos. -¿Abudemio? -¿Sí, Evergisto? -¿Qué animal se supone que yo sea? -No tengo idea, pero no creo que se trate de un conejo. -Eso sería ofensivo –me ofendí. -Bueno, si es un conejo es un conejo gigantesco, pues supongo que nadie se defiende de un conejo normal a tiros –prosiguió él.- Al parecer ellos ven algo monstruoso. -¡Qué bien! –una lágrima de contento. Abudemio se volvió hacia el resto de los espectadores: -Ya –dijo.- Todo bajo control. No va a atacar a nadie. -Y el bozal –insistió Loida. -Y el bozal –repitió Eureka. Abudemio me mostró una cesta de recoger papas con un asa roto. -¿Qué es eso? –pregunté intrigado. -Tengo que ponerte esto en la cabeza –dijo, lleno de vergüenza. -¡De eso nada! -Mira, Evergisto, por tu madre, que nos van a entrar a tiros. Observé al policía, a la recepcionista y al jefe. -Bueno, por amor a la conciencia de sobrevivir –consentí. Y me puse el casco. -¡Ta-dá! –exclamé, extendiendo los brazos en ángulos rectos bien perpendiculares. Eureka sacó la pistola y apuntó al suelo. -Eso no es gracioso. Controle a su bestia. Yo estaba algo confundido. -¿Pero qué les pasa a ustedes? ¿No les gusta mi sombrero? -Eso va sobre la boca –definió Abudemio.- No en la cabeza. -¿Sobre la boca? Bueno, en fin de cuentas, obedecí. Que de la cabeza a la boca no hay tanta distancia ni diferencias. Eureka pareció calmarse un poco. Abudemio tiró de la cadena. -Vámonos –dijo. -¿A dónde vamos? –inquirí, todavía acomodándome aquella cesta. -A otro lugar que no sea aquí. -Tengo hambre, pues aún no he desayunado. -Comemos por el camino, Evergisto. -Muy bien. Mi buen amigo abrió la puerta. -Lo voy a dejar en la casa y vuelvo enseguida -dijo él. Istriomeneo suspiro de alivio. -Hasta luego y tengan un feliz día –afirmé.- Y no se olviden de que los estoy vigilando a todos ustedes, y si se portan mal los voy a esperar debajo de la cama cuando apaguen la luz… ¡Arrrrrgghhhgrrrr! Abudemio tiró de la cadena y me sacó a empujones de La Salival.
Posted on: Sat, 27 Jul 2013 17:35:02 +0000

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